El perfil de
Jorge Soto
Martos podría ser este: “El hijo pequeño de una familia de
emigrantes andaluces que se instalaron en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) y
que prosperaron trabajando duramente cada día. Becado en Salesians de Sarrià,
estudió segundo grado de Formación Profesional, en la sección de automatismo.
Quería ganar dinero y ser del Barça”. Ni una cosa ni la otra.
Si
Chris Lowney, en
El liderazgo al estilo de los jesuitas (Editorial
Belacqua, 2008), propone tres ejemplos de liderazgo como irrefutables biografías
dedicadas al sacrificio de Hacer Lo Que a Uno Le Viene en Gana, y que son los
incansables viajeros (con rampas en las piernas) Benedetto de Goes, Matteo Ricci
y Christopher Clavius, nosotros podríamos añadir el nombre que nos confiere:
Jorge Soto.
Habiendo trabajado hasta los 25 años en Mercedes-Benz
(“quería ser camionero”, divagaba, más por correr los cinco continentes que por
tatuarse lobos en la espalda), como operario y coordinador de grupo, dejó la
fábrica y dejó las lijadoras, los anticongelantes y las pistolas de pintura, y
se dispuso a dar la vuelta al mundo, de la que sólo lleva la mitad del trayecto
recorrido; ha llegado hasta Singapur.
“Solicité la excedencia en
Mercedes-Benz y me fui a Egipto para aprender inglés. También quería escribir,
por lo que me pasaba muchas horas en la biblioteca de mi barrio y leía cualquier
cosa de novelistas olvidados. Pero para escribir sobre países lejanos, y antes
de ir a ellos, tenía que aprender inglés, así que después de Egipto me fui a
Reading, en Inglaterra, donde trabajé de pinche de cocina, en una cadena de
restaurantes españoles parecida a Starbucks Coffee”, desmenuza Jorge, acoquinado
en un principio por el sulfuro de las comandas atrasadas, pero contento porque
había dejado atrás una existencia insulsa que le daba una nómina pero que no le
daba la vida; más bien se la quitaba. “Fue sorprendentemente fácil mandarlo todo
a la mierda.”
Y se fue a la India, donde se sentía extrañado por los
“seudohippies intelectualoides” que iban a buscar el sentido de su ser: “Para mí
está clarísimo que la vida no tiene sentido, de ahí radica su belleza y su
dureza. Yo no fui a eso, no fui a nada, nada buscaba y nada encontré. (Esto sí
lo puedes poner.)”.
Allí aprendió la frase “Dónde está el baño?”:
“Where is the toilet?”. Y se puso a escribir:
Los
trenes de la India
“En los compartimentos sin puertas ni cortinas había
seis camas enfrentadas en dos hileras de tres. Cuando llegamos al nuestro, se
encontraba sentado un chavalito indio que nos sonreía. Parecía nervioso pero
pensé que quizá no estaba acostumbrado a ver a occidentales. Yo estaba
encadenando mi mochila a los ganchos bajo la cama inferior cuando, de repente,
el brasileño va y dice: “¡Mierda, mierda, mi mochila pequeña!”. Había sido un
segundo: mientras yo me agachaba él dejó la mochila pequeña en la cama superior
y se puso a mirar por la ventana, y de repente, ¡zas! Ni indio ni mochila.
Estábamos aturdidos: pero si el chico estaba aquí, y yo allá, ¿cómo ha sido?
Mira bien, anda. ¿Cómo lo ha hecho?…”
Y se escapó de la India, y
se fue a Perú, donde Jorge aprendió el primer valor de los jesuitas, el ingenio
(“El líder se adapta confiadamente, sabiendo qué es y qué no es negociable.
Explora nuevas ideas, métodos y culturas en vez de mantenerse a la defensiva
ante lo que pueda venir”). En Perú no le hizo falta el inglés.
