Santiago de Cuba. 21 de Octubre de 2005.
La
primera vez que Angie escuchó la voz del insecto que vivía entre sus libros,
acababa de arañar en el cuello a su única amiga. El viejo susurro de su rencor
le había estallado como un bramido brutal en el corazón, y se lanzó sobre la
pequeña Sarah hasta que la hizo desaparecer entre sus uñas definitivamente.
Nadie la vio entrar en su habitación con la cara empolvada y las manos empapadas
en su propia sangre, pero su madre escuchó el portazo con que pareció estrellar
un fragmento tormentoso de su vida, contra las paredes de la casa.
Angie
siempre había sido una criatura huraña que sólo se relacionaba con esa otra niña
de su edad, acerca de la que hablaba frecuentemente, pero a quien nunca nadie
había visto. Si volvía contenta de la escuela, era porque Sarah había estado
cazando con ella, abejas o mariposas; si se encerraba en su cuarto y leía toda
la tarde sin querer hablar con nadie, era porque Sarah había estado cantando una
canción que ella detestaba. Jamás la cólera se abrió paso entre sus dientes
apretados, o entre sus breves sollozos, hasta aquel día fatal y también
maravilloso, en que Sarah fue sacrificada, y unos minutos después, resucitó en
el murmullo de una polilla que llevaba varios meses alimentándose con los libros
de una colección muy valiosa.
-“A la niña le ha pasado algo”. –Pensó
Helena cuando su hija entró en el cuarto como una tormenta, musitando los
desastres dejados por su paso.
-Ahora no volverás a molestarme porque
estás muerta. –Gruñía Angie desde su cama mientras escuchaba los pasos de su
madre acercándose a la puerta de su habitación.
Angie no podía contar
nada de lo ocurrido. Helena le había advertido que para ella, la tal Sarah era
un personaje imaginario, una invención de su mente que le permitía seguir
comportándose como una niña antisocial y poco amigable, así que la obligó a ser
tratada por un psiquiatra pocas semanas después, cuando se enteró del violento
incidente que tuvo lugar en el traspatio de la escuela.
Entre todos los
graduados junto a los que cursó sus estudios de medicina, Helena escogió al más
capacitado para desentrañar de una vez esa sombra en la vida de su hija. Angie
sabía que su madre se equivocaba, que no había nadie tan real como Sarah, pero
su difunta amiga era antipática, y escurridiza, huía perturbada en cuanto se
acercaba un desconocido. Era imposible que otros llegaran a conocer a Sarah,
mucho más ahora que había sido sacrificada.
Las últimas palabras que le
dijo su amiga, reaparecían en el recuerdo de Angie como si jamás la hubiera
escuchado decir ninguna otra cosa. Había intentado recordarla blasfemando,
cuando le retorció el pescuezo al canario de su padrastro, o cantándole
canciones de cuna a los alacranes que le colocaba vivos en los zapatos, y
gritando: “hay que matar a este desgraciado”. Pero ese hombre ya estaba muerto.
Había caído desde la azotea mientras ajustaba una antena de televisión, y sus
sesos todavía salpicaban el portal de la casa. Tal vez por eso Angie no
conseguía recuperar la imagen de Sarah mientras ejecutaba esos actos macabros.
Nada más veía la alegría debatiéndose en su rostro, con el triste propósito de
su última visita, cuando se le apareció en medio de las clases, y le sugirió
suicidarse.
Angie había respaldado a Sarah en muchas cosas que no
deseaba hacer, porque era su única amiga, pero aquello ya era demasiado. Si no
le cerraba la boca, esa última idea podía repetirse en sus oídos cada vez más
fuerte, hasta invadirla como un deseo impostergable. Por suerte, lo había
resuelto de una vez. Ahora sólo le preocupaba no tener lista una explicación
para aquel inusual arrebato de cólera.
Cuando su madre la increpó desde
el otro lado de la puerta, Angie se limpió de inmediato las manos y la cara.
Caminó de un lado a otro en su habitación, miró por la ventana y consideró sin
éxito un sinnúmero de excusas, hasta que una voz desde su mochila del colegio,
le susurró la solución.
(Dile que un bicho ha estado comiéndose tu mejor
libro).
Ese sonido le resultaba familiar. Por un momento sospechó que
Sarah había sobrevivido a su ataque mortal. Buscó por las paredes, y debajo de
la cama. No había nadie. “Es imposible, está muerta”-pensó.
La idea del
bicho le parecía una locura absurda que su madre probablemente no se creería,
pero ya no le quedaba tiempo para pensar en algo mejor. Sacó su historia
favorita de la mochila.
-Mamá, una polilla se está comiendo “El
principito” ¡Por eso estoy enojada!
-¡Quiero verlo con mis propios ojos!
