Este libro bello no da respuesta al origen del poema, sino que sitúa al
poema, lo recrea, lo construye de una manera acuática. Desde siempre, el agua
fue el origen de todas las cosas. Homero llama en la
Ilíada al Océano “el
origen de todos los dioses y el principio de toda la vida”. Tales de Mileto
asumía que el origen de todo ser parte del agua, que es elemento fáctico. El
filósofo neoplatónico Plotino concebía el Uno como aquello que descansaba en sí
mismo y fluía a lo múltiple para que retorne al Uno. Los místicos medievales
alemanes de influencia neoplatónica designaban a las criaturas como
ausflusse, emanaciones. El Dios cristiano siempre es desbordante y está
unido al agua, como la propia Teresa de Ávila escribe en su
Castillo
interior. El agua, como puede verse, siempre guarda una proximidad con lo
trascendente. Y la poesía es trascendencia.
Aquí, Darras evita el
discurso de intentar trazar el camino hacia el origen, porque sabe que el poema
es en sí una nueva manera de existencia, una nueva forma del mundo. Atrae, de
esta forma, la realidad de las cosas para sentirlas poéticamente. Es el poema el
que nos contempla, no al revés. Posiblemente, el erróneo –pero necesario, no lo
olvidemos- discurso poético que nació ya desde el Romanticismo en el que el alma
humana debía aspirar a esa nueva existencia superior para devolver a la poesía
su estado indemne, debía ser sustituido por la concepción que Darras nos enseña:
es el poema el que debe devolvernos nuestra propia existencia, el que se mueve y
nos muestra realmente cómo somos a través de todo aquello que mira:
está sentado
tiene las rodillas plegadas
ve el mundo
ve
flores de trébol blanco
ve un techo de tejas rojas
ve un trozo de cielo
gris
no ve el mundo
él solo es el mundo Darras construye el
lugar del poema, nos lo canta desde la sinceridad de quien conoce la poesía.
Construye ese mundo –que ya no es mundo, sino lugar- a través de pliegues que
tanto nos recuerda a
Deleuze
al hablar de Leibniz, pero también a Benjamin, cuando acertó en su afirmación de
que lo auténtico siempre residía en los pliegues. Cuando se produce ese pliegue,
ese intersticio, es cuando aparece la voz acuática de los versos de Darras. Es
un agua hermosamente oscura que, como un vaciado pompeyano, busca su forma en
las palabras:
la cuestión es irresoluble
soy como la tierra que
gira
giro en torno a las palabras
me borro
las palabras permanecen
la palabra “día” permanece
la palabra “tierra” permanece
la tierra
gira en el cielo
la tierra gira en las palabras
la tierra gira en la
palabra “gira”
la tierra gira en la palabra “tierra”
¿qué es lo que gira
en las palabras?
algunos quieres saber cómo se produce la borradura
el
borrado de las palabras
¿quién preserva la memoria de las palabras?
la
memoria
la palabra memoria permanece en la palabra “memoria” El
espacio que queda cuando el pliegue se produce, cuando se contrae, es lo que
deja hueco a la palabra que se nos presenta como metáfora, en sí, de nuestra
propia realidad, aunque pensemos que somos nosotros los que nombramos. Lo real
es pura metáfora. De ahí que el poeta sienta nostalgia por el regreso a esa
verdadera forma. Novalis ya lo supo: había que regresar al alma como a una
patria antigua, pero esta vez no para hacer poesía –ella ya está hecha-, sino
para reintegrarnos en ella. No es la poesía la que está fragmentada, sino
nosotros mismos. Es por ello que el poeta, desde siempre, ha cantado. Sólo a
través del canto –es fácil recordar a Orfeo-, el impulso se dirige hacia lo
poético que nos mira a distancia que es altura, camino infinito o el afuera:
En el hombre, la voz que canta se escucha bajo la voz que habla.
La voz del canto está al fondo de la garganta más cerca de los pulmones
que la palabra.
Que asimismo está más hacia adelante, hacia fuera, cerca
de los dientes,
Más cerca del afuera.
La voz del canto está atrás, más
atrás, en el desfile que enfila la
respiración a la salida de los pulmones.
Que asimismo son alimentados por el corazón y el pulso de la sangre.
La
voz del canto es como un clima interior.
