PEPE EL GALLINA I
Cuando Pepe el
Gallina llegó a París, todavía no llevaba el sambenito del apodo que su paisano
el Vaca le colocaría poco después. Entonces sólo era José López o Pepe el
Cabrero, como le decían en su pueblo, una diminuta aldea perdida en la serranía
de Córdoba. Pepe el Cabrero decidió vender sus cabras y ovejas y marcharse a
Francia el día que, unos meses antes, vio entrar por la calle Real de su pueblo,
en un magnífico coche de los que entonces llamaban “
un
tiburón”, a su paisano Venancio el Vaca. Hacía justo dos años que el Vaca se
había marchado al extranjero y ahora volvía en un coche que ya lo hubiera
querido para sí el hijo del cacique.
-¿Y eso? -preguntó Pepe a Venancio
en cuanto tuvo ocasión de hablar con él.
-Esto lo tiene allí cualquiera.
Es como aquí una bicicleta --respondió el Vaca sin darse importancia, pero dando
a entender que había emigrado a Jauja o poco menos.
-¿Trabajo?
-Mucho y cobrando como Dios manda. No la miseria que pagan los señoritos
de aquí.
-¿Mujeres? -volvió a preguntar el cabrero.
-A porrillo.
Y unas mujeres que sólo con verlas te empalmas.
-¿Calientes?
-Más que una gata en celo.
-¿Cómo las del cine?
-Como
las del cine, pero que las puedes palpar y en tecnicolor.
Por si el paisano
tenía alguna duda, Venancio fue al coche, hurgó debajo del asiento y volvió con
un fajo de revistas que había comprado días antes en Pigalle con la idea de
bajar un día a la capital y venderlas en cualquier librería de lance. A ver si
con su importe lograba pagarse la mitad del viaje. Mientras llegaba ese día el
amigo podía disfrutarlas.
-¡Mi madre! ¡Qué tías! ¡Y en pelota viva!
-Las hay de todos los países: francesas, españolas, chinas… hasta
negras.
-¿Moras?
-Más que en Marruecos.
No necesitó más
Pepe el Cabrero para tomar la decisión de largarse. ¿Qué hacía él, que no tenía
familia, se preguntaba a sí mismo, malviviendo entre cabras y ovejas, mientras
otros se deslizaban en coche tiburón y se acostaban con las tías más hermosas
del mundo? Por si faltaba algo para decidirse, la llegada del Vaca había
coincidido con su último fracaso amoroso: las calabazas de Mariquita, la niña de
don Celedonio, el sacristán del pueblo. Para mayor humillación, ni siquiera fue
ella quien se las sirvió, sino el papaíto. Un buen día que, después de encerrar
el ganado un poco antes que de costumbre, ducharse con esmero (lo realizó
gracias a un sistema que había inventado él que permitía ducharse sin tener
ducha), calzarse con zapatos tenis comprados en la capital y vestirse con su
mejor ropa, empezó a medir la calle, esperando el momento en que tan celestial
criatura saliese de su casa, pero, ¡oh desdicha!, se encontró con la sorpresa de
que quien salió de la mansión no fue aquel ángel de amor que él con tanto anhelo
esperaba, sino, echando sapos y culebras por la boca, el padre de aquella
hermosura. Don Celedonio no se anduvo con contemplaciones, blandiendo el bastón
como si fuera mortífera lanza, le dijo, que o se largaba inmediatamente y no
volvía a acercase a la Mariquita bajo ninguna razón o pretexto, o llamaba al
instante a la Guardia Civil. Pepe, que ya había tenido algunos dimes y diretes
con los civiles, -entre otras razones en su contra tenía la de ser hijo de
fusilado-, consideró que era mucho mejor no volver a verles los tricornios. No
le quedó más solución que obedecer al sacristán y largarse calle abajo. Fue
aquella misma tarde, justo después de la trifulca con el sacristán, cuando
empezó a hacerse la terrible pregunta que habría de cambiar el rumbo de su vida:
¿Qué coño pintaba él en aquel pueblo, sin familia ni novia, guardando un rebaño
de cabras y ovejas, la mayoría de las cuales ni siquiera eran suyas? Pero
aquella pregunta primeriza, que desde hacía ya meses le rondaba en la cabeza y
más de una noche le había robado horas de sueño, después de aquella charla con
el Venancio mientras saboreaba las revistas de Pigalle, vino a completarse con
el siguiente colofón: “Mientras otros paseaban en coche `tiburón´ y se
beneficiaban las tías más hermosas”. Sí, ¿qué coño pintaba él en ese pueblo de
miseria, se pregunta día y noche, ya en sueños, ya en vela, apacentando cabras y
ovejas, mientras otros paseaban en coches de lujo y se tiraban a las tías más
hermosas?
