Sin embargo, los planes de austeridad, el incremento de los impuestos,
principalmente del IVA, y el aplazamiento de los programas de inversiones
públicas fueron sobre todo un asunto de la Administración General del Estado,
pues, por el contrario, las Comunidades Autónomas, consideradas en su conjunto,
continuaron actuando como si la crisis no tuviera nada que ver con ellas. Entre
tanto, sus ingresos ya desde 2008 se habían visto severamente afectados por el
descenso en la recaudación fiscal; y sus gastos continuaban creciendo impulsados
por los aumentos de costes en los servicios —
de manera muy
importante en la sanidad—, la proliferación de entes, empresas y
organismos públicos —que en los años de crisis pasaron de 2.280 a 2.386— y,
sobre todo, la contratación de personal —que alcanzó hasta 195.000 personas en
ese mismo período—. No sorprende, por ello, que el déficit autonómico, en vez de
moderarse, continuara multiplicándose. Y, así, mientras que en 2007 apenas
llegaba a una cifra igual al 0,2 por ciento del PIB, en 2008 ya tuvo una entidad
equivalente al 1,6 por ciento de esa macromagnitud, un año más tarde había
crecido hasta el dos por ciento y en 2010 se situó en el 3,4 por ciento.
La principal secuela económica del déficit es el endeudamiento. La deuda
autonómica se ha duplicado durante los años de la crisis, pasando de un poco
menos de 60.000 millones de euros en 2007 a algo más de 120.000 en el momento
actual. El endeudamiento ha crecido de una manera excepcional en Cataluña,
Castilla-La Mancha, País Vasco, Baleares, Aragón, Murcia, Navarra y La Rioja. Y
en algunos casos, como el de Cataluña y la Comunidad Valenciana, su nivel
absoluto es tan elevado que las correspondientes Administraciones han encontrado
ya severas dificultades para poder refinanciar sus vencimientos.
Si tenemos en cuenta la dinámica
desbocada que han seguido las cuentas públicas en las Comunidades Autónomas, se
hace ya imprescindible poner freno a su gasto, reordenar sus competencias y
entrar en una nueva manera de conducir el Estado
autonómico
Un alto endeudamiento puede
comportar unas muy negativas consecuencias para el crecimiento de la economía,
especialmente si, como es el caso, la deuda se ha emitido para financiar el
gasto corriente de las Administraciones Públicas y no supone, por tanto, aumento
alguno en el capital disponible. Digamos que, a través de la deuda, lo que se
hace es cargar el gasto actual sobre las generaciones futuras. Éstas dispondrán,
por ello, de menos recursos para acumular capital y verán lastrada su capacidad
para sostener la expansión de la renta. Además, si el endeudamiento es elevado,
la confianza de los compradores de títulos de duda pública disminuirá; y ello
hará que se eleven los tipos de interés a los que están dispuestos a prestar su
dinero. El Banco de España, en su reciente
informe
anual sobre la economía española, lo ha recordado con estas
palabras:
«Es importante tener en cuenta que los tipos de interés y el
crecimiento potencial de la economía dependen de la dinámica de la deuda. En
concreto, cuanto mayor es el nivel de deuda y su tasa de crecimiento, mayores
serán los tipos de interés a los que habrá que financiarla y menor el
crecimiento potencial. Las estimaciones disponibles muestran que un incremento
de 10 puntos del PIB en la ratio de deuda genera un incremento de 50 puntos
básicos [0,5 puntos porcentuales] en los tipos de interés de largo plazo y una
reducción del crecimiento del PIB real per cápita de 0,15 puntos porcentuales
por año».
En consecuencia, si tenemos en cuenta la dinámica desbocada
que han seguido las cuentas públicas en las Comunidades Autónomas, se hace ya
imprescindible poner freno a su gasto, reordenar sus competencias y entrar en
una nueva manera de conducir el Estado autonómico si no se quiere que éste acabe
lastrando severamente las posibilidades de recuperación de la economía española.
