—El próximo ataque de los
turras es a Calambata. Noventa y nueve
por ciento de posibilidades.
En verdad, bastaba recordar a los muertos,
las minas, la destrucción de algunos cuarteles de la frontera. Ese día, después
de la cena, le entraron a Renato unas inesperadas ganas de beber. Había comido
sardinas y atún en conserva. Tenía el estómago revuelto y se le había helado el
cuerpo de sensaciones lejanas, de llamadas sin voz. Compró, esa vez, una botella
de brandy y fue a sentarse en la zanja que daba sobre la mata del carbón. A lo
lejos, persistían aún las hogueras del Norte. Aguantó firme el ardor de esa
bebida que chocaba profundamente dentro de él, como la acidez de un vinagre que
le quemaba las vísceras inflamadas. Se había evadido de todo, de los que jugaban
al póquer y al dominó, de los que utilizaban chapas de cerveza como piezas del
juego de damas, en tableros improvisados en los puestos de centinela, para que
el juego venciese deprisa el tiempo detenido y en suspensión de una noche más en
la guerra. Dentro de la caserna, el pelotón oía, hundido en la desesperación, a
Lamas rasguear canciones templadas en una vihuela robada en S. Salvador. Renato
pensó en emborracharse él solo. Se quedaría allí mucho tiempo, viendo cómo a lo
lejos corrían las llamas sobre los pastos y a favor del viento, oyendo el
batuque frenético, de sábado, que subía desde el fondo de la
sanzala, y pensó en su mujer. Sintió enseguida el deseo latir dentro de
él, amordazado en el cuerpo; recordó las noches en que había practicado con ella
un amor casi fúnebre, en la partida a la guerra: su mujer giraba, giraba, giraba
alrededor de él; a veces la sentaba encima de su cuerpo, mordía el labio
inferior y gemía de un placer sofocado y silencioso. Quién pudiera concederle a
él ahora una mujer así, una vagina hinchada, la humedad caliente y dulce de la
saliva de ella mordiéndolo; quién pudiera concederle por fin realizar allí el
milagro de la resurrección de su cuerpo en el cuerpo de ella y verificar que
caminaba de nuevo en sus aguas jóvenes y siempre dóciles. Estallaba de locura,
de la locura de aquel cuerpo ausente. Pero vino Lamas y se le sentó al lado, en
la zanja. Era también un cuerpo de silencio, observando el fuego que corría a lo
lejos, en la dirección de los ríos, de los pantanos y de las nubes; vinieron
Ricardo y el caboverdiano Semedo y se sirvieron de la botella de brandy. Porque
el caboverdiano Semedo pensaba sin duda, en sus Islas mansas, surcadas por la
sed, pensaba en la voz de las
mornas y de las
coladeras y en la
cachupa guisada y lloraba sin que nadie lo viese; lloraba para dentro,
como solo él lo sabía hacer, preguntándose a sí mismo por qué razón había venido
de tan lejos y estaba allí ahora, africano y negro, combatiendo a otros
africanos, más negros que él. Y todo era absurdo como la sed que abrazaba la
tierra de su pueblo.
—Si yo hubiese sabido cómo era esto —dijo Lamas, al
cabo de unos instantes— bien que me habría pirado a Francia o a Luxemburgo, como
hicieron muchos chavales de mi aldea.
Le respondió tan solo el murmullo
de los labios vejados, y nada más. La botella de brandy volvió a rodar de mano
en mano, en silencio, y los tragos pasaron a ser más largos. Aún no habían
desviado los ojos de los incendios del capín: se decía que pasaba, entre
M’Bridge y Magina, un gigantesco corredor de penetración del enemigo. Ahora
incendiado, cogía por el medio a Calambata, en su paso para el Sur y para el
Este. Continuas rondas de helicóptero lo vigilaban, buscando un camino, la marca
de los pies descalzos y un encuentro con los ángeles invisibles de la guerrilla.
Lo hacían siempre en vano, porque jamás los encontrarían. Solo el fuego y las
cenizas podrían denunciarlos.
—¿Se es más libre, cuando se deserta a
Francia o a Luxemburgo? —preguntó Ricardo, después de un rato—. No tenemos la
obligación de andar huidos durante la vida entera. Tenemos derecho a un país.
Callados, sabían que solo era posible pensar en coro, todos a una, lo
mismo de siempre: las palabras habían perdido el sentido, a fuerza de ser
repetidas. Las cosas ya no eran las cosas, eran su tiempo: el invierno, el otoño
y el verano, nunca por nunca la primavera del renacimiento, de la clorofila y de
la renovación del propio tiempo. Por ejemplo: tener una juventud y que eso no
sirva de nada, porque solo servía para hacer la guerra, nunca para acabar con
ella; servía para morirse, nunca para descubrir cómo la vida era lo único
importante para quien va a dejar de vivir. Renato se extendió a lo largo en la
zanja y pensó que podía comenzar a llorar, para que los otros lo oyesen. Se le
había caído el cigarro de la boca, en un descuido. Subía de dentro de él un
grito terrible que salvaría a la sabana verde de la amenaza de aquel fuego y
diría Quiero aquí a mi mujer, Quiero que ella me ame todavía una vez, solo una
antes de que me muera. Sin embargo, el fuego avanzaba en grandes golpes de
viento, era un animal que comía la hierba, las matas y la propia tierra;
llegaría, en breve, a los ríos, habría también de devorarlos. Tal vez pudiese
hasta alcanzar la costa, echar lastre por todo el mar buscando los pájaros, la
voz de las sirenas que en él existen.
