Que el cinematógrafo gateó en arrabales urbanos sabe a incontestable. El
cine, antes de ser apadrinado por bulevares burgueses, maduró en plateas
infernales, al (íntimo) calor de rumorosas barracas, hibridado con vodeviles,
recreaciones
burlesque, shows de variedades. Antes que de nadie, fue de
bribones y pilluelos, perteneció a riadas obreras -las de
la sortie de la
usine-, las mismas que una vez (la primera por cierto) recogió
aquel aturdido operador Lumière. El cine, además, alimentó la héjira europea
hacia Norteamérica y, mediante la festiva eficacia del
gag -al servicio
de la imaginería muda, de la insolvencia lingüística del emigrado-, inoculó su
bálsamo a centenares de mandíbulas minadas, reclutadas de entre los muelles de
Rhode Island, babel infecto y soñador, vanguardia pionera en la configuración
del espectador de masas.
Del evangelio de resbalones y cafradas que
instauró la épica del
slapstick,
aupada por los extintos nickelodeon (de
nickel, moneda en níquel de
cincuenta centavos de dólar, y
odeion, término griego que refiere un
teatro entechado) y espléndidamente defendida por Keaton, Lloyd, Laurel &
Hardy, otros genios, brotó cierta sociología fílmica a lo
vitelloni,
o aquellos holgazanes ‘fellinianos’ que vitorean al héroe y piropean
plásticamente a la chica, para luego tantear la butaca contigua a la caza de un
muslo ingenuo. Envuelta en fétidas oleadas de sudor, iconografías de barriada,
genuinas, domésticas, nació una actitud despatarrada que vociferaba a la
pantalla, mascaba goma de chicle y agitaba la gorra, un disfrutable modo de
consumir imágenes teñido de nostalgia, la que despierta el cine de continuadores
del pelaje de Jerry Lewis, de Tati. De Pierre Etaix.
‘Il etaix
une foix’ (Había una vez). La vez de Pierre Etaix. El gran amor
Etaix es un superviviente. Rescatado de chiripa (ahora se
trata de la
Filmoteca
Española), maltratado por tribunales, gestores de derechos y otros
canallas de traje, Pierre Etaix aprendió a oficiar el jolgorio al uso de su
maestro Tati, bajo el influjo de Charlot, Keaton, sin dejar nunca de revelar un
trazo personalísimo, tan reivindicable como desdeñado. La filmografía de Etaix
-recientemente
reunida
por vez primera en Francia- exige una recepción desvergonzada,
sepultada con aquel cine gritón de los orígenes, necesaria para advertir el
genio del realizador e intérprete de
Le Grand Amour
(1969). Extraña, atemporal, compuesta sobre la base escrita que
firmó Jean-Claude Carrière, sellada por la alargada fisonomía de Etaix,
El
gran amor es una obra náufraga que atesora instantes superdotados,
delirantes.
En la Francia de provincias, levantada sobre el ‘pain au
chocolat’ y la ‘commère’ (la chismosa), los días se confunden entre sí.
Aplastado por los toldos rayados de centenares de cafés idénticos, el tipo al
que da vida Etaix regenta una fábrica anticuada, rédito del matrimonio con una
próspera heredera, ser ordinario a cuya salud consagra una existencia
programada, rancia, tan sólo sitiada por la repentina aparición de una ninfa con
aspecto de secretaria. Parcheado por un surrealismo naïf memorable, cruzado con
el rastro amargo del desengaño –el de un cine que se reconoce anacrónico,
sentenciado por su carencia de subversión- el film, entre otros asuntos,
adelanta maniobras narrativas de un Woody Allen que -vía entrevistas- acostumbra
a reverenciar la pícara mueca de Etaix.
Desde el arranque del relato,
asombra el talento narrativo del creador, hábil en la puesta en escena,
brillante en la guasa.
Camas que, a modo de
autos, cubren un tramo regional de carreteras, se averían, renuevan
el depósito y colisionan en el arcén. Etaix, sondeando un costumbrismo
profundamente francés, recurre al onirismo como desarme, a secuencias de montaje
subordinadas al titubeante narrador que rememora, da marcha atrás y recompone,
para ser increpado por unos personajes confusos con su papel. Consumir su humor
requiere un camuflaje de infancia. Luego, nada resulta áspero o empalagoso.
Paleontologías. Descubrir la imaginería Etaix nos traslada a una
fotografía recurrente en las páginas de National Geographic, aquella del tipo de
lanza y taparrabos que, admirado desde un claro entre secuoyas, dirige una
mirada atónita al fotógrafo del helicóptero. Algo similar sucede cuando uno
visiona
Le Grand Amour, la impresión coincide en ambos casos
.
Tropezarse con un fósil intacto produce cierta turbación. El absurdo de la
trinchera legal que placó a Etaix no ha permitido echar un vistazo conveniente a
sus trabajos hasta hace unos años. Y estos, sometidos a un depurado proceso de
restauración, parecen haber sido extraídos de una suerte de cápsula temporal, la
de un humor (pre)Nouvelle Vague amplificado por la ternura que respiran sus
historias, lo bufonesco (y consecuentemente humano) de sus criaturas, o el
ligero barniz que supone una ingenuidad hoy deliciosa (por infrecuente),
agazapada bajo la travesura del gag, destapada a cada treta visual.
Etaix, octogenario, sonríe hoy ante los flashes. Con la vista puesta en
un horizonte de comedias azucaradas, cínicas, Etaix se sabe un marciano, un
visitante. Uno se interroga acerca de la placidez que muestra el tipo, torturado
en el ring de los royalties, en estrados y otros rincones. Tal vez, enterrado en
la almohada -se admiten apuestas- siga imaginando peajes, estaciones de
repostaje, al fin impresos en ese retrovisor extraño, paulatinamente borroso,
que marca el cronos fílmico.
Pierre
Etaix: Le Grand Amour, 1969 (vídeo colgado en YouTube por
FondationGroupamaGan)