-gritó incrédula Helena- ¡Abre la puerta!
Angie mordisqueó un poco
algunas páginas antes de quitar el cerrojo. Estaba segura de que no lo
conseguiría. Jamás podrían sus dientes simular el rastro perfecto de una polilla
sobre el papel. Pero se quedó sin palabras cuando Helena comprobó las letras de
Antoine de Saint Exupéry entreveradas entre cientos de agujeros, y cambió su
expresión escéptica mientras le decía:
-Es cierto, tenemos que fumigar
este cuarto antes de que esta cosa se lo coma todo.
No podía creerlo,
con una mezcla de asombro e indignación, Angie contempló los trayectos
circulares, sutilmente expandidos, y los restos polvorientos, que ese insecto
indeseable había dejado durante la mutilación confesa, de su libro más querido.
Buscó entre las hojas, otra vez enceguecida por la rabia.
-(No podrás
encontrarme, porque donde vivo, nunca buscarás lo suficiente)- le dijo la voz.
-Pues haré que fumiguen este lugar, y morirás asfixiada.
-(Para
que algo muera de verdad, tienes que matarlo dentro de ti).
Fue lo
último que la polilla le dijo a Angie ese día. Aquella frase tan corta despejó
su pensamiento, como la primera dosis de un antídoto contra las preguntas que
desde hacía más de cinco años, le habían envenenado el alma. Descubrió que
probablemente las crueles propuestas de Sarah, no habían muerto entre los
árboles del patio donde le clavó las uñas, y podían resurgir en otra voz, aunque
se sintió aliviada por la idea de una solución definitiva en su interior. Sólo
allí podía dar muerte a todos sus demonios para siempre.
A la mañana
siguiente, Angie se incorporó a sus estudios con una expresión casi alegre en el
rostro, y no se sentó sola al final del salón como había hecho desde su primer
día escolar. El suyo era un pupitre viejo y grande que nadie había movido nunca
de su rincón, porque era un pesado y anticuado recuerdo de los primeros años del
colegio, y al fin, Angie pidió ayuda para levantarlo.
-Hoy estás aquí-
le dijo Aurora, su maestra, cuando colocaron juntas el mueble entre los otros
niños, y notó la ausencia de aquella bifurcación inquietante en la mirada de su
alumna más problemática. Advirtió que Angie la escuchó sin mover la cabeza en
varias direcciones, como si ya no recogiera los fragmentos de su voz en los
alrededores, o buscara la aprobación de su interlocutora fantástica para
responder, como había hecho incluso la tarde anterior, antes de finalizar la
clase.
Minutos antes de destrozarle las venas a su inseparable amiga,
Angie había estado distraída con un suceso ineludible entre sus pensamientos que
parecía proyectarse como una película sobre la pared al pie de su pupitre. Se
estremecía, gesticulaba, y musitaba repentinas emociones con los ojos estáticos
sobre la superficie blanca, mientras su maestra repetía enfáticamente la fecha
en que había triunfado la Revolución Cubana, para recuperar su atención, a
menudo perdida en alguna parte de su propio mundo.
Tan absorta estaba la
niña en la última desgracia vislumbrada por su ingenio, que apenas tenía aliento
para responder, cuando ya un poco alterada Aurora la tocó en el hombro.
-¿En qué fecha sucedió? Dígame Angie.
La alumna movió lentamente
la cabeza, como si intentara localizar la fuente de un nuevo ruido en su
reducido entorno. Miró una vez más hacia la pared y después a su maestra.
Aurora jamás olvidaría aquellos ojos girando en una órbita caótica
alrededor de una sola lágrima, y convergiendo después como dos planetas
encendidos sobre los suyos. Le pareció que dos miradas la escrutaban desde el
rostro de Angie, y habría desechado por completo esa impresión absurda, si no
fuera porque la respuesta que recibió era la correcta.
No era la primera
vez que Aurora percibía una de aquellas rupturas de su alumna con la realidad.
Muchas veces la había visto volver desde sabe Dios qué recuerdos del pasado, o
incluso retroceder desde algún trozo del futuro que inexplicablemente
preconcebía en su imaginación. Pero en sus devoluciones al presente siempre notó
su expresión ingenua de ángel caído y desorientado; nunca esa actitud dividida,
serena y al mismo tiempo agresiva, que la confundió durante más de dos cursos.
Sólo dos años después, la maestra pudo intuir que aquel día, Angie triunfaba
sobre una extensión de su vida que la torturaba, y que acabó asesinando. Hasta
entonces, Aurora se halló atormentada por el recuerdo de esos ojos desvinculados
y sin contexto, que la amenazaron y se cerraron en una carrera desenfrenada
hacia el patio de la escuela, aunque ni siquiera tanto tiempo después, tuvo muy
claro lo que vio desde la puerta del aula, entre los viejos almendros
colindantes con los platanales vecinos.
