Las consecuencias de lo sufrido por Salinger en la II Guerra Mundial, que
explicarían en gran medida muchas de las paradojas y contradicciones de su
compleja personalidad, constituyen una de las revelaciones más interesantes de
la reciente biografía publicada por Kenneth Slawenski –editor de la página web
www.deadcaulfields.com, una
de las mejores fuentes sobre J. D. Salinger en Internet–, en la cual, el
detallado análisis literario –algo que nadie se había propuesto aún con
seriedad– logra combinarse de forma equilibrada con el ensayo meramente
biográfico. La imagen del escritor neoyorkino arrestando sospechosos e
interrogando prisioneros en tierras alemanas puede hoy, ciertamente, resultarnos
chocante, pero así fue como ocurrió. Si al protagonista de su obra más
emblemática,
El guardián entre el centeno (1951), el joven Holden
Caulfield, se le planteaba el dilema, tan común en la edad adolescente, de
incorporarse a un mundo adulto que resulta hostil y del que, sin embargo,
inexorablemente hay que formar parte, procurando preservar a un tiempo la
personalidad, sin volverse falso ni sacrificar ciertos valores, a Salinger hubo
de hacérsele muy difícil, en su retorno a la vida civil, encontrar encaje en una
sociedad que ignoraba las crueldades que él había conocido, el mal del que puede
ser capaz el ser humano. De ahí, seguramente, algunos de los aspectos
controvertidos de su carácter, como su sed de religiosidad, que le llevó a
refugiarse en la filosofía zen como forma –tal vez– de superar sus traumas
bélicos, o sus raras relaciones con un ramillete variopinto de mujeres –desde
Oona O’Neill a tres matrimonios extraños y varias jóvenes amantes–, una cuestión
esta última, la sentimental, que apenas es mencionada sino de pasada por
Slawenski, atenazado quizá por su declarada admiración a un personaje tan
refractario, en vida, a desvelar datos íntimos o familiares.
Alcanzada la popularidad, Salinger,
después de luchar toda su vida por conseguir el éxito, no soportaría sin embargo
sus exigencias; a pesar de su ambición profesional, sintió repulsión por su
propia fama, lo que se tradujo –como afirma Anna Caballé– en una voluntad de “no
ser”
Otra de las aportaciones más
interesantes de la biografía, editada en español por Galaxia Gutenberg, que
demuestra un concienzudo trabajo de documentación por parte de su autor –de un
buen número de años de trabajo, aunque originalmente apareciese en EE.UU. tan
solo a los dos meses de fallecer Salinger– se centra en sus comienzos: en el
rastreo de sus orígenes judíos, provenientes de la Europa del Este; su formación
académica, complicada, debido a su actitud altiva y mordaz, costándole la
expulsión de diversos centros hasta parar en la escuela militar de Valley Forge,
donde adquirió la severidad y disciplina necesarias a su carácter; su
aprendizaje literario en la Universidad de Columbia y la influencia inicial de
Fitzgerald; y sobre todo, el modo en que Salinger luchó de joven por abrirse un
espacio en el mundillo literario, enviando sus trabajos iniciales a las llamadas
“revistas satinadas” de la época –el primero,
The young folks (1940),
aparecería publicado en
Story–, el cauce más habitual de difusión de la
narrativa breve en Norteamérica en las décadas de los 30 y 40; y su tenacidad y
aplomo cuando veía rechazado, unos tras otro, la mayoría de sus relatos (“Nunca
permitió que las dudas diluyeran su ambición –dice Slawenski–. Salinger tenía
ciertamente mucha confianza en sí mismo; pero en la ocasiones en que esta se
agotaba era la ambición la que lo mantenía en marcha”), lo que le llevó a
alternar durante un tiempo entre relatos “comerciales”, para poder publicar, y
otros más personales, acerca de jóvenes de clase alta, decadentes y triviales,
hasta conseguir su verdadero objetivo: irrumpir en las páginas de
The
New Yorker. Esto iba a suceder en 1941 con
Slight
Rebellion off Madison, la primera historia con Holden Caulfield como
protagonista, aunque la entrada de los EE.UU. en la Guerra Mundial tras el
bombardeo de Pearl-Harbor retrasó su publicación por parte de la revista hasta
las Navidades de 1946. Una actitud perseverante, en suma, la de Salinger,
anterior a su reclutamiento en el ejército, que apenas se corresponde con la
exhibida tras el éxito obtenido por su célebre
Guardián, cuando la
sensación de desconcierto que supuso para él su regreso al mundo cotidiano le
creó problemas para manejar su fama emergente.