Un cielo interior. La
distancia, lo lejano, es algo que acompaña a la poesía. Tampoco el mar, al
mirarse, nos ofrece un final. Intuimos que al otro lado hay tierra, pero no la
vemos. La poesía es así: una intuición, porque está igual de lejos. Me fue
imposible dejar de recordar a la gran poeta, traductora y ensayista francesa
Martine Broda –también
espléndidamente
tra-ducida al
castellano por
Miguel Veyrat (2)- cuando en su
El amor al nombre
escribía: “El amor, que fulgura por sí mismo sobre el fondo de su pérdida, es
aquello que vuelve a poner en movimiento la energía creadora intensificando lo
entrevisto” (3). La poesía es como el amor. Y eso muy bien lo escribe Darras en
su hermoso libro
Cinco cartas a Elena (4) en la que el poeta recrea el
amor de un Descartes íntimo hacia Hélène Jans. Y es amor, también por la lejanía
que separa al hombre de la poesía. Para intuir esa poesía, Darras reconstruye
una ciudad a golpe de voz para curar un paisaje en ruina:
Acaricio
al río en sentido de sus piernas para hacer que la sangre
reemprenda el
sentido del agua, el sentido Ayuso.
Pero que nadie se engañe, esto nada
tiene que ver con la
ecología, sino más bien con la medicina.
Una
medicina enamorada.
Una medicina poéticamente enamorada.
Que consistiría
en curar a los ríos o las ciudades con la voz. La voz como fármaco,
el mismo fármaco platónico del
Fedro que muchos siglos más tarde el
filósofo de la deconstrucción
Jacques Derrida desarrollaría
espléndidamente en
La farmacia de Platón, dentro del volumen
La
diseminación (5). Fármaco que es medicina y veneno a la par, inoculando a la
poesía de esa misma cura y condena a la desaparición de la presencia. Del poeta,
en el poema, apenas queda una huella, un eco. La poesía cura el alma, como muy
bien supieron cuando Epidauro se convirtió en el lugar de culto de Asclepio,
dios de la medicina. Pero la poesía también extingue, devasta, enceguece,
escinde, borra:
¿se borra en mí lo borrado?
veo el día
veo
el borrado del día
veo la noche
veo el borrado de la noche
no veo la
borradura
soy lo borrado de lo borrado
soy el olvido del olvido
La poesía también enloquece, gira frenéticamente con la cordura, danza
con ella como una ménade invoca a Dionisos:
Danzan en redondo sobre
sí mismos enloquecidamente
cuerdamente su locura es la propia danza
Danzan dicen que todo sobre la tierra danzará siempre con la Tierra
Danzan dicen que la danza es Locura que gira en redondo
consigo
Danzan dicen que Locura Cordura bailan juntas la misma danza
Danzan
danzan nada más dirán nada más danzan danzan La locura
hölderliniana es la representación de esa poesía que se mantiene en estado
híbrido de manera continua. También guardará silencio siempre, como la belleza:
“La belleza, abrazamos la palabra entre los labios, guardará /silencio”. Su
expresión será la de la mudez y la danza. Todo lo dicho no pertenece a la
poesía. La poesía, en sí, no pertenece a la palabra, sino a la voz. Y la voz
está aún más abajo que la palabra, geológicamente sumergida (6) bajo una capa de
hielo. Hay que exiliarse al frío, atravesarlo como Ovidio, para contemplar el
mundo que no creamos con los nombres, sino que nos crea a nosotros.
Marta López
Vilar, Madrid, 30 de octubre de 2011
NOTAS:
(1) De Jacques Darras ha traducido:
Antología fluvial
(Palma de Mallorca, Calima),
Cinco cartas a Elena (Oruense, Linteo) y
esta
Arqueología del agua (Madrid, Libros del Aire).
(2) Veyrat
tradujo
Deslumbramientos (Ed. Linteo, 2009), y el ensayo
El amor al
Nombre (Losada, 2006).
(3) Martine Broda,
El amor al Nombre,
Madrid, Losada, 2006, pág. 3.
(4) Jacques Darras,
Cinco cartas a
Elena, Ourense, Linteo, 2007. Traducción de Miguel Veyrat.
(5) Jacques
Derrida,
La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1975.
(6) En el
suplemento de libros del diario francés
Le Monde (5-III-2004) se
recogen estas palabras de Darras: “Le savoir premier est celui de la nature, du
rapport instinctif à la géologie, puis c’est la découverte du minéral au contact
de cette terre picarde qui a vu naître l’archéologie. La terre dans son
horizontalité spatiale et sa verticalité géologique…” -“La primera sabiduría es
aquella de la naturaleza, la de la relación instintiva con la geología, después
es el descubrimiento del mineral al contacto con esta tierra picarda que ha
visto nacer la arqueología. La tierra en su horizontalidad espacial y su
verticalidad geológica” (la traducción es mía).