Esa tarde Angie no se adentró
cantando entre los árboles, ni se le escuchó dialogar a lo lejos, tal como la
recordaban los niños más audaces que a veces la seguían hasta el fondo de la
plaza. Esa tarde se estrelló de golpe contra los plátanos, y se detuvo en la
parte oscura del monte, hasta donde ningún otro niño se aventuraría jamás.
Era una finca abandonada que el gobierno había confiscado a una familia
de exiliados políticos. Ni siquiera en los años en que estuvo habitada, era muy
frecuentada, excepto por policías o agentes de la seguridad del estado, que
visitaban allí a una anciana convicta, a causa de sus blasfemias contra la
Revolución. Cuando murió, sus hijos y nietos resolvieron huir a los Estados
Unidos porque sus hombros cansados eran los únicos que podían sostener tanta
desventura. Desde entonces, esas tierras fueron tragadas por la maleza y una
brisa que parecía reciclar la voz maldiciente de la vieja, gritando por encima
de los almendros, acusaciones acerca del hambre y la opresión.
Tenían
una casita de madera entre los plátanos y el monte que ya había sido golpeada
por los puños del tiempo. Se inclinaba peligrosamente hacia un jardín poblado de
malas hierbas, como si su desplome definitivo dependiera de los mismos bejucos
que la trepaban hasta las ramas tumbadas en el techo. Proyectaba su sombra de
guerrero mal herido sobre el mismo taburete viejo, donde su difunta dueña había
sido rescatada por la muerte. Y ese era el sitio preferido de Angie. Todas las
tardes, después de las clases, se encontraba allí con su confidente. Ocupaba el
trono de la matriarca anticastrista y sostenía alegres conversaciones con su más
frecuente interlocutora, hasta que las palabras rozaban el tema desdichado de su
vida. Entonces, Sarah se transformaba en su enemiga. Le hacía revivir momentos
que ella había conseguido disfrazar con el ropaje de los malos sueños, y que
olvidaba cada noche entre las sábanas. Sin embargo, al día siguiente conseguía
perdonarla. Algo muy profundo la mantenía unida a su controvertida amiga,
incluso en el instante oscuro en que se vio impelida a asesinarla.
Eran
las seis de la tarde en un otoño extinguido, y el sol no ofrecía ninguna
resistencia a las sombras del monte. El único árbol de colores claros era un
eucalipto desnudo, que ni el más verde intervalo de la última primavera había
conseguido vestir. La luz dispersa entre las nubes lo rozaba por la popa y
reflejaba sus bultos de resinas amarillas, como una secuencia de diminutos
espejos encendidos. Ése fue el pretexto de la maestra para no reconocer su
impresión, de que junto a aquel viejo tronco, su alumna no forcejeaba sola. No
sabía si lo que había visto era una ilusión óptica o no, pero lo había visto y
no quería admitirlo. Según le dijo al psiquiatra de Angie algunos años después,
además de la poca visibilidad que ella tenía desde la puerta del aula, aquel
eucalipto podía proyectar copias deformadas de muchas cosas.
Aurora vio
a Angie pasar de largo junto a la casa de los exiliados y detenerse bajo el
árbol. “Fue la única vez que no la vi sentarse en el taburete de la difunta
gusana, antes de atravesar el monte”. Aseguró, “era como si alguien ya estuviese
ocupando ese lugar, porque cuando pasó por allí, se apartó asustada, y se
estrelló en la evasión, contra una mata de plátanos”.
Sólo había una
explicación para que aquello de lo que huía, estuviese esperándola diez metros
más lejos, en el eucalipto: “Que sólo la persiguiera en su cabeza. Sólo la mente
puede huir de algo, que de todos modos ya le está esperando”. Así quedarían de
acuerdo Aurora y el psiquiatra, en una versión racional de todo lo que sabían.
Pero esa reflexión conjunta no los libraría jamás, de las malas pasadas que por
separado, les jugaba la siempre sabia intuición. “Cómo puede una niña tener una
batalla tan atroz contra un árbol, y no acabar lastimada”. Pensaba Aurora
recordando el brutal incidente que devolvió a su alumna a las clases más alegre
y saludable que nunca. “Cómo puede alguien padecer durante tantos años semejante
psicosis, y de repente volverse tan coherente y equilibrado”. Pensaba el médico
en las últimas entrevistas que tuvo con Angie, dos años después de que matara a
su amiga.
