La iniciación y la magia en la aldea
Desde el
momento en que ingresan en el campamento de iniciación, los niños tienen que
defenderse por sí solos sin la ayuda de sus parientes, pero los hermanos mayores
y los padres de los pigmeos se pasaban el día consolándolos y dándoles ánimos,
exponiéndose a que también se burlasen de ellos. A Masalito, en particular, le
importaba un comino convertirse en el hazmerreír de los aldeanos. Uno de los
niños, Kaoya, a quien circuncidaron en el campamento, recibió varios golpes
mientras caminaba con gran dolor hacia sus compañeros, que estaban sentados en
una fila de troncos. Inmediatamente después de hacerles el corte, les obligan a
sentarse y a cantar con los demás una de las muchas canciones de trabajo que
tienen que aprender durante los próximos meses. La música les distrae del dolor,
que resulta aún más considerable porque, después de la operación, envuelven la
herida en una hoja que contiene una medicina nativa muy salada. Viendo este
tratamiento tan agresivo hacia Kaoya, Masalito se acercó corriendo al pequeño y
le rodeó con los brazos para darle fuerza. Los aldeanos se rieron a carcajadas,
pero a Masalito le importaba más el niño que lo que pensaran los demás.
Al cabo de un rato, pidieron a los niños que bailaran y luego que se
tendieran sobre un lecho especial hecho de troncos partidos, uno al lado de
otro, sobre una estructura sencilla que los mantenía a medio metro del suelo.
Los niños se tumbaron boca abajo sobre los troncos con la cabeza apoyada en unas
almohadas hechas de hojas de plátano. Encima de la cama había un tejado
rudimentario, inclinado hacia el suelo en la parte posterior, pero abierto por
los lados y por la parte de delante. Del techo colgaba un plátano sagrado, que
los iniciados y los instructores balanceaban para ordenar de forma implícita a
los niños que se pusieran a cantar. A los niños les habían prohibido tocar el
plátano bajo amenaza de muerte.
Había muchas otras restricciones y
tabúes. Si se mojaban, sobretodo si se mojaban por encontrarse en la calle
cuando llovía, lo más seguro era que murieran. Estaba prohibido comer ciertos
alimentos. Los niños no podían comer con las manos y tenían que pinchar la
comida con palos. Estaba prohibido que comieran con sus parientes iniciados. El
sonido de la bramadera (un instrumento hecho de un trozo de madera que cuelga de
una cuerda y que produce un zumbido extraño cuando se hace girar) representaba
la voz de un demonio de la selva y los niños tenían que mostrar el debido
respeto y miedo cada vez que sonaba.
Durante el día, cuando los aldeanos
estaban presentes, fuera para instruirles o para visitarlos, los niños
observaban rigurosamente estas y otras innumerables normas. Según sus propias
reglas, los aldea nos no podían pasar la noche en el campamento. Solo los
«padres», donde se incluía a los padres biológicos y a los hermanos mayores de
los niños, tenían derecho a dormir en «el lugar del
nkumbi». En este
caso, los pigmeos eran los únicos que podían dormir allí. Los bambuti tenían
otras ideas muy diferentes. Sabiendo que tenía muchas ganas de estar con ellos
durante todo el período de aislamiento, me invitaron a alojarme en el
campamento. Al fin y al cabo, dijeron, yo era el padre de los ocho niños. De
este modo, me convertí en uno de los
baganza, los encargados de la
iniciación.
La invitación no fue un acto de menosprecio hacia los
aldeanos. Los pigmeos consideraron que sería divertido, sobre todo porque
confiaban en que les abasteciera de tabaco, vino de palma y otros lujos. Desde
su punto de vista, no perjudicaban a nadie. Desde el punto de vista de los
aldeanos, sin embargo, esta infracción iba a resultar en desastre, no solo para
mí sino para el resto de los
baganza. Pero aparte de ponerme sobre aviso
de la forma más severa posible, no hicieron ningún intento por desanimarme y
pronto aceptaron mi presencia.
