RODRIGO
Rodrigo Ibáñez se sentó en el banco para observar a las
palomas. Sabía perfectamente que eran unos bichos tontos, y para algunos una
plaga, como las ratas, pero a él le gustaban. Además, qué sabrían ellos, al fin
y al cabo les rodeaba la belleza y no la veían ni por casualidad. De alguna
manera le parecía lógico que pensasen que no valía la pena sentirse rodeado de
aquellos pájaros bobos. Sin embargo, a él los arrullos le insuflaban de una
bella melancolía que sonaba a mar y olía a maíz. Todo tenía un porqué.
Aquella vez paseaba por una callejuela oscura, húmeda de orines. De
repente llegó a una plaza cuadrada, pequeña, con el suelo rojizo y terroso, sin
un triste árbol y rodeada de bloques altos y grises. La luz se filtraba por el
intersticio que existía entre edificios, posándose en un banco que allí había, y
sentado en él un vagabundo lleno de miseria, rodeado de cientos de palomas,
parecía sermonear a los animales. Se acercó disimuladamente y escuchó cómo el
pobre hombre, dignificado por los rayos del sol, les hablaba en inglés y con los
brazos en alto. Parecía querer advertir y aterrorizar a su peculiar auditorio
del fin del mundo, o de los peligros del pecado. De vez en cuando bajaba uno de
los brazos, se rascaba el cuello lleno de churretes, y lo volvía a levantar con
gesto rápido y amenazador.
Era uno de aquellos primeros días ociosos y
encontrar algo tan fuera del guión le sorprendió. Todos aquellos pájaros
rodeaban al mugriento perdedor, como si fueran un coro de ángeles infectos, y
salpicaban la tarde con la luz intermitente que provocaban sus crípticos
aleteos. Estuvo toda la tarde pensando en aquel hombre, en aquel símbolo de la
derrota. Había algo familiar detrás de las barbas, de la roña, de las uñas
largas y rotas, de aquella sensación de aislamiento que transmitía, de cómo
bajaba los ojos, de aquella violencia latente. Estaba claro que en algún período
de su vida la locura le fue cercando, poco a poco. Rodrigo se lo imaginaba de
niño: cuerdo y jugando en un parque muy parecido a aquél en el que se lo
encontró. “¿Cómo es posible que una sucesión de acontecimientos te puedan abocar
a ese estado? ¿Es que nada tiene sentido? ¿O acaso no somos más que esclavos del
destino y lo único que tenemos que hacer es esperar que no nos alcancen la
miseria y la locura? ¡Qué frágiles somos! El más seguro de sí mismo, el ganador,
cualquiera puede irse al garete por una combinación de pequeños dramas
cotidianos, por un error de cálculo al frenar… Además, ¿dónde coño habrá
aprendido inglés?… ¿O será anglosajón?… Y entonces… ¿cómo llegó aquí?” Y así
estuvo todo el día, con el vagabundo dentro de su cabeza, tejiendo nuevas redes
y perforándole hasta la última capa.
La decepción, que siempre acaba
llegando, le sorprendió mientras contaba a un par de amigos la anécdota del
vagabundo y las palomas que para él había sido algo más. Las miradas de pez que
le observaban sin rastro de vida parecían querer decir: “Vale, vale, pero que
sepas que estamos locos por cambiar de tema, menuda chorrada nos estás
contando”. Las pocas veces que Rodrigo ha intentado explicarle a alguien su
teoría de que la realidad que nos rodea no es exactamente como creemos que es,
que todo es más complejo, que hay millones de fuerzas que intervienen
directamente en lo que con vanagloria llamamos “nuestra vida”, que no somos
responsables, que trabajar es un camelo… pues no le han hecho mucho caso, la
verdad. Incluso una vez se percató de que en un bar se reían a sus espaldas tras
una de sus afirmaciones encendidas, ahogando risas y gesticulando
subrepticiamente como si estuviesen de vuelta de todo. “Todo el mundo sabe que
los imbéciles no están de vuelta de nada”, pensó aquella vez con la crueldad
fina que nos proporciona el sentido del ridículo. Y bueno, luego hizo lo de
siempre, consolarse un poco pensando que estos que no le hacían caso eran los
mismos que no se fijaban en las temblorosas luces que recortaban la oscuridad
del túnel, unos segundos antes de que el metro apareciese. Ni veían los
hierbajos que crecían en los puentes, o en la base de las farolas. Ni siquiera
se sorprendían al sentir dentro de sí al animal del que intentábamos huir
infructuosamente, y que existía palpitante debajo de los perfumes y las
chaquetas. Aunque Rodrigo, que responde mal ante las presiones externas, sabe
que sólo le da por criticar cuando está jodido o se ríen de él. “Lo mismo es el
odio quien juzga, y no yo.”