Por fin había logrado que su paciente dejara de repetir las
frases de la polilla sabia, que en su opinión, le reestructuraba los delirios, y
accediera a hablar sobre lo ocurrido aquella tarde violenta. Sospechaba que las
primeras respuestas a sus preguntas estaban allí, en las imágenes que según la
maestra sólo Angie pudo ver sobre la pared del aula, o en las palabras que se
gritaron las partes en guerra junto al eucalipto y no, en las sentencias
profundas que durante meses habían aparecido marcadas entre los libros de la
paciente, y que como ella misma decía muy convencida, las había señalado el
insecto que la convirtió en una erudita del equilibrio.
-Tu maestra te
vio mirando perpleja hacia la pared aquella tarde, y un poco después, escuchó
gritos en el monte. Cuéntame lo que pasó.
El médico retrocedió hasta el
momento del pretendido asesinato, y consiguió escuchar la historia desde el
principio. Pudo incluso rememorar las múltiples pruebas de salud mental que
Angie le había dado en sus entrevistas, aunque reconociera que tal vez en el
pasado se comportaba como una enferma. Antes de contarle quién era Sarah, cómo
la conoció, y por qué tuvo que degollarla, Angie volvió a dejarle claro al
psiquiatra que ella no estaba loca. Recordó una de las frases que su polilla
había escrito en forma de agujeros apiñados entre las páginas de sus libros, y
la repitió textualmente:
-(Sigue habiendo un mundo hermoso al otro lado
de la pérdida, la enfermedad, o el sufrimiento)-Ahora doctor, yo sólo vivo en
ese lado del mundo.
Angie quiso evitar que ese hombre obsesionado por la
verdad, mezclara su estado de felicidad y coherencia actual, con el tormento que
había vivido desde la noche que vio a Sarah por primera vez, hasta que le hizo
saltar la sangre en medio del monte. Pero para Pedro, el psiquiatra, la locura
era un contínuum cuyos más llamativos atributos, sino más bien sus esencias,
eran sus disfraces, incluidos los de cordura. Si conseguía demostrar que aun
después de cumplir ocho años Angie deliraba sobre una amiga imaginaria que
frecuentemente la atormentaba, entonces podía afirmar que seguía estando
enferma, aunque llevara esa máscara de filósofa equilibrada, para la que temía
no encontrar ninguna denominación patológica, ni en sus tratados de psiquiatría.
Cómo llegó la adolescente a poseer tales conocimientos acerca del alma, y esa
paz en el semblante, no era lo que más le interesaba. De la historia que escuchó
sólo llamaron su atención los detalles que podía calificar de imposibles, como
que una niña de cinco años, trepara por un desagüe hasta el tercer piso de un
edificio, y se colara después por una ventana. Según Angie, así entró la pequeña
Sarah en su habitación. Saltando agotada desde la calle, con un pijama roto, y
los ojos llenos de lágrimas.
La vio como en un sueño, acercándose a su
cama en forma de silueta luminosa. No supo que estaba despierta hasta que metió
los dedos en los agujeros de su ropa desgarrada, y se sintió contagiada por el
desconsuelo de aquel llanto. La visita la miró con la barbilla pegada al pecho,
y con una voz entrecortada pronunció su nombre. Entonces Angie no tuvo ninguna
duda. Esa niña era tan real como su deseo de consolarla. La abrazó y se dejó
envolver por su dolor, hasta que no pudo distinguirlo ni entre sus propios
sentimientos. Aunque Jamás llegó a saber con certeza quién le había amoratado
los labios, y embardunado las piernas con una repugnante mezcla sanguinolenta,
desde aquella misma noche, Angie odió profundamente al que lo hizo. Más que
nada, porque se instaló en sus sueños, tan enmascarado y brutal, como en las
historias de Sarah. Cuanto más desgarrador resultaba el relato nocturno de su
amiga, acerca del desconocido maniatado que la violaba; más tormentosa era para
Angie, la reminiscencia onírica de sus músculos sudorosos, su máscara color
púrpura, sus embistes dolorosos, y los ojos encendidos que aun parecían mirarla
al despertar. Para Angie el calvario vivido por Sarah se convirtió en un íncubo
de su mundo interior, un cuerpo extraño adherido a las paredes de su vida.
Hasta le eran ajenas algunas de sus vergüenzas, sobre todo porque a Sarah no
parecía importarle su pésimo olor, y la increpaba desde cualquier lugar, a
menudo muy cerca de otras miradas, siempre sucia y exhibiendo nuevas manchas
sobre su vestido favorito, con el que hubo de cubrirse hasta el día de su
muerte.
“La verdad es que muchas veces desee no haberla conocido”, decía
Angie. De hecho le sobraban motivos, porque aparte de exponer sus desgracias sin
pudor alguno, Sarah tenía la habilidad de reclutar a Angie para vengarse por
ellas contra el mundo. Y sin lugar a dudas, era muy desgraciada.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de Enrique Delgado,
La mirada
perdida (Carena, 2011), en
Ojos de
Papel.