De este modo, presencié el
nkumbi
desde el primer día hasta el último, noche y día. Y por la noche, cuando los
aldeanos ya se habían marchado, descubrí el verdadero significado del
nkumbi para la gente de la selva. En cuanto desaparecieron los
instructores y solo quedaron los pigmeos, los niños saltaron rápidamente de la
cama en la que tenían que dormir y se reunieron con sus padres alrededor del
fuego, donde comieron alimentos prohibidos en compañía prohibida y de forma
prohibida, es decir, con los dedos. Uno de los niños se subió a un tronco e
imitó la acción de hacer girar la bramadera que, por supuesto, nunca debería
haber visto. Los otros se entretenían con su juego favorito: dar puñetazos al
plátano sagrado. Un chaparrón era una invitación perfecta para salir corriendo
de la casa y quitarse toda la porquería que habían acumulado durante el día. Los
aldeanos no solo les prohibían mojarse, aunque fuera para lavarse, sino que se
pasaban el día embadurnándolos de los pies a la cabeza con arcilla blanca para
marcar su muerte como niños. A los pigmeos, que tendían a la limpieza, les
parecía inadmisible, y los padres siempre animaban a sus hijos a aprovechar
cualquier oportunidad para lavarse. Si por la mañana los aldeanos les
interrogaban al respecto, los niños solían contestar que habían pasado tanto
frío por la noche que se habían acurrucado todos y que la arcilla seguramente se
había caído mientras dormían. En realidad, los hombres llevaban mantas a los
niños y los mayores se mantenían calientes al lado del fuego. Kenge y yo
dormíamos al final del refugio, medio tapados por la cama de troncos. Casi todos
los otros adultos dormían al aire libre.
Tanto los niños como sus padres
se divertían burlándose, sin malicia, de los aldeanos, pero no por ello
quebrantaban sistemáticamente los tabúes. Se comportaban como tal porque las
restricciones, aparte de carecer de sentido, pertenecían a un mundo hostil. Los
aldeanos esperaban que el
nkumbi sometiera directamente a los pigmeos a
la autoridad de los antepasados tribales de la aldea; los pigmeos, naturalmente,
se encargaron de que eso no ocurriera y ellos mismos se lo demostraban
corrompiendo todas las costumbres.
Los aldeanos creían que el niño que
se iniciaba, fuera pigmeo o no, quedaba eternamente vinculado a todas las leyes
sagradas y laicas de la tribu. Además, los niños entraban en contacto directo
con lo sobrenatural, cuyos representantes en la tierra eran los mismos aldeanos.
Por lo tanto, si alguno de los niños pigmeos del
nkumbi ofendía a uno de
los aldeanos, también ofendía a lo sobrenatural, a los antepasados, de los
cuales recibiría un merecido castigo. Los aldeanos viven tan atemorizados por lo
sobrenatural y por su capacidad de derribar al transgresor con maldiciones tan
potentes como la lepra, el pian, la disentería y otras enfermedades, o
provocando que le caiga encima y lo hiera un árbol, que no les cabe en la cabeza
que alguno de los niños de la iniciación se atreva a ofender a los antepasados.
Por ese motivo estaban convencidos de que el
nkumbi les proporcionaba
total control sobre sus criados siempre problemáticos que se negaban a
comportarse como era debido.
Lo que resultaba menos evidente era la
razón por la cual los pigmeos se sometían a lo que ellos mismos consideraban un
ritual innecesario y brutal. El padecimiento de los candidatos del
nkumbi
empieza en el momento de la circuncisión. Durante los meses posteriores —que
suelen ser dos o tres, en lugar de los seis e incluso doce meses de antaño—, los
niños son sometidos una y otra vez a formas leves de tortura. La tortura puede
ser psicológica y no siempre física. Por ejemplo, un niño cuyo padre se negó
rotundamente a participar en lo que calificó de «una costumbre vacía y salvaje»,
pero luego permitió que su hijo ingresara en el campamento, se vio obligado a
burlarse de su padre a todas horas del día. Y el pequeño y dulce Sansiwake, que
insistió en levantarse de aquella cama dura para estar junto a sus compañeros
mucho antes de que se hubiera recuperado del todo, se vio obligado a fingir que
era grande y fuerte, y tuvo que cargar con unos bultos pesadísimos mientras
realizaba actos que resultarían degradantes para cualquier pigmeo, pero más para
un niño tan sensible. Cada niño tenía que aguantar una tortura similar.
El sufrimiento físico a veces empezaba siendo un juego para luego
convertirse en una cruel prueba de resistencia física. Un baile en cuclillas que
puede ser divertido durante unos minutos, pero dolerá mucho después de media
hora. Un golpe ligero dado con unas ramitas en la parte interior del brazo no
preocupa a nadie hasta que, tras unos días de repetidos golpes, la piel se pone
en carne viva, momento en el cual los aldeanos cortan muescas en las ramas para
que pellizquen con fuerza la piel de los pequeños, a menudo haciendo que sangre.
Y cuando los niños ya se han acostumbrado a que los azoten con ramas frondosas,
las sustituyen por las ramas de unos arbustos espinosos.
