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Presidente del Partido Revolucionario Institucional (foto de Lalo Fuente; wikipedia)

Presidente del Partido Revolucionario Institucional (foto de Lalo Fuente; wikipedia)

    AUTOR
Renward García Medrano

    LUGAR DE NACIMIENTO
México

    BREVE CURRICULUM
Ha sido profesor universitario de Economía, funcionario público federal, jefe de una misión internacional, asesor de un Presidente de la República de México y de varios secretarios de Estado. Tiene tres libros publicados. Ha sido director de varios diarios y revistas y conductor de programas de radio y televisión. Actualmente presta asesoría a entidades públicas y privadas para la redacción de documentos de especial importancia, e imparte cursos de redacción a distancia




Tribuna/Tribuna libre
Democracia o desigualdad en México: una política de Estado contra la pobreza
Por Renward García Medrano, lunes, 4 de abril de 2011
La carta que envió Humberto Moreira, líder nacional del PRI, al presidente Felipe Calderón podría poner el tema de la pobreza en la agenda política nacional, que hasta ahora ha tenido un único punto, el combate al crimen organizado. No sé si aún es tiempo de discutir en serio un tema tan serio. A veinte meses del final de esta administración, el gobierno y los partidos tienen toda su atención y energía concentradas en las elecciones; pero si en algo se puede lograr sería, en el mejor de los casos, un acuerdo político amplio y plural sobre las líneas generales de una política de Estado contra la pobreza, que quedaría como tarea para el siguiente gobierno.
Ignoro si la expresión “política de Estado” es una categoría de la ciencia política, pero en los últimos tres o cuatro lustros se le ha utilizado para subrayar su relevancia y alcance en el tiempo: no se agota en un período sexenal sino que trasciende a varios gobiernos sucesivos.

Bajo esta luz, la educación pública y los energéticos fueron políticas de Estado en el siglo XX; lo fueron también el reparto agrario y el fomento agropecuario, la industrialización el control del movimiento obrero y la política exterior. Ya no lo son.

Lo más parecido a una política de Estado que hemos conocido en tiempo reciente ha sido la reforma electoral de 1996, que fue la culminación del proceso iniciado en 1977 por el gobierno del presidente José López Portillo y bajo la coordinación del secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles.

La transición democrática no fue un logro de los panistas o de Jorge Castañeda. En la segunda mitad de los años 1970, el país había vivido el movimiento estudiantil de 1968, la masacre de Tlatelolco y los movimientos guerrilleros urbanos y rurales, sofocados en la llamada guerra sucia. En el proceso electoral de 1976 hubo un único candidato formal, José López Portillo, y un contendiente no registrado, Valentín Campa, viejo militante comunista postulado por un partido clandestino.

La demanda de democracia se había gestado en la sociedad desde el final del Porfiriato, porque se pensaba que la desigualdad y el abuso del poder que provenían de la Colonia se disiparían casi automáticamente con el sufragio efectivo y la no reelección

Al asumir el gobierno, López Portillo entendió que tenía una disyuntiva: llevar a sus últimas consecuencias la guerra sucia, lo que habría iniciado una involución hacia el autoritarismo generalizado, o abrir espacios institucionales a la oposición hasta entonces ilegal, lo que conduciría a la eventual pérdida de la hegemonía del PRI.

El presidente, que a la sazón concentraba prácticamente todo el poder político, optó por la vía democrática y su decisión hizo posible la transición que culminó con las reformas de 1996, la pérdida de la mayoría del PRI en la Cámara de Diputados en 1997 y el triunfo del PAN en 2000.

La demanda de democracia se había gestado en la sociedad desde el final del Porfiriato, porque se pensaba que la desigualdad y el abuso del poder que provenían de la Colonia se disiparían casi automáticamente con el sufragio efectivo y la no reelección. Fue la idea que movió a Madero a participar en las elecciones, primero, y luego a derrocar al general Díaz por la vía armada. No entendió que debajo de la dictadura subyacía una tremenda desigualdad social.

Lo cierto es que la democracia no fue viable en 1911 y no estuvo entre las prioridades de los revolucionarios posmaderistas. La Constitución de 1917 cambió el régimen jurídico de la tierra, el trabajo y la educación, pero no el de las elecciones: fue más una constitución social que liberal.

