Winston Churchill es sin duda una de las figuras más importantes del siglo
XX. Su vida política se extendió de 1911 a 1955, cuarenta y cuatro agitados años
durante los cuales el mundo se vio envuelto en dos guerras mundiales y las
relaciones geopolíticas dieron un giro de 180 grados. Dos veces Ministro de la
Marina (Primer Lord del Almirantazgo), Ministro para Pertrechos de Guerra,
Ministro del Interior, Ministro de Hacienda, dos veces Primer Ministro y miembro
de la Cámara de los Comunes tanto por el Partido Liberal como por el
Conservador.
Fue también soldado y periodista. En marzo de 1916 en el
frente occidental una granada alemana estuvo a punto de alcanzarlo. “Diez metros
más a la izquierda –escribió a Clementine, su esposa- y hubiera sido el fin de
una vida de altibajos, el obsequio final e inapreciado para un país
malagradecido”.
Orador compulsivo y escritor enorme y prolífico, dejó,
en la azorada reflexión de David Cannadine, “Una incomparable e intimidante
montaña de palabras”. Según las cuentas de este editor, entre 1900 y 1955,
Churchill pronunció en promedio un discurso a la semana: ocho volúmenes con más
de cuatro millones de palabras.
He aquí a un hombre notable en todos
los sentidos, incluyendo los excesos y las pasiones, cuya infancia y juventud,
sin embargo, no fueron preludio de nada
sobresaliente
En 1953 Churchill recibió el
Premio Nobel, mas no por su extraordinaria carrera como estadista, sino por su
obra literaria (que por cierto hoy comienza a cuestionarse). He aquí a un hombre
notable en todos los sentidos, incluyendo los excesos y las pasiones, cuya
infancia y juventud, sin embargo, no fueron preludio de nada sobresaliente. Al
contrario, fue un niño enfermizo y torpe, nada brillante y rechazado por sus
compañeros de escuela. Era bajo de estatura, más bien jorobado, de andar torpe,
piel delicada, mentón débil y cintura generosa. Y como si todo eso no fuera
desgracia suficiente, tartamudo.
Winston Leonard Spencer Churchill nació
en 1874 en el palacio Blenheim de Oxfordshire, al oeste de Londres, hijo del
político conservador Lord Randolph Churchill y de la norteamericana Jennie
Jerome. Fue descendiente directo de John Churchill, primer duque de Marlborough
(1650-1722) y tuvo una infancia solitaria criado por su nana, la señora Everest.
Recibió instrucción en la escuela Harrow, en donde fue una medianía. Lo
admitieron en el colegio militar de Sandhurst después de presentar tres veces el
examen de admisión y causó alta en el Cuarto Cuerpo de Húsares en 1895, el año
en que su padre murió.
El lector recordará de anteriores entregas una
frase que me gusta repetir a riesgo de caer en el odiado lugar común:
una
permanente autoconstrucción interna. Es decir, esa capacidad que todos
llevamos pero que pocos ejercen, que impulsa sin cesar el crecimiento emocional
e intelectual. Algo así como el aprendizaje y la educación permanentes. Creo que
Winston Churchill
es el ejemplo más acabado de ello. Para ser estadista
tuvo que ser orador. Para ser orador no podía ser tartamudo...
ergo,
superó ese impedimento a pura fuerza de voluntad.
En la constelación de
nombres y hazañas que pueblan la historia de la
Pérfida Albión,
Winston Churchill es sin duda uno de los que más evocan la imagen del
sacrificio generoso, la valentía ante la adversidad y el amor férreo a la
patria, virtudes acentuadas por una elocuencia magnífica fijada en una prosa
dura y limpia como metal bruñido.
¿Cómo construir la capacidad de
decir tantas cosas en tan pocas palabras? Sólo los verdaderos estadistas tienen
ese don
Por eso resulta un tanto asombroso e
incómodo, al recordar las virtudes de este hombre, contrastarlas con el juicio
que mereció de sus compatriotas durante una buena parte de su carrera:
Inflado, huero, superficial, ofensivo, insensible, administrador mediocre,
inestable... parece que los adjetivos críticos fueron tan abundantes en su
vida como los elogiosos son hoy a su memoria.
David Cannadine juzga que
“parte del problema fue que lo mismo exuberante de su retórica y la
desconcertante facilidad con que la aplicaba a causas diversas e incluso
contradictorias, sirvió para reforzar la sensación difundida desde muy temprano
en su carrera y hasta bien entrada la década de los cuarenta, de que era un
hombre de temperamento inestable y juicio deficiente, sin pizca del sentido de
las proporciones [...] Además, la prosa bruñida de Churchill frecuentemente
asestaba graves ofensas y reforzaba otra crítica extendida: que era por completo
insensible a los sentimientos de los demás [...] Como una vez dijo Attlee, ‘el
señor Churchill es un gran amo de las palabras, pero es algo terrible cuando el
amo de las palabras se convierte en un esclavo de ellas, porque nada hay tras
esas palabras, sólo son frases ofensivas’ [Su oratoria] con frecuencia sonaba
falsa, vana, pomposa e inflada [...] Después de escucharlo, una mujer opinó que
era ‘un ridículo hombrecillo, detestable cual actor cómico’, con sus brazos
cruzados, ‘su mechón alborotado y su vocecilla de teatro popular’.
Conocí a mujeres y hombres que aún recordaban con emoción las arengas de
Churchill transmitidas por la bbc, y su tono de voz más bien apagado que
contrastaba con las ideas certeras y las metáforas deslumbrantes de sus
discursos. ¿Cómo construir la capacidad de decir tantas cosas en tan pocas
palabras? Sólo los verdaderos estadistas tienen ese don. El 18 de junio de 1940,
en una de las horas negras de la nación, en vísperas de la “Batalla de
Inglaterra”, con el sombrío sentimiento de que el pueblo inglés llevaba a sus
espaldas todo el peso de la agresión nazi, Churchill se dirigió a la Cámara de
los Comunes en una alocución memorable:
“
Seamos fuertes en nuestro
deber, y con tanta fortaleza, que si el Imperio Británico y el Commonwealth
existieran dentro de mil años, la humanidad seguiría diciendo: Este fue su gran
momento.”
El Diccionario Oxford de Citas
Célebres consigna 54 referencias a Churchill, lo que lo coloca en el nivel
de los clásicos de la antigüedad
Dos meses
después, el 20 de agosto, ya con las bombas alemanas cayendo día y noche sobre
el país, de nuevo subió a la tribuna para expresar magistralmente el sentimiento
de la nación hacia el puñado de bizarros pilotos de combate que defendían los
cielos de la Patria:
“
Nunca antes en el campo del conflicto humano,
tantos debieron tanto a tan pocos.”
El
Diccionario Oxford de
Citas Célebres consigna 54 referencias a Churchill, lo que lo coloca en el
nivel de los clásicos de la antigüedad. Y la lectura así sea a vuelapluma de sus
discursos es un viaje de asombros por su capacidad para construir imágenes
siempre sugerentes, con frecuencia deslumbrantes y en ocasiones hilarantes.
Algunas tomadas al azar:
“Los imperios del futuro serán los imperios del
espíritu” (6 de septiembre de 1943);
“Desde Stettin en el Báltico hasta
Trieste en el Adriático, una cortina de hierro ha descendido a lo largo del
continente” (5 de marzo de 1942);
“Si Hitler invadiera el infierno,
hablaría a favor del diablo en la Cámara de los Comunes” (11 de noviembre de
1940).
Su sentido del humor también fue legendario. Según recordó su
hijo en una entrevista con la bbc en 1992, durante una estancia como huésped en
la Casa Blanca, salió de la regadera -se imaginará usted en qué atuendo- y se
topó con Roosevelt. Sin inmutarse, Churchill expresó:
“¡El Primer Ministro no
tiene nada que esconder al Presidente de los Estados Unidos!”. Otra
anécdota que se popularizó con otros personajes y otros ingredientes, se debe a
la memoria de Consuelo Vanderbilt. En una reunión, Churchill se topó con Nancy
Astor, con quien tenía un mutuo desagrado. Con fingida sonrisa y agudo
sonsonete, la mujer le dijo: “Milord, si yo fuera su esposa… le pondría veneno
en su café…” A lo que respondió el estadista: “Señora, si yo fuese su marido...
¡lo bebería!”.
Nonagenario, enfermo y agotado el cuerpo, ya cerca de la
muerte, Winston Churchill se presentó en la ceremonia de graduación de
Sandhurst, su
alma mater, para dirigirse a la nueva generación de
cadetes. Durante la ceremonia estuvo dormitando. Cuando llegó el momento de su
discurso, ese hombre que fuera “amo y esclavo de la palabra” y uno de los
ingleses más conocidos de todos los tiempos, hubo de ser auxiliado hasta el
podio desde donde, encorvado pero con el mismo fuego de siempre en la mirada,
pronunció su último y, me parece, el más extraordinario de sus
discursos.
“¡Jóvenes!”, dijo:
“¡Nunca se rindan!”
“¡Nunca!” “¡Nunca!”
“¡Nunca!”