A Rodrigo le gusta pasear. Camina sin prisa,
sin preocupaciones. Una larga zancada da la bienvenida a la otra con curvas y
rítmicas reverencias. Da la sensación de que sus piernas anuncian, a cada paso,
un amago de genuflexión. Parece que le van a fallar las rodillas y se va a
desmoronar, pero en el último momento se vuelve a alzar y cae distraídamente el
próximo paso. Siempre mira al frente, con los ojos muy abiertos, expectantes,
ávidos de mundo, y una sonrisa mínima y trémula suele adornar su rostro.
Para él en la calle se encuentra el secreto más importante y a la vez
más baladí de todos: nuestra insignificante existencia. Es un “voyeur” de lo
íntimo, pero no de lo erótico. Cada día sale de casa y comienza su pequeña
aventura urbana: una situación sin importancia que le da la oportunidad de
hacerle un pequeño favor a una persona mayor; un tropezón que se soluciona
gratamente con un “perdona” y una sonrisa; una ambulancia con la sirena a tope;
una manifestación; un gesto de complicidad con un extraño; una conversación de
bar; un parque; una frase reveladora captada de refilón en la pareja que se
cruza; una mirada distraída que se posa en el escote de una mujer, un algo
especial, una especie de latir ciudadano que sólo se encuentra cuando no se
busca. No deja de sorprenderse al ver los coches, las aceras, las tiendas, las
bibliotecas, los claroscuros y los puentes. Barreras arquitectónicas de cemento
que son, en esencia, lo que llamamos “la ciudad”. “Sin la gente todo esto no es
más que una minúscula erosión geométrica del terreno.”
Su hora favorita
para pasear es justo después de comer. Es entonces cuando todo parece más
humano. La ciudad se convierte en un pueblo gigante y vacío. Hay pocas personas
por la calle, y los que se encuentran paseando van también inmersos en sus
pensamientos, en silencio y paz, vagando sin rumbo, haciendo la digestión y
matando el tiempo. A las tres y media de la tarde las grandes avenidas esperan
sin saber el qué, desamparadas. Es la hora en la que comen los camareros. Cuando
se escucha cambiar de color al semáforo para el hombre invisible. Cuando luz y
sombra dividen los espacios más que nunca, y la armonía no parece un ideal
inalcanzable sino, más bien, una posibilidad entre mil.
Según él, en
esas horas tibias se lleva a cabo una macabra costumbre en los psiquiátricos.
Entre las dos y las cuatro de la tarde se encuentra uno a más gente
desequilibrada que a cualquier otra hora del día o la noche. Quizás los
funcionarios les dan “permisos de sobremesa” para descansar un poco de sus
locuras, y a la vez evitar que sean vistos por mucha gente, quien sabe. La
fatalidad del destino, que nos acaba empujando hacia nuestros miedos, provocó
que Rodrigo se relacionase con alguno de estos personajes, muy a su pesar. Su
primer contacto con la locura, vagabundo y palomas, ya lo hemos comentado
anteriormente, pero hubo más. Siempre que algún pordiosero entraba en un bar le
pedía a él o a él era al que más insistía. Si de lejos veía a alguien hablando
solo ya sabía que, al cruzarse en su camino, ¡pam!, le pediría un cigarro o le
soltaría una frase imposible. Luego, cuando se cuenta, parece divertido, pero la
verdad es que alguna vez ha pasado miedo, como aquella en la que un hombre
gigantesco le pedía, casi le rogaba: “¡Por favor!, ¿no quieres ser mi amigo?”.
Era como si le oliesen e intentasen involucrarlo en una especie de conjura
absurda. Lo cojonudo es que a nadie le parecía extraño la cantidad de locos que
pululaban por las calles, o se extrañaban pero no le daban importancia. Rodrigo
creía ser el poseedor de una verdad velada a la que nadie parecía tener acceso:
mientras la sociedad echa la siesta, come o ve las noticias, en la calle existe
un regimiento de desheredados que olfatean las esquinas y se apoderan de la
ciudad. Y luego, justo antes de que las masas salgan a la calle, vuelven a sus
agujeros huyendo de la tarde.
La ciudad es testigo mudo de sus caminos,
de sus pesares y de su sorpresa boquiabierta al descubrir algún rincón que antes
no existía. Las calles parecen revelar de tapadillo, y sólo para él, la
evidencia de una metamorfosis lenta pero tenaz. Se sorprende al ver aquellas
construcciones que antes no veía o no estaban, y al sentir que todo ha cambiado
dentro y fuera. Se ha transformado en una especie desprotegida de turista
perpetuo.
