Ignoro si la expresión “política de Estado” es una categoría de la ciencia
política, pero en los últimos tres o cuatro lustros se le ha utilizado para
subrayar su relevancia y alcance en el tiempo: no se agota en un período sexenal
sino que trasciende a varios gobiernos sucesivos.
Bajo esta luz, la
educación
pública y los energéticos fueron políticas de Estado en el
siglo XX; lo fueron también el reparto agrario y el fomento agropecuario, la
industrialización el control del movimiento obrero y la política exterior. Ya no
lo son.
Lo más parecido a una política de Estado que hemos conocido en
tiempo reciente ha sido la reforma electoral de 1996, que fue la culminación del
proceso iniciado en 1977 por el gobierno del presidente José López Portillo y
bajo la coordinación del secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles.
La transición democrática no fue un logro de los panistas o de Jorge
Castañeda. En la segunda mitad de los años 1970, el país había vivido el
movimiento estudiantil de 1968, la masacre de Tlatelolco y los movimientos
guerrilleros urbanos y rurales, sofocados en la llamada guerra sucia. En el
proceso electoral de 1976 hubo un único candidato formal, José López Portillo, y
un contendiente no registrado, Valentín Campa, viejo militante comunista
postulado por un partido clandestino.
La demanda de democracia se había
gestado en la sociedad desde el final del Porfiriato, porque se pensaba que la
desigualdad y el abuso del poder que provenían de la Colonia se disiparían casi
automáticamente con el sufragio efectivo y la no
reelección
Al asumir el gobierno, López
Portillo entendió que tenía una disyuntiva: llevar a sus últimas consecuencias
la guerra sucia, lo que habría iniciado una involución hacia el autoritarismo
generalizado, o abrir espacios institucionales a la oposición hasta entonces
ilegal, lo que conduciría a la eventual pérdida de la hegemonía del PRI.
El presidente, que a la sazón concentraba prácticamente todo el poder
político, optó por la vía democrática y su decisión hizo posible la transición
que culminó con las reformas de 1996, la pérdida de la mayoría del PRI en la
Cámara de Diputados en 1997 y el triunfo del PAN en 2000.
La demanda de
democracia se había gestado en la sociedad desde el final del Porfiriato, porque
se pensaba que la desigualdad y el abuso del poder que provenían de la Colonia
se disiparían casi automáticamente con el sufragio efectivo y la no reelección.
Fue la idea que movió a Madero a participar en las elecciones, primero, y luego
a derrocar al general Díaz por la vía armada. No entendió que debajo de la
dictadura subyacía una tremenda desigualdad social.
Lo cierto es que la
democracia no fue viable en 1911 y no estuvo entre las prioridades de los
revolucionarios posmaderistas. La Constitución de 1917 cambió el régimen
jurídico de la tierra, el trabajo y la educación, pero no el de las elecciones:
fue más una constitución social que liberal.
El gran problema de México en el
siglo XXI no es ya la democracia, sino la desigualdad, agravada con el viraje de
la política económica iniciado a mediados del decenio de
1980
La democracia se convierte en demanda
social bien entrado el siglo XX, en un país más moderno que el de 1880-1930. El
reclamo surge primero de las luchas de los trabajadores y luego, de los jóvenes
universitarios que empezaron por protestar contra los excesos policiacos en la
Ciudad de México, pero pronto dieron forma a la demanda de democracia.
Corrió la sangre en 1968 y en la primera mitad de los años 1970. López
Portillo inició la
transición
democrática pero no advirtió que en el fondo de los
conflictos sociales estaba la desigualdad que se había convertido en una manera
de ser y de vivir de nuestro pueblo durante siglos.
El gran problema de
México en el siglo XXI no es ya la democracia, sino la desigualdad, agravada con
el viraje de la política económica iniciado a mediados del decenio de 1980. La
falta de oportunidades ha empujado a una generación a la informalidad, la
emigración o
la
delincuencia. Excluidos de la educación y de la economía
formal, los jóvenes prefieren una muerte violenta y una vida breve pero con
abundancia en vez de una larga vida en la miseria, como observó Carlos Fuentes
en enero pasado.
Por eso tiene razón Moreira en que es urgente formular
y aplicar una política de Estado contra la pobreza. Pero esa política entrañaría
cambios que el
gobierno panista no está dispuesto siquiera a plantearse:
el crecimiento de la economía y la alineación de todas las políticas públicas en
torno al combate a la desigualdad, para lo cual hace falta un Estado fuerte y un
presidente con un amplio liderazgo democrático.
Se trataría, en síntesis, de
transitar de un gobierno que sacrifica todo al combate al crimen organizado a un
Estado fuerte con un presidente con liderazgo y amplia base de apoyo
social
Reactivar la economía exige refundar
la banca de desarrollo, crear instrumentos de fomento agropecuario, adoptar una
política industrial que impulse la inversión de los mexicanos y sustituya
importaciones de bienes intermedios y de capital; regular el sistema financiero
para que destine los recursos de sus depositantes y ahorradores al desarrollo
económico;
rescatar y
modernizar Pemex y la CFE y hacer una reforma hacendaria
que racionalice y transparente el gasto público al tiempo que grava
progresivamente el ingreso de las personas. Esto no lo puede hacer un gobierno
débil y cuestionado. Tampoco quiere.
Paralelamente, la educación pública
tendría que volver a ser la puerta de entrada al ascenso social y la escuela –no
las telenovelas– debería convertirse en el gran agente culturizador y formador
de recursos humanos calificados, lo que exigiría un nuevo y genuino compromiso
social de los maestros con el pueblo del que proceden y al que se deben. Al
mismo tiempo habría que devolver la viabilidad a las instituciones de seguridad
social y acabar con el burocratismo en el Sector Salud, cuyos servicios son
esenciales para elevar la calidad de vida de la población.
Esas
políticas darían lugar a una nueva relación de México con el resto del mundo,
tanto en el área política como en la comercial, financiera y tecnológica, sobre
la base de que los intereses de la nación no se oponen sino que se reafirman con
los principios de la convivencia internacional fundada en el respeto, la
cooperación, la paz y el derecho.
Se trataría, en síntesis, de transitar
de un gobierno que sacrifica todo al
combate al
crimen organizado a un Estado fuerte con un presidente con
liderazgo y amplia base de apoyo social, indispensable para reconstruir las
instituciones nacionales y organizar todas las prioridades en función del
objetivo superior de abatir la pobreza.
En 2012, el futuro presidente se
enfrentará a una disyuntiva que, a mi juicio es mucho más drástica que la de
1976: o mantiene como tarea primordial el combate a la delincuencia organizada
lo que más temprano que tarde militarizaría el ejercicio del poder público, o
alinea todas las políticas, incluso la de seguridad pública, en torno al
objetivo de abatir la pobreza.
Explícita o no, esta decisión determinará
si los mexicanos de la primera mitad del siglo XXI vivirán en la democracia o si
ésta será desmantelada como lo han sido las políticas de Estado que generaron la
enorme y heterogénea clase media del siglo XX.