Y se puso
a escribir:
En la jungla exuberante (bosque de Manu, en
Perú)
“Aquel primer día fue fantástico: de los altiplanos áridos de los
incas a los pueblos tórridos de la jungla. Descendimos en furgoneta más de dos
mil metros hasta llegar a un pequeño pueblito llamado Shintuya, el último pueblo
al que se puede llegar por carretera. A mitad de camino cruzamos el bosque
nuboso eternamente en su bruma y paramos para observar las primeras colonias de
un tipo de loro pequeño, verde y chillón. Comenzaba la aventura, el calor, la
humedad, los mosquitos y el sonido de la oropéndola que nos acompañaría durante
todo el viaje en la región de Madre de Dios. La oropéndola, el pájaro negro y
amarillo del tamaño de la urraca, de piar agudo, como un silbido, y con aquellos
nidos inmensos, bellos, un entramado de ramitas finísimas que cuelgan de las
ramas como frutas o bolsas.” Y volvió del Perú y, después de mil
y una, se fue a Tailandia (“bebía cerveza, hablaba tai…, y fumar marihuana era
contactar con shiva”). Allí aprendió el segundo valor de los jesuitas para los
Líderes Sin Complejos: el amor (“
Loyola aconsejaba gobernar con amor y
modestia; de manera que hubiera un ambiente de amor más que de temor. El amor
era el pegante que unificaba a la Compañía. De esta manera entendían que el
liderazgo inspirado en el amor permite: visión para ver el talento, potencial y
dignidad de cada persona; valor, pasión y compromiso para desatar ese potencial;
lealtad y mutuo apoyo”). Su pareja tailandesa acordó con él irse a dormir
juntos. Mientras duró la mudanza, Jorge escribía:
Una
boda en la Tailandia rural
“Por la tarde nos llevaron a la casa de los
padres de la novia (que en Isaan es también la casa en la que vivirá la pareja
hasta que tenga dinero para comprar una propia, cercana a la de los padres de
ella; costumbre matriarcal única de Isaan). Era obvio el interés que yo
despertaba, y al llegar a la altura de la mesa con los bebedores de güisqui, me
obligaron a sentarme con ellos. Y yo, encantado. El más borracho era el jefe de
la policía local, que me daba la bienvenida. Me decía que si tenía algún
problema que confiase en él, y así estuvo todo el rato, con una repetición
divertida y alcohólica.” Aprendió a decir en inglés: “¿Podría
hablar más despacio?”:
“Could you speak slower?”. Y volvió de
Tailandia, y saltó a Birmania, y allí hacía amigos y “hacía el loco”, y hacía de
guía para la agencia turística Años Luz, porque el inglés ya lo dominaba:
“Short stay carpark?” (“parking de corta estancia”). Y la escritura
fluía:
Ciclón en Birmania
“…Birmania está
abandonada a su suerte desde hace tiempo, a toda suerte de ciclones; los otros
fueron de guerra, de hambre, de miseria y de tragedia. Pero ahora, el gobierno
birmano ya permite que la ayuda entre al país… Tiene guasa. Imagino que no la
dejaron entrar antes porque estaban limpiando las calles de los otros muertos,
aquellos que el gobierno machaca, viola y asesina a su antojo. O quizá estaban
cubriendo con lonas de plástico sus plantaciones de opio…” Y
San Ignacio de Loyola ya no le podía dar más consejos sobre heroísmo:
“Los líderes imaginan un futuro inspirador y se esfuerzan por darle forma, en
vez de permanecer pasivos a la espera de lo que traiga el futuro”.
Y se
fue a Turquía, a su regreso de Birmania, y en Turquía no paró de escribir:
“Recuerdo que estaba yo en Estambul tomando una cerveza, y
charlaba de todo un poco con mis amigos. Leí en voz alta lo que decía la guía:
que en el Este había menos turismo, que era una sociedad más tradicional…, y no
hizo falta mucho más. En ese mismo momento decidimos que sí, que íbamos, y lo
celebramos con otra cervecita. El camarero nos vio de buen humor y decidió
darnos algo de conversación. Cuando le contamos que nos íbamos a Erzurum, nos
preguntó: “¿Para qué?”. La respuesta nos hizo reír, y a él también. Luego nos
dijo: “No vayáis, aquí tenéis de todo: bares y chicas. En Erzurum, nada, sólo
barbudos”. Y nos reímos juntos de nuevo.” El inglés ya lo tenía
por la mano:
“Can you show me on the map?” (“¿Me lo puede mostrar en el
mapa?”).
Y volvió a su barrio, en Santa Coloma de Gramenet, la patria
cuya bandera había ondeado en Turquía, Birmania, Tailandia, Perú, Inglaterra y
Egipto.
“Volví porque ya no me quedaba un duro, en plan maricón el
último…”
Y aquí se aburrió: “Me preguntaba: ‘Y ¿qué has aprendido?’. Me
contesto siempre: ‘Soy un pelín más sabio y tengo un pelín menos de miedo’”.
Se lo pasó bien: “Me han robado más de una vez y he pillado enfermedades
a porrillo. Un día fui a mear y no me la veía”.
Cuenta Jorge Soto:
“Estaba yo una vez en una sucursal bancaria, esperando mi turno, y escuché una
madre que le decía a su hijo, el cual corría con los brazos en cruz por la
oficina: ‘Niño, estate quieto, que en los bancos no se puede volar’. Se me quedó
grabada la frase, porque es muy sintomática, es muy real y muy convincente. Sí,
en los bancos es imposible volar”, filosofa, así que se le ocurrió
La Rueda
(
Ediciones Carena), que es
su vida vivida a la inversa, no de atrás para adelante, ni del no al sí, sino la
historia que podría haber sucedido si él, Jorge Soto, no hubiera dejado sobre el
capó del Mercedes Clase C 180 CDI Blue Efficiency Elegance 4P, con cilindrada
2.1, 120 caballos de potencia, transmisión manual, carrocería sedán y
dimensiones 4.581 x 1.770 x 1.447 mm…; si no hubiera dejado, digo, sobre ese
Mercedes Clase C, la lijadora manual, los tornillos del 15 y la pantalla de
visualización multifunción a medio instalar. Y si no hubiera dejado todas esas
herramientas sobre ese coche pulido para subirse a un avión con destino al
aeropuerto de Heathrow, entre otros. Volar y volar.