En 1947, firmó un
contrato “de primera lectura” con
The New Yorker, tras la publicación de
un nuevo relato,
Un día perfecto para el pez plátano, de gran impacto
entre el público lector del prestigioso
magazine.
Pese a ello,
siguió sufriendo rechazos de otros trabajos posteriores, que revelaban la
creciente religiosidad de la obra de Salinger,
lo que le motivó a
culminar la redacción de su primera novela larga,
El guardián entre el
centeno, iniciada varios años atrás y que se convertirá en un suceso
universal y en un gran
best-seller. Alcanzada la popularidad
,
Salinger, después de luchar toda su vida por conseguir el éxito, no
soportaría sin embargo sus exigencias; a pesar de su ambición profesional,
sintió repulsión por su propia fama, lo que se tradujo –como afirma Anna
Caballé– en una
voluntad
de “no ser” renunciando, aparentemente, a su ego sin importarle lo
inocuo y desesperado de sus intentos de parecer humilde. Se protegía con la
excusa de que cualquier atención que se dirigiera hacia su persona se desviaba
de la obra, que era lo importante. “En realidad –asegura Slawenski–, su
exhibiciones de modestia eran solo una alabanza de su obra y de ningún modo lo
convertían en una persona humilde”.
Mientras sus obras seguían
reeditándose año tras año, y su influencia iba creciendo hasta convertirse en
icono reconocido de la generación de los
beatniks
Su evolución espiritual hacia
el budismo se vería plasmada dentro de la recopilación
Nueve cuentos
(1953), su segundo libro publicado, donde el poder del amor a través del
contacto humano se va transformando paulatinamente en el poder de la fe a través
de la unión con Dios. La aceptación de la existencia a través de la creencia y
no en la lógica es el
leitmotiv que dominará la siguiente obra,
Levantad, carpinteros, la viga del tejado (1955), primera entrega de la
saga de la familia Glass. Mientras sus obras seguían reeditándose año tras año,
y su influencia iba creciendo hasta convertirse en icono reconocido de la
generación de los
beatniks, encabezada por Kerouac, Salinger –como Robert
Graves cuando, con el mismo estrés postraumático, abandonara Inglaterra en 1926
para instalarse en Mallorca–, se aislaba del mundo encerrándose en una recóndita
casa de campo en New Hampshire; y poco a poco fue desvaneciendo su deseo de
seguir publicando hasta que, en 1965, aparecía su último relato,
Hapworth 16,
1924, verdaderamente ilegible, el cual, según Slawenski, despertó la
sospecha de que Salinger intentaba librarse del interés del lector medio
“entregándole una obra completamente indigesta […] Tal vez, vivir doce años en
el encierro relativo de Cornish, apartado de la variedad de personas y
experiencias que siempre habían alimentado su creatividad, había oscurecido la
inspiración fresca y limitado las dimensiones de su obra”.
Al
relato postrero seguirían cuarenta largos años de silencio, en los que parece
que continuó escribiendo, pero no volvió a publicar. El misterio, sin embargo,
hizo que se incrementara la fascinación pública hacia su figura, hasta
convertirlo en mito. Atento siempre –eso sí– a cualquier cosa que pudiera
amenazar su privacidad o infringir lo que consideraba derechos legítimos de
autor, los pleitos de Salinger y su ocultamiento personal no consiguieron sino
reforzar su leyenda, aderezada, además, de un tinte escabroso cuando algunos de
los magnicidas más sonados de las últimas décadas –conocidísimo es el caso del
asesino de John Lenon– confesaron ser fieles fans de su
Guardián.
Su impacto social se confirmaría de nuevo tras la noticia de su muerte, el
pasado 28 de enero de 2010, a los 91 años de edad, desvaneciéndose las últimas
esperanzas de sus seguidores de ver publicada alguna obra nueva. El caso de la
vida oculta de Salinger plantea continuamente el debate acerca de
cuál debe ser la relación del escritor con su público: si gracias a él y a las
ganancias anuales de sus ventas podía permitirse el lujo de permanecer aislado y
llevar la vida que apetecía, ¿no estaba obligado por ello, de algún modo, a
“mostrarse” ante ese público, para corresponderle y satisfacer sus
requerimientos? O por el contrario, como el propio Slawenski nos dice: “Salinger
dio al mundo
El guardián entre el centeno, ¿teníamos derecho a pedirle
más?”