A los pigmeos
todo esto se les antoja severo e innecesario, y procuran vigilar de cerca a sus
propios hijos para asegurarse de que los aldeanos no llegan a los extremos que a
veces alcanzan con los niños aldeanos, aunque luego sean víctimas de cierto
desprecio. Para el aldeano, sin embargo, todo forma parte de un proceso de
fortalecimiento fundamental que los niños no aprenden naturalmente durante sus
vidas en la aldea. Los niños tienen que adaptarse a la vida adulta, y este es el
propósito del
nkumbi. En cuestión de meses los niños se convierten en
hombres fuertes y duros, física y mentalmente. El proceso, lejos de ser
agradable, es la única forma, bajo las condiciones tribales, de conseguir el
objetivo.
Los pigmeos comprenden y respetan estas costumbres, pero la
misma naturaleza de su existencia nómada, basada en la caza y en la recolección,
les proporciona todo el fortalecimiento y educación que requieren. Los niños
empiezan a encaramarse a los árboles a veces incluso antes de aprender a
caminar. Desarrollan una buena musculatura y superan el miedo mediante unos
atrevidos juegos que se realizan en lo alto de los árboles. A través de la
observación y la imitación, aprenden las actividades adultas desde una temprana
edad, porque los pigmeos llevan una vida siempre abierta. Su vida es igualmente
abierta dentro de las chozas minúsculas de una sola estancia como en medio de un
claro en la selva, de forma que los niños no necesitan instruirse en las
relaciones sexuales que ocupan una parte tan importante de las lecciones que
reciben los niños aldeanos durante el
nkumbi.
Los pigmeos
coinciden en que el efecto fortalecedor del
nkumbi es conveniente, aunque
la severidad del proceso es algo que condenan abiertamente y rechazan a menudo.
Al término de este
nkumbi en particular, el cambio experimentado por los
niños fue patente. Pero ese no es el motivo principal por el cual permiten que
sometan a los niños a la iniciación en la aldea, cuando nadie les obliga a
hacerlo por la fuerza. Si aceptan que ingresen en el
nkumbi de forma
voluntaria es porque son un pueblo orgulloso. Su contacto con los aldeanos es
inevitable y suelen pasar unas semanas del año en la aldea o entre aldeanos.
Estos consideran que cualquier adulto no iniciado sigue siendo un niño: lo
tratan con la misma falta de respeto, le privan de todos los privilegios y no le
permiten participar en las actividades reservadas para los adultos. Los pigmeos
que entran en el
nkumbi demuestran su madurez a los aldeanos de la única
forma que pueden. Cuando finalizó el
nkumbi, incluso Sansiwake tenía
derecho a entrar en cualquier
baraza de adultos y a participar en todas
las reuniones. Esto es lo que pretenden conseguir los pigmeos del
nkumbi,
y esto es lo que consiguen: una posición de adulto a ojos de los
aldeanos.
Su comportamiento muchas veces indica que el
nkumbi
únicamente representa este reconocimiento, sin tener en cuenta la deliberada
falta de respeto que muestran hacia las normas del
nkumbi y su
irreverencia hacia todo lo que los aldeanos consideran sagrado. Al final del
nkumbi, cuando todos hubieron regresado a la selva, los mismos niños que
habían podido caminar con libertad entre los hombres de la aldea, como hombres,
corrieron directamente a los brazos de sus madres. Volvieron a convertirse en
niños, sin ninguno de los privilegios concedidos a los pigmeos adultos de la
selva. Por encima de todo, no tenían derecho a participar en las canciones del
molimo reservadas exclusivamente para los hombres. Aunque se hubieran
convertido en hombres en la aldea, en la selva seguían siendo niños.
Lejos de demostrar que los pigmeos dependen de los aldeanos, el
nkumbi pone de manifiesto mejor que cualquier otra instancia la completa
contraposición que existe entre la selva y la aldea. Los pigmeos de la selva
rechazan todos los valores de la aldea de forma consciente y enérgica. Cuando se
hallan en la aldea, se adaptan temporalmente a sus valores y a sus costumbres y
evitan profanar los valores tan sagrados de la selva manteniéndolos lejos de la
aldea. Ese es el motivo por el cual nunca cantan sus canciones sagradas en la
aldea como las cantan en la selva y la razón por la que se niegan a consagrar el
nkumbi con una música especial, aunque todos los otros acontecimientos
importantes de sus vidas estén marcados por sus melodías. Existe un abismo
insalvable entre los dos mundos de los dos pueblos.
Los pigmeos tienen
una forma natural de adaptarse a la vida adulta. Un niño demuestra que es capaz
de alimentar a su familia el día en que mata su primer animal de verdad, y
demuestra que es un hombre cuando participa en el
elima.
Nota de la Redacción: este texto corresponde a un extracto del
capítulo XII del libro de
Colin
Turnbull,
La
gente de la selva (milrazones, 2011). Queremos
hacer constar nuestro agradecimiento a la
Editorial
milrazones en la persona de su editor,
Jesús Ortiz, por
la gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.