En definitiva, quiero que ustedes sepan que tan pronto ha empezado este
innombrable sainete, estoy deseando que termine.
Para empezar, quiero
explicarles que soy un hombre madurito, nacido a finales de los cuarenta donde
las nefastas secuelas de la guerra civil afectaban a la economía, a la vida
social y a un sinfín de factores que impedían que la gente de aquella época
tuviera la mínima felicidad que todo ser humano merece.
Ya en el maldito
día que nací empezaron mis desdichas en el útero materno, donde por lo visto
quería dejar clara mi tendencia a escoger caminos equivocados en la vida. Estuve
a punto de morir ahogado con el cordón umbilical, que por cierto demostró más
consideración que mi inventor, ya que quería evitarme sufrimientos en una vida
que intuyó no agraciada.
Cuando noté el frío contacto con el exterior,
oí a la comadrona exclamar que había salido más morado que la casulla de un cura
en Semana Santa. Escuché cómo le pidió a alguien un puro habano, que encendió
para echar en mi boca y nariz una bocanada de humo, lo que me provocó una
expectoración que me ayudó a respirar.
Supongo que debido a ese primer
pasaje de mi vida, tan accidentado, me convertí en un fumador empedernido,
aparte de compulsivo, que me ha provocado problemas respiratorios a lo largo de
mi vida. Ahora soy un asmático irreversible.
A mi madre no la conocí.
Parece ser que nací tan feo – supongo que debido al linchamiento que su
organismo provocó en mis orígenes – que me abandonó el primer día. Mi padre
nunca apareció ni supe quién era. Una vecina se preocupó de mí los primeros
días, pero acabó llevándome a unas monjitas de un convento cercano que me
criaron hasta que tuve dieciocho años.
A partir de ahí e impulsado por
un imán desconocido para mi, pero que no era ni más ni menos que el tirón de la
juventud hacia todo lo desconocido, me escapé pensando que todo el monte es
orégano, cuando ni siquiera sabía que diantre era el orégano. Tuve varios
trabajos pero de todos me despidieron – había estado demasiado tiempo con
monjitas que habían hecho de mí una buena persona pero no me habían preparado
para la vida moderna – unas veces por demasiado blando, otras por no conocer la
psicología de los clientes, otras por no saber convencer para una venta sencilla
o no aprender a manipular una simple máquina, entre otros. Y así transcurría mi
vida profesional, entre la oficina de empleo y la habitación de una lúgubre
pensión que no podía pagar pero que mantenía gracias a que la dueña se
encaprichó de mí – nunca entendí por qué – y me perdonaba las pensiones.
Un día llegó el amor como algo inevitable para todo ser humano. Conocí a
una chica estudiante – Marta – que no tenía mucho dinero y se alojó en la
pensión. Me convertí en un robot embelesado que solo se alimentaba de la
presencia de la belleza en cuestión y de su mirada. Dejé hasta de comer y fumaba
más compulsivamente que antes, si cabe. Un día armándome de valor me declaré,
pero estaba tan nervioso que me empezaron a salir vocablos irracionales
acompañados de pitos provocados por mi asma, además de que al acercarme al hada
de mis sueños, ella pudo cerciorarse de mi acentuada fealdad y no digamos de mi
halitosis de tabacalera industrial. Todo acabó en un bofetón y en unos
improperios estruendosos expulsados por aquella boquita que mi mente había
reservado para otras cosas.
Gracias autor por hacerme “tan feliz”,
porque ¿saben qué ocurrió a continuación? Pues que al enterarse inevitablemente
la dueña de la pensión, montó una escenita de celos y me echó a la calle sin
contemplaciones.
No puedo evitar interrumpirte autor para decirte que te
odio y te desprecio profundamente por haberme reservado esta vida ¿no podías
haber elegido a otro?
Después de mi romántico fracaso, entré en una fase
de mi vida en la que la depresión era el estado habitual de mi mente.
Actualmente no tengo trabajo, mis niveles de raciocino están bajo mínimos y mi
aspecto en nada se parece a un galán de película.
Sólo estoy contento de
una cosa y es que ese autor del tres al cuarto que me ha desgraciado la vida ya
va por la última hoja. Acaba por favor con mis infortunios, porque ¿qué puedo
esperar de la vida que me has reservado?
Con ese deseo transcurrían mis
días, alojado debajo de un puente como les ocurría a los infaustos personajes de
los cómics de los años cincuenta.
Un día dormitaba entre deshechos y
aguas residuales que aquel puente tenía a bien obsequiarme cotidianamente,
alimentando una pestilencia digna de ofender hasta la pituitaria más insensible,
cuando recibí una visita. Era un hombre con aire intelectual, aspecto bohemio,
barba de varios días y cabello cano. Se limitó a mirarme fijamente con expresión
algo compungida y sin decir nada me entregó un paquete. Lo abrí no sin cierta
excitación, encontrándome un espejo, una carta y un sobre grande. Empecé por el
sobre grande: Se trataba de una escritura en la que constaba como propietario de
unas fincas valoradas en tanto dinero que no fui capaz de tener conciencia de
él. Abrí la carta emocionado y pude leer una declaración de amor de una tal
Marta, arrepentida de un desprecio que tuvo lugar en el pasado, diciéndome que
le gustaría volverme a ver. Finalmente desbordado por tantos acontecimientos
inesperados, cogí el espejo mirándome en él. Mi sorpresa no tuvo límites al
reflejar un rostro maduro, agraciado, bien peinado y sin marcas de desgastes
propios de una vida infortunada.
Me giré rápidamente hacia mi benefactor
que había iniciado su camino de regreso y empecé a gritarle que me explicara
todo aquello, dándome cuenta que de repente mis sonidos guturales no iban
acompañados de los clásicos pitos del maldito asma que siempre fastidió mi vida.
El personaje en cuestión, solo se giró una vez y mirándome fijamente me
musitó una sola palabra: PERDÓNAME.