El gran problema de México en el siglo XXI no es ya la democracia, sino la desigualdad, agravada con el viraje de la política económica iniciado a mediados del decenio de 1980

La democracia se convierte en demanda social bien entrado el siglo XX, en un país más moderno que el de 1880-1930. El reclamo surge primero de las luchas de los trabajadores y luego, de los jóvenes universitarios que empezaron por protestar contra los excesos policiacos en la Ciudad de México, pero pronto dieron forma a la demanda de democracia.

Corrió la sangre en 1968 y en la primera mitad de los años 1970. López Portillo inició la transición democrática pero no advirtió que en el fondo de los conflictos sociales estaba la desigualdad que se había convertido en una manera de ser y de vivir de nuestro pueblo durante siglos.

El gran problema de México en el siglo XXI no es ya la democracia, sino la desigualdad, agravada con el viraje de la política económica iniciado a mediados del decenio de 1980. La falta de oportunidades ha empujado a una generación a la informalidad, la emigración o la delincuencia. Excluidos de la educación y de la economía formal, los jóvenes prefieren una muerte violenta y una vida breve pero con abundancia en vez de una larga vida en la miseria, como observó Carlos Fuentes en enero pasado.

Por eso tiene razón Moreira en que es urgente formular y aplicar una política de Estado contra la pobreza. Pero esa política entrañaría cambios que el gobierno panista no está dispuesto siquiera a plantearse: el crecimiento de la economía y la alineación de todas las políticas públicas en torno al combate a la desigualdad, para lo cual hace falta un Estado fuerte y un presidente con un amplio liderazgo democrático.

Se trataría, en síntesis, de transitar de un gobierno que sacrifica todo al combate al crimen organizado a un Estado fuerte con un presidente con liderazgo y amplia base de apoyo social

Reactivar la economía exige refundar la banca de desarrollo, crear instrumentos de fomento agropecuario, adoptar una política industrial que impulse la inversión de los mexicanos y sustituya importaciones de bienes intermedios y de capital; regular el sistema financiero para que destine los recursos de sus depositantes y ahorradores al desarrollo económico; rescatar y modernizar Pemex y la CFE y hacer una reforma hacendaria que racionalice y transparente el gasto público al tiempo que grava progresivamente el ingreso de las personas. Esto no lo puede hacer un gobierno débil y cuestionado. Tampoco quiere.

Paralelamente, la educación pública tendría que volver a ser la puerta de entrada al ascenso social y la escuela –no las telenovelas– debería convertirse en el gran agente culturizador y formador de recursos humanos calificados, lo que exigiría un nuevo y genuino compromiso social de los maestros con el pueblo del que proceden y al que se deben. Al mismo tiempo habría que devolver la viabilidad a las instituciones de seguridad social y acabar con el burocratismo en el Sector Salud, cuyos servicios son esenciales para elevar la calidad de vida de la población.

Esas políticas darían lugar a una nueva relación de México con el resto del mundo, tanto en el área política como en la comercial, financiera y tecnológica, sobre la base de que los intereses de la nación no se oponen sino que se reafirman con los principios de la convivencia internacional fundada en el respeto, la cooperación, la paz y el derecho.

Se trataría, en síntesis, de transitar de un gobierno que sacrifica todo al combate al crimen organizado a un Estado fuerte con un presidente con liderazgo y amplia base de apoyo social, indispensable para reconstruir las instituciones nacionales y organizar todas las prioridades en función del objetivo superior de abatir la pobreza.

En 2012, el futuro presidente se enfrentará a una disyuntiva que, a mi juicio es mucho más drástica que la de 1976: o mantiene como tarea primordial el combate a la delincuencia organizada lo que más temprano que tarde militarizaría el ejercicio del poder público, o alinea todas las políticas, incluso la de seguridad pública, en torno al objetivo de abatir la pobreza.

Explícita o no, esta decisión determinará si los mexicanos de la primera mitad del siglo XXI vivirán en la democracia o si ésta será desmantelada como lo han sido las políticas de Estado que generaron la enorme y heterogénea clase media del siglo XX.
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