Más allá del espectáculo se ha montado toda una campaña para desvalorizar
la Revolución. Macario Schettino, por ejemplo, ha eclipsado las
descalificaciones de Jorge G. Castañeda al negar la existencia misma de la
Revolución, a la que no considera sólo “una construcción cultural que sin duda
toma los hechos históricos y les da un sentido, pero que no se corresponde con
ellos”. La visión de Schettino es interesante y atendible, pero su intención de
demoler la Revolución no puede escapar a los lectores.
La razón es que
no estamos presenciando una discusión académica, sino una disputa política de
largo alcance. El panismo y sus adláteres atacan al gran movimiento social de
1910-1917, no por el afán de reescribir la historia desde la óptica del
conservadurismo sino como parte de una negación más amplia: pretenden que el
siglo XX mexicano no existió o que fue una
era oscura pervertida
por el priismo, al que consideran la
encarnación del
mal. Así razonan las mentalidades parroquiales aun en nuestro tiempo.
Al igual que otros países latinoamericanos, México nació y se ha
desarrollado en medio de la disputa entre liberales y conservadores. Hidalgo,
pero sobre todo Morelos, representaron las ideas avanzadas de su época, pero
perdieron la guerra civil: fue Iturbide quien consumó la Independencia, no para
satisfacer las demandas de los insurgentes a los que combatió, sino exactamente
para lo contrario: mantener a la nación nueva sujeta a los intereses viejos: el
clero y los propietarios de la tierra, las minas, el comercio exterior.
México hoy es nuevamente objeto de
la discordia entre los herederos del conservadurismo del siglo XIX, con el
presidente Felipe Calderón a la cabeza y los herederos ideológicamente difusos
del liberalismo y la Revolución
El siguiente
enfrentamiento se dio a mediados del siglo XIX. Juárez y los liberales
triunfaron sobre los conservadores y derrocaron a Maximiliano de Habsburgo, que
había sido dejado a su suerte por Napoleón III; hicieron las Leyes de Reforma y
consolidaron la República Federal, opuesta al centralismo conservador. Díaz
gobernó animado por las ideas liberales, creó una extensa red ferrocarrilera que
detonó el crecimiento de la economía e inició el desarrollo industrial, pero
mantuvo la hacienda como unidad productiva fundamental en el campo y consolidó
la estructura económica que perpetuaría la desigualdad.
Madero era parte
de una familia de hacendados. Convocó al pueblo a que tomara las armas para
hacer efectivo el sufragio y prohibir la reelección, pero no para repartir la
tierra como lo demandaba Zapata ni para romper con los grandes caciques como
Creel y Terrazas, sino únicamente para combatir la perpetuación de los
“científicos” en el poder. Los conservadores, impacientes, no quisieron admitir
que Madero era uno de los suyos y arroparon el golpe de Estado de Huerta.
Madero estaba en la Presidencia pero no tenía el poder de Díaz. Este
poder estaba intacto y estuvo actuando en la sombra durante el interinato de
León de la Barra, lo que determinó el distanciamiento del propio Madero con
Emiliano Zapata, que se tradujo en la publicación del Plan de Ayala y la
continuidad de la lucha armada. Huerta trató de eliminar a Villa y tuvo que
conformarse con enviarlo a prisión y, por supuesto, desmovilizar a su
contingente armado.
El PRI lleva en su nombre y su
historia el apellido revolucionario, pero no ha definido cómo concibe la
realidad del siglo XXI ni cómo, desde el legado ideológico que sostiene, el país
podría resolver los problemas que el conservadurismo panista ha
acentuado
Era inevitable una explosión y fue
precipitada involuntariamente por Huerta en la Decena Trágica. El asesinato del
presidente de la República y la ruptura del orden constitucional fue inaceptable
para Venustiano Carranza, que se levantó en armas en Coahuila, y para Álvaro
Obregón, que lo hizo en Sonora. Zapata continuaría su lucha y Villa, habiéndose
fugado de la prisión, volvería al campo de batalla y se convertiría en uno de
los caudillos revolucionarios por excelencia.