Pero no sólo la ciudad parece otra, también la gente. Ahora le
gusta observarla. A veces, para divertirse, saca al azar conclusiones frívolas
deduciendo aspectos de los viandantes por su apariencia, edad o temas de
conversación. Es curioso: parecen más reales. Como si un pintor les hubiese
retocado de nuevo los rasgos haciéndoles más físicos, más humanos. Dan la
sensación de formar parte, de tener sentido, de empezar y de acabar, de tener
una misión superior que desconocen pero intuyen. Todo el mundo parece poseer un
secreto fascinante que no comparten, como si jugaran a parecer tontos…
¡Y cómo disfruta viendo la fauna invisible que nos rodea! Plantas,
árboles, gorriones, golondrinas, murciélagos, perros, gatos, ratas y como no:
palomas. Los animales en la ciudad están más solos, más sucios. Nunca antes se
había fijado en lo parecidos que son los bloques altos y llenos de luces a los
panales de las abejas. ¡Y qué decir de los pavos reales que extienden sus
colores vivos en bares y discotecas! Y lo fácil que es encontrar a hombres-rata,
hombres-perro, hombres-gato… Rodrigo percibe que esas similitudes con el resto
del reino animal tienen una extraña influencia en él, como si alguien le hubiese
permitido ver lo que otros no veían, como si sus ojos se hubiesen vuelto locos.
Había algo que no tenía forma ni rostro, una carga instintiva de la que no nos
podíamos escapar, la intranquilidad del mono ante el espejo.
¡Y cómo
goza al sentir el paso del tiempo que ahora acompaña y no aplasta! Por calles
estrechas, de barrio. Por avenidas inmensas, impersonales. El sonido de sus
zapatillas rozando el suelo rebota contra el mundo físico y vuelve como un rumor
de olas, de puntillas. Las ventanas sucias esconden tesoros, los buzones:
misterios, las puertas: promesas. Y el viento, siempre el viento.
Ha
llegado a muchas conclusiones paseando, como aquella de que “todas las personas
forman parte de un todo superior”. Toma ya mi Rodrigo. Y según él los colgados,
los padres de familia, las amas de casa, los turistas despistados, los
conspiradores de esquina, los policías… son en el fondo lo mismo: moléculas y
células buscándose las unas a las otras. La farola, el puente, la luz, el
murciélago, todo se funde en el principio de los tiempos. Fuerzas
interconectadas que producen una armonía invisible pero fuerte a la que algunos
llaman dios, en minúscula.
Rodrigo siente, a ratos, una especie de
espiritualidad heterodoxa basada en una fraternidad universal que no practica.
“Todos hechos de la misma cosa, expeliendo un efluvio común, vagando por un
mismo espacio, cohabitando sin convivir, buscando, escarbando y muriendo.” Pero
a veces, ya sea porque se cruza con dos yonquis o porque alguna maruja le quita
el asiento en el metro, se caga en la raza humana, olvidando la fe en su
filosofía, y se mofa de la fraternidad universal.
A veces improvisa el
recorrido de sus caminatas, y a veces no. Lo que nunca cambia es la sensación de
estar cometiendo una travesura. ¿Nunca habéis estado en un sitio a una hora y
día inusuales, como cuando un lunes, por lo que sea, estáis en una cafetería con
los colegas a la hora en la que deberíais estar en el trabajo? ¿No os parece
todo diferente, nuevo, sugestivo? ¿No sentís una euforia que no sabéis de donde
os llega? Pues así se siente Rodrigo en sus caminatas: audaz y trasgresor. Y
piensa, siempre está pensando: “La libertad quizás es la sensación de que en
cualquier momento puede ocurrir un milagro que cambie para siempre tu vida,
aunque no suceda. Una suspensión de la cotidianeidad, un retraso sin objeto.
Entonces la gracia estaría en la posibilidad, no en la materialización del
deseo. A lo mejor tenía razón Bukowski cuando decía eso de que al sexo y al
dinero se les da más importancia cuando no se les tiene, y así con todo. Quizá
los sueños se persiguen, no para ser conseguidos, sino para no ser despertado.”
Y mientras piensa en sus cosas, ausente de sí mismo, se convierte en un soñador
que camina hacia un lugar desconocido, esperando lo inesperado, sin aspiraciones
concretas y sin nadie que le espere en ningún sitio. Feliz. Completamente feliz.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Jorge Soto
Martos,
La
Rueda (Carena, 2011), en
Ojos de
Papel.