Vendió las cabras, vendió las ovejas, (las suyas, las otras
las entregó a sus respectivos dueños), bajó a la ciudad a hacerse el pasaporte
(viaje que aprovechó para darse una vueltecita por la casa de la Rosario que,
según él, tenía las mejores putas de España) y, cuando el Vaca le escribió
diciendo que se lo tenía todo preparado, hizo sus maletas -dos maletas enormes,
una en cada mano- y se plantó en París. Llegó un viernes y tuvo la enorme suerte
de que ese día el tren que une Madrid con París, sólo llevase tres cuartos de
hora de retraso. Toda una proeza de RENFE. En el andén, cubierto de pelliza,
gorra e impermeable, estaba el Vaca esperándolo. Se abrazaron efusivamente;
luego, el Vaca le cogió una de las maletas.
-¿Qué llevas aquí, paisano,
que pesa esto más que el plomo?
-Medio jamón y un pellejo de vino.
-Eres la rehostia.
Ya instalados en el Metro, el Vaca le fue
informando de las principales características del país y las sutilezas de su
lengua.
-No hace falta saber el francés para poder trabajar aquí, pero
sí hay unas cuantas palabrejas que conviene conocer.
-¿Por ejemplo?
-
Monsieur, madame, bon jour, bon soir, ui, non, merci, s´il vous
plait, Ça va?, pardon… Sobre todo esta última. Ellos la usan una barbaridad.
Por lo más pequeño están con el
pardon acuestas.
-Vamos, que
recibes una hostia y encima tienes que pedir perdón.
-Hombre, no tanto.
Hicieron trasbordo en Chatelet. En el nuevo vagón el Vaca siguió
informando a su paisano.
-Aquí las distancias son enormes y hay días que
tienes que tomar el Metro tres o cuatro veces. Y cada vez que lo tomas tienes
que apoquinar el importe del billete. Lo mejor es comprarlo por tacos de diez.
Te sale a casi la mitad de precio.
-¿No se puede ir andando?
-Claro que se puede ir andando, pero en ese caso se te va el día en
desplazamientos.
-¿Y el trabajo?
-No vas a tener problemas. Yo
he hablado ya con el capataz de mi fábrica.
-Y de tías, ¿qué?
-Jauja. Ya te llevaré mañana.
Llegaron al fin. El Vaca vivía en
el sexto piso de una casa sin ascensor. Doce tramos de escaleras a pie, cada uno
con su maleta en la mano. Pero, ¿qué importancia podía tener eso para quien
estaba acostumbrado a recorrerse a diario las lomas y barranqueras de su pueblo?
Ninguna. Al fin llegaron. La habitación del Vaca era una amplia buhardilla con
una hermosa ventana que daba a un mar de tejados negros que se perdían en una
densa neblina que sólo permitía ver las casas más próximas.
-¿Está
siempre así? -preguntó Pepe.
-Algunos días sale el sol, pero es mejor
que no salga, porque esos días es cuando hace más frío.
-La jodimos.
-Es lo que aquí más se echa de menos: el sol de España.
Dejaron
las maletas en la habitación del Vaca y fueron a ver la que el paisano había
conseguido para Pepe el Cabrero. Estaba en la parte opuesta del pasillo y era
muy parecida a la del Vaca, aunque un poco más pequeña. Otra vez el mar de
tejados negros. El Vaca le explicó que la había alquilado a un precio muy
razonable gracias a su amistad con la portera. Él había observado que a la buena
mujer le gustaba empinar el codo y, para alimentar sus vicios, de vez en cuando
le regalaba su botellica de vino. Eso le permitía gozar de ciertos privilegios
que no tenían los otros inquilinos. Y uno de ellos había sido aquella
habitación: en cuanto se quedó libre se lo hizo saber al Vaca,
le petit
espagnol, como ella solía llamarlo. Su inquilino anterior, un emigrante
italiano, había muerto en un desgraciado accidente cuando iba de Francia a
Italia, precisamente en otro coche tiburón como el del Vaca. Eso explicaba la
cantidad de cosas insignificantes que aquí y allá fueron encontrando: libros en
italiano, bolígrafos