“
Mueve el culo. Ya he untado al que se encarga del asunto. También va a
largarse y no quería encender la sauna tan tarde”, leemos decir al suegro de
Joanes, el alma mater
de
Padres, hijos y primates. Hablan
dos metros de carne a lo alto por casi dos metros a lo ancho.
Resuelta
esta fórmula arquetípica de bar de carretera de la Norteamérica menos
cool, esa concesión al realismo sucio en cuanto al lenguaje, el autor
despliega su tramoya, su literatura con denominación de origen: el inquietante
relato de una mínima
road movie, una aventura a escala reducida pero
intensa, en la que el protagonista nos lleva de la mano a visitar aquel pasado
que le deparaba una fulgurante carrera como ingeniero de prestigio en una firma
de automática. Y con la otra mano nos cruza de acera a un presente en el que
todo está patas arriba y en el que el huracán no es más que la guinda que
termina de derribar el castillo de naipes que es la vida de este hombre, de
Joanes.
Pero antes de nada tengo la impresión de que Jon Bilbao consigue
inocular en el lector dosis sabiamente calculadas de incertidumbre. Leo en la
contraportada del libro: “
En el trayecto se encuentra por sorpresa con un
antiguo profesor de la universidad, que huye también del huracán. El profesor,
un reconocido matemático, tiene un carácter manipulador que invita a desconfiar
de cuanto hace y dice”. Y en ese “invita” está la clave de esta novela
escrita en clave de relato. Clave de relato porque todo es contundente pero no
hay nada definitivo, el lector tiene que seguir digiriendo la historia después
de tragarla, decidir qué hay de verdad. Todo en esta novela “invita” a mirar por
detrás. Pongamos como ejemplo la dignidad herida de Joanes. Su suegro, el viudo
grandón, adinerado, que en parte mantiene los caprichos de su hija, de su nieta
y del mismo Joanes, los invita a ir a México porque allí ha dispuesto celebrar
su boda (se casa con una Barbie Melones). Pero claro, a Joanes no le gusta lo de
“Dame pan, y luego dime tonto”, solo le gusta lo de “Dame pan”. ¿Por qué
entonces no corta Joanes el cordón umbilical (o la cadena de oro) que lo une al
suegro? Pero este Bilbao gira la cosa para que consideremos solo el lado
chulesco del abuelo, su afán de auditor de cuentas.
Nosotros como lectores deberemos
dudar de un narrador que a toda costa nos quiere meter una bola (la del Joanes
víctima). Narrador inteligente: apenas nos deja mirar por una rendija y ya
abandona, no la bola, sino la pelota, en nuestro
tejado
Aunque el suegro, la nueva suegra, la
esposa y la hija de Joanes quedan barridos de la escena tan pronto como se les
acomoda (o “incomoda”, dado que tienen que compartir habitación) en el
Valladolid mexicano. No van por ahí los tiros, o los vientos racheados. El
verdadero conflicto de la novela se anuda entre Joanes y su antiguo profesor de
Cálculo numérico en la Escuela de Ingenieros.
Joanes se ha retrasado en
la evacuación del hotel, ha perdido el convoy que habría de apartarlos hacia el
interior del país. Eso porque cogió el coche de alquiler para dar un rule y
atropella a una chimpancé. Ya sé que México lindo no es un país donde uno no
espere encontrar primos nuestros, ya sé que parece un detalle disparatado que
“invita” a echarse unas risas, pero no estamos ante otra licencia del autor, y
para no decir mucho, ya advierto que todo lo sembrado se recoge más adelante.
Joanes, hombre al que el narrador nos presenta como alguien a quien la
vida ha tratado ¿tan mal?, va camino de Valladolid desde el Yucatán, para
reunirse con la familia. La cosa no empeora solo por causa del tiempo
atmosférico. En plena cuneta ve a su antiguo profesor de cálculo numérico y su
esposa inválida, a quienes desde luego tenía que haberse encontrado en España y
no aquí, arrojados por la fuerza tras el motín que se produce en el autobús que
los sacaba del huracán (eso en palabras del profesor).
Paralelamente a
las turbulencias exteriores y aprovechando el viaje en coche con el matrimonio,
los posos de memoria de Joanes empiezan a revolverse. Ahora resulta que está
sacando del atolladero a aquel que se supone que tanto daño le hizo. ¿Quién lo
supone? Joanes, el envidiado y brillante estudiante de ingeniería a quien no
sabemos si realmente el profesor hizo tanto mal. Y es que por encima de todo
está la duda. Incluso por encima de la ciencia, como se plantea en la acalorada
discusión entre los dos hombres, dos machos alfa que quieren tener la razón y a
quienes la esposa del profesor debe recordar su falta de raciocinio a expensas
de su enfrentamiento verbal en torno a cuestiones científicas (sí, científicas,
y es que la novela brilla en el universo del género negro a partir de ese
apartarse de los convencionalismos del género: situaciones poco probables y casi
disparatadas que cobran una lógica implacable en el transcurso de la narración).
Nosotros como lectores deberemos dudar de un narrador que a toda costa
nos quiere meter una bola (la del Joanes víctima). Narrador inteligente: apenas
nos deja mirar por una rendija y ya abandona, no la bola, sino la pelota, en
nuestro tejado. ¿Joanes envidia al profesor? ¿Qué hay de obsesivo en su fijación
por este hombre? ¿Es un resentido que quiso alcanzar su reconocimiento y no lo
logró? Puede tardar poco más de un día en terminar el libro. Decidir quien es el
malo le va a costar más. La duda nos aleja de los autómatas (bueno, eso si
exceptuamos la lógica fuzzy) y nos acerca a los primates. Desde luego es más
divertido.