—Esta guerra nos ha transformado a
todos en barriles de pólvora para arder —filosofó también, con la cara en el
suelo, el soldado Ricardo—. Nunca más seremos los mismos hombres.
Los
demás, siempre callados, pensaron: nunca más seremos los mismos hombres. Era una
bella frase, sin duda. ¿Pero qué sentido tenía? Cada una de las palabras se
vaciaba y se descomponía, sílaba a sílaba, hasta la condenación total. Nunca más
seremos los mismos hombres, Nunca más seremos los mismos hombres, Nunca más
seremos los mismos hombres —y la bella frase de Ricardo se estaba perdiendo en
el vacío del oído, en el vacuo de sus caracolas, sin sentido. Todo, sin embargo,
tenía un límite, pensaban. Pensaban que lo absurdo de la vida debía tener los
días contados en la guerra. Alguien pagaría caro la juventud en aquella que era
ya la tierra de nadie. Alguien habría de comer el lodo y el fango, beber el
estiércol de los pantanos, nadar en las heces avergonzadas de la conciencia y de
la historia. Mientras eso no sucedía, les quedaba aguantar el peso muerto del
mundo encima de los hombros, mirar a lo lejos los incendios labrando en el
principio de la noche, verlos correr en la dirección de los ríos y del mar. En
un cuartel con un noventa y nueve por ciento de posibilidades de ser atacado uno
de los próximos días…
En las manos inciertas de mi amor reposarán
algunas de las palabras. Las escribo en transparentes, levísimos telegramas de
un azul de ángeles, porque viene un avión, son las tres de la tarde y el amor
desespera tanto. Nadie mejor que tú, amor, me recordará vivo. Son las tres de la
tarde y yo de ti tan sediento como del agua que pudiese caber en los mares del
desierto. Soy sin embargo un hombre con manos de cedro. La piel citrina de las
arenas soporta mal el alambre de espinas alrededor del cuello. ¿Por qué tardan
tanto los abominables sargentos de día la distribución del correo? No saben, no
sabrán nunca, amor, que una carta no tiene solo la importancia de ser escrita.
Me abre las sábanas para que mi sueño te duela como un címbalo despertado en
Lisboa. Me hablas de un país a las tres de la tarde, mil novecientos setenta y
dos, y nunca fue tan triste el mes de noviembre. África transcurre-demora en la
ausencia de un millón de voces desconocidas. Busca la voz que brame como una
campana, en el aire de lejía de la ciudad. No la encontrarás seguro en el Rossio
ni en los barrios enmugrecidos por el mirar de los viejos que todos los días
mueren de escoliosis o tan solo del mercurio del que se hicieron sus huesos.
no la encontrarás. ni en los ojos
proletarios que a las seis de la tarde regresan a casa, en oscuros transportes
de gente condenada a vivir la vida. busca el mirar de los pobres, amor. escucha
de cerca a las viejísimas mujeres de los pobres que dicen: tengo un hijo en
África. ahí me encontrarás. tal vez
sepas que sus ojos fatigados recuerdan tan solo la lluvia, el muelle de
Alcántara en el mes de noviembre y el modo como yo te hacía señas desde la
cubierta, con un uniforme de muerte envolviendo la desnudez, los huesos y todo
cuanto la noche ausente arrastró al mar. te amo en África y en todo lo que dejó
de estar presente: el cuerpo. mis manos sobre ti se encienden como armas, alas
navegantes: pájaros de fuego recorren todo el cielo de noviembre, en el viaje
hacia el Norte. Escribiéndote desde África, quería tan solo darte la noticia de
los colonos ahorcados en los árboles. hablarte de grandes y poderosos señores
envenenados por el cianato de los decretos que hacen la guerra del Norte. sin
embargo, voy despacio, amor. ¿te he dicho alguna vez que hay aquí un tiempo? El
tiempo de los pastos quemados, de las tempestades que llegan de la frontera y
después desertan hacia el Sur, al encuentro de Luanda. quería sacrificarte
generales, hacenderos, animales acéfalos: te ofrecería la caliza de los muros de
fusilamiento, las flores de tiza que vuelan del suelo y son la polvareda
pulmonar de quien muere. un tiempo.
y sin embargo, he aquí mis días serenos, parados e iguales: un
exilio de hombre en la guerra, mientras cree que el amor, amor, tiene sus
recuerdos y no conoce otros países. por eso te digo que en todo hay un tiempo y
un lugar para él. hasta que el amor ausente sea un canto.
este canto ausente eres tú, mi amor, y solo a ti te lo digo.
escribiéndolo con el abandono y el desamparo de un sentimiento de amor que ha de
ser siempre mayor que mi vida.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Linteo la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento de la novela de
João de
Melo,
Autopsia
de un mar de ruinas (Linteo, 2011), en
Ojos de
Papel.