México hoy es nuevamente
objeto de la discordia entre los herederos del conservadurismo del siglo XIX,
con el presidente Felipe Calderón a la cabeza y los herederos ideológicamente
difusos del liberalismo y la Revolución. El PRI lleva en su nombre y su historia
el apellido revolucionario, pero no ha definido cómo concibe la realidad del
siglo XXI ni cómo, desde el legado ideológico que sostiene, el país podría
resolver los problemas que el conservadurismo panista ha acentuado.
El
PRD también es revolucionario de nombre y origen, pues se formó, como se
recuerda, a raíz de un desgajamiento en la élite del poder priista. Se asume
como representante de la izquierda porque algunos grupos derivados del
desaparecido Partido Comunista se sumaron a los expriistas en el Frente
Democrático Nacional para impulsar la candidatura presidencial de Cuauhtémoc
Cárdenas, pero tampoco este partido ha definido en qué consiste la Revolución
que lleva en el nombre.
Si nos atenemos al discurso político
y a la historia, el PRD y el PAN aparecen como las dos puntas del espectro
ideológico del país. No obstante, ambos partidos se aliaron para presentar un
frente de oposición al PRI en algunos estados gobernados por este partido y es
probable que vayan en coalición a las
elecciones
Más nebulosa aún es la identidad
ideológica y política del PT, nacido a la sombra del gobierno salinista, y del
PC, fundado por un exgobernador priista, Dante Delgado Rannauro, que se han
convertido en plataformas partidarias de Andrés Manuel López Obrador,
expresidente del PRD, ex jefe de Gobierno del D. F. excandidato a la Presidencia
de la República y todavía sedicente Presidente Legítimo de México.
El
partido (Re) Acción Nacional está renovando su dirigencia y allí parece haber
dos posibles opciones, ambas con el aparente apoyo del presidente Calderón:
Pablo Emilio Madero, descendiente de don Francisco y el primer aspirante a líder
panista identificado con el presidente, y Roberto Gil Zuarth, joven abogado que
aparece como otra opción del presidente. En cualquiera de las dos posibilidades,
se perfila una candidatura presidencial para el 2012 apoyada por Calderón, cuya
obsesión es no pasar a la historia como el presidente que entregó la Presidencia
al PRI.
Si nos atenemos al discurso político y a la historia, el PRD y
el PAN aparecen como las dos puntas del espectro ideológico del país. No
obstante, ambos partidos se aliaron para presentar un frente de oposición al PRI
en algunos estados gobernados por este partido y es probable que vayan en
coalición a las elecciones del próximo año, sobre todo en el Estado de México,
gobernado por el precandidato presidencial con más peso en las encuestas.
Al inicio del siglo XXI, el país sigue estando en disputa, a mi juicio,
sólo que los contendientes son un conservadurismo integrado pero tal vez con
bajas posibilidades de ganar las elecciones de 2012 para un tercer período de
gobierno panista, y un priismo desdibujado que no se ha definido a sí mismo como
opción política actual pero es la primera fuerza electoral en la mayoría de los
estados de la República.
Los problemas actuales de México, sin embargo,
exigen definiciones: qué se piensa hacer frente a la
expansión del crimen
organizado, frente a la lenta recuperación de la economía, frente al
crecimiento brutal de la pobreza y el consecuente debilitamiento de las clases
medias, frente a la
educación
pública secuestrada por dos fuerzas sindicales que coinciden en respetar
sus respectivos espacios y amenazada por la derecha que ve la oportunidad de
privatizarla.
Las luces y los cohetes pueden distraer por unas horas o
unos días o tal vez por unos meses a la sociedad, pero los problemas siguen
tomando fuerza y aún no está claro si el conservadurismo panista se afianzará en
el poder o si su contraparte, con raíces en el liberalismo juarista y en la
revolución, podrá articular un proyecto de nación viable, creíble y
aceptable.