Los cambios en la distribución del poder, tras las recientes elecciones
autonómicas, han dado entrada a un planteamiento fuerte de austeridad en el
gasto presupuestario de algunas regiones como Baleares o Castilla-La Mancha
donde se han anunciado fuertes recortes en el tamaño del cuadro directivo de la
administración, además de otras medidas de contención de los costes de ésta. Y
parece ser que el Partido Popular, en tanto que partido dominante en el nuevo
cuadro regional, ha alentado a los demás gobiernos a seguir por esa senda. Sin
embargo, este loable esfuerzo no será suficiente para volver llegar al
equilibrio presupuestario si no se añaden a él otros elementos adicionales. Es
el caso de la disminución del empleo público, para lo que se precisa restringir
al máximo la oferta correspondiente renunciando a la reposición de la mayor
parte de las plazas que van quedando vacantes. También ha de añadirse la
necesidad de reducir el tamaño del sector empresarial autonómico mediante una
política de privatizaciones como la que, en la década de los noventa, se puso en
marcha con relación a las empresas públicas estatales, pues no se puede olvidar
que ese sector acumula actualmente una deuda superior a los 17.000 millones de
euros que se añade a la de las Administraciones de las que depende. Además,
deben introducirse reglas de evaluación de la eficiencia en la gestión de los
servicios públicos que proveen las Comunidades Autónomas. A este respecto, por
ejemplo, recientemente se han destacado las
importantes
ineficiencias en las que incurren las Universidades españolas como
consecuencia de una asignación excesiva de recursos a la oferta de titulaciones
que tienen una demanda muy limitada —lo que supone un coste superior a los 2.100
millones de euros—, o también de la insuficiente dedicación de sus profesores a
la investigación —dado que la cuarta parte de ellos «no produce resultados
científicos que hayan podido ser evaluados y reconocidos» y, por otra parte, «la
relevancia de la producción que se realiza está a una distancia de más del 20 %
de los valores del entorno europeo»—. Y otro tanto podría añadirse con respecto
a los servicios sanitarios o a la educación obligatoria.
Desde mi punto de vista no se trata
de limitar la autonomía de las regiones, sino más bien de deslindar claramente
las competencias del Estado y las de las Comunidades Autónomas, y de establecer
reglas que impidan el ejercicio invasivo de cualquiera de ellas por las
Administraciones a las que no les
corresponden
Todo ello, a su vez, es
necesario enmarcarlo en una reordenación competencial del Estado autonómico.
Desde mi punto de vista no se trata de limitar la autonomía de las regiones,
sino más bien de deslindar claramente las competencias del Estado y las de las
Comunidades Autónomas, y de establecer reglas que impidan el ejercicio invasivo
de cualquiera de ellas por las Administraciones a las que no les corresponden.
Además, sería bueno reforzar los sistemas de cooperación entre administraciones
para disminuir los costes de los servicios —por ejemplo, en el caso de la
sanidad, para adquirir centralizadamente medicamentos o equipos médicos—. Y
también se requiere dar al Estado un papel más destacado en el control
financiero de las autonomías volviendo a reformar la ley de estabilidad
presupuestaria y estableciendo para todas las Administraciones un techo anual de
gasto mediante la aplicación de una regla común a todas ellas que, como ha
propuesto la Comisión Europea, vincule su aumento al del crecimiento nominal del
PIB. Asimismo, el Estado debería asumir su capacidad para proceder a la
armonización de las regulaciones autonómicas y atajar así la
fragmentación
potencial del mercado interior nacional, pues como han destacado
recientemente los profesores Cabrillo, Biazzi y Albert en una nueva edición de
su excelente trabajo sobre la
Libertad
Económica en España 2011, «si la unidad de mercado se ve
amenazada en diversos aspectos se debe a políticas regulatorias e
intervencionistas dirigidas a favorecer a grupos de interés con suficiente poder
en sus regiones como para influir en sus gobiernos autonómicos para que orienten
sus políticas en su beneficio particular».
En resumen, la crisis
económica ha puesto dramáticamente sobre la arena política la necesidad de
abordar en España la cuestión del ajuste autonómico. No se trata de un asunto
fácil ni exento de controversia, sobre todo porque la apelación a sentimientos
regionalistas o nacionalistas abre una brecha para el empleo de la demagogia —y
no del debate racional— en la confrontación partidaria. En
un trabajo
anterior, publicado por
Ojos de Papel, destaqué que nuestra
mejor investigación académica ha puesto de relieve que, en la práctica, no ha
existido un dividendo económico de la descentralización, que la autonomía
regional no ha añadido ningún impulso al desarrollo económico de España y de sus
Comunidades Autónomas. Ahora lo que nos planteamos con urgencia es la necesidad
de evitar que el modelo descentralizador que se ha venido configurando durante
las tres últimas décadas, acabe pesando de tal manera sobre nuestra economía que
ésta quede instalada durante largos años en el
estancamiento.