Larry Brown es un escritor genuinamente estadounidense es la frase
que podría soltar cualquier redactor a su sobrecargado ayudante. El redactor no
quiere que lo molesten con temas de segunda o tercera, porque en ese momento
atiende al teléfono asuntos verdaderamente importantes: la promoción en sus
páginas de un autor que tiene que llegar a ser millonario en ventas porque así
lo quieren desde arriba. Además, se acerca la hora de recoger a sus hijos de
manos de su ex esposa y tiene que cruzar en coche hasta el otro extremo de la
ciudad megalítica. “Pon lo que te dé, por ejemplo que Larry Brown es
genuinamente estadounidense”.
Si Larry Brown fuera un autor genuinamente
estadounidense, su escritura obedecería a unos estándares que incluyen las
palabras “jodidamente” y “fracasado”, y en menor medida “perdedor”. Además, sus
renglones se ajustarían a unos patrones seguros, de los que venden, que tienen
sus seguidores. Y aunque en nuestro país la industria editorial no es
genuinamente estadounidense (por aquello de que los beneficios no son los de una
corporación industrial), si Larry Brown fuera un escritor genuinamente
estadounidense alguien habría trincado la traducción de Luis Ingelmo en el
primer momento y la habría puesto negro sobre blanco, sin esa larga lista de
noes que se apuntó hasta llegar a Bartleby (la editorial, no el personaje cuya
historia confieso que todavía no he tenido oportunidad de leer y bien que lo
siento).
La verdad es que no tengo criterio suficiente para saber cuando
un escritor es o no genuinamente estadounidense. También dudo sobre si era el
tabaco Winston el que se publicitaba bajo la etiqueta de “genuinamente
americano” (es que los norteamericanos antes eran así, decían “América” para
referirse a los E.U.A). Solo sé que Larry Brown tiene algo diferente. Esa es una
frase vacía y completamente prescindible, como la del redactor de
The
Washington Post, o esta misma: “
Seguro que si seguía bebiendo durante el
tiempo necesario, acabaría pasando algo”, página 99.
Brown es el escritor de lo
tremebundo narrado desde la ironía autocomplaciente, o lo que es lo mismo, la
ironía que empieza en no tomarse demasiado en serio a uno mismo y termina en no
considerarse el ombligo del mundo
Seguro que
si continúo escribiendo durante el tiempo necesario, acabo haciendo algo que
parezca una reseña. Bueno, diré que en esta compilación al menos tres relatos
abarcan el universo literario. Que una de las cosas que nos vienen a sugerir
entre líneas es la idea de que a Larry Brown bien podría afectarle la “filia”,
la necesidad patológica de escribir y ver algo suyo publicado (no como proyecto
de éxito, sino como objetivo cumplido en la vida), igual que la “sufre” su
personaje Leon Barlow. Y que quizá esa pulsión bien le pudo llevar a
sistematizarse, a mecanizarse en la tarea creativa como le ocurre a la escritora
en ciernes protagonista de “
La aprendiza”, o a probar
constantemente diferentes registros como el propio Leon Barlow de “
92
días” que lo deja todo por la escritura. Aunque quizá no se caractericen
por su ahínco o por su buena suerte los escritores convictos de
“
Disciplina” (el mas transgresor de todo el volumen por su
estructura en forma de diálogo de película de abogados y un guiño, quizá, a
El proceso kafkiano). En resumidas cuentas, que quizá este libro, que uno
puede atreverse a calificar como de “autoficción tangencial”, es una muestra de
cómo el trabajo duro y la variabilidad dieron fruto en Larry Brown, un escritor
con muchos registros, a veces dentro incluso de un mismo relato.
Brown
es el tío ocurrente de la frase brillantísima, esa que es la leche: “
Lo
necesitaba, pues todo indicaba que por el momento ya no iba a bombear mi cálida
leche hacedora de niños en mi útero favorito”, página 106, “
Esperar a
las señoras”, el relato que se lee con la sonrisa en los labios y la
envidia en las tripas.
Brown es el escritor de lo tremebundo narrado
desde la ironía autocomplaciente, o lo que es lo mismo, la ironía que empieza en
no tomarse demasiado en serio a uno mismo y termina en no considerarse el
ombligo del mundo. “
Todo indicaba que Mildred se había ido con un hombre que
tenía un pene enorme. La realidad me despejó un poco la cabeza, así que
fui a la camioneta, cogí otra cerveza y me dirigí hacia mi perro. Aún estaba
allí, seguía muerto, aunque para entonces ya había empezado a endurecerse
a causa del rigor mortis. Sabía que tenía que coger una pala y enterrarlo, pero
decidí que podía esperar a que amaneciera”, página 84, “
Amor malo y
feroz”.
Su escritura está llena de sorpresas
agradables, porque tan pronto muestra su lado más contundente en el uso del
lenguaje (...) o lo mismo resulta soez con su catálogo de casquería
escatológica
Brown es el creador, no de
personajes arquetipo de borrachuzo broncas y pedorro cuyo único mérito consiste
en quejarse de lo mal que le ha tratado la vida y patatín patatán. Eso parece
haberlo librado de esa admiración rendida que desde chupatintas a mecánicos
pasando por camareras, brindan a otros autores más trillados a los que cualquier
novel alguna vez quiso/quise parecerse/parecerme. Brown es el dios escritor que
vela por el chapuzas, del manitas provinciano que bebe más cerveza de la cuenta
y que se arrepiente del daño que le hace a sus hijos al “abandonarlos” en pos de
una quimera como la de ser escritor, y que es capaz de transmitir la dulzura, la
emoción que este experimenta al rozar sus cuerpecillos: “
Por la noche en la
tienda la abracé contra mi pecho y sentí su corazón que latía bajo su piel,
sentí su cabello sedoso que me rozaba la cara. Te mereces mejores padres que
nosotros, chiquilla, pensé. Intentaba hablar pero no le salían las palabras.
Debí de decirle “papi” quinientas veces durante aquel fin de semana para que lo
repitiera. Pero no lo hizo. Aunque sí sabía quien era papi. Eso era lo
principal. Puede que no tuviera la palabra en la cabeza, pero sabía quién era
papi”.
Puede que, puede que… Puede que Brown no sea un tío muy
variado en los temas de sus historias, con tres relatos en los que levita la
escritura como tema central en un total de diez, con poco menos de la mitad de
sus páginas dedicadas a esos relatos en este libro... La cosa es así. Pero
vuelvo a decir que su escritura está llena de sorpresas agradables, porque tan
pronto muestra su lado más contundente en el uso del lenguaje como dedica casi
una página completa a la lista de lo que ha comprado en el supermercado, o lo
mismo resulta soez con su catálogo de casquería escatológica (“…
estaba llena
de bultos y costras, marcas de estiramientos y celulitis, y callos en los pies,
además de que cuando iba al baño dejaba una peste insoportable. Supuse
que aquella cosita tan delicada ni siquiera tendría que cagar, sino que sólo se
tiraría unos pedetes fragantes llegado el momento. No quería ni pensar lo que
una buena polla podría hacerle. Quizá matarla.”), y luego de pronto se llena
de escrúpulos y elude transcribir los tacos que alguien dice (“
La estancia se
iba llenando con sus tacos, que apestaban a suciedad y vulgaridad. Casi me
estaban haciendo sentir vergüenza a mí mismo.”). En todos los casos habla el
mismo Leon Barlow.
Y qué decir de ese Larry Brown del esplendor poético,
el que hace sentir el frío o la tibieza de un lecho en el que los sueños (los
que se sueñan, y el acto físico) siempre son interrumpidos por la locura de
alguien que el destino puso a nuestro lado, el de la tristeza limpia y
destilada, el del dolor sin ira. Pues basta con decir el título de dos relatos
con una contención hercúlea, de una efectividad emocional plena, de un amor por
el personaje como pocas veces se ha podido ver, de edad y soledades sometidas a
un examen anatómico naïf: “
Viejos soldados” y
“
Sueño”.
Malo y feroz son dos calificativos que pondríamos
lejos de “amor”. Tan alejados como lo están de este libro, donde las cosas no
van nunca demasiado bien, pero tampoco demasiado mal, y donde el dolor es apenas
un zumbido molesto, crónico, un estado natural del que no se puede escapar, pero
del que nadie tiene la culpa… Bueno, si por casualidad no me expliqué bien,
agarre el libro, levante su mano derecha y repita conmigo: “
Larry Brown es un
escritor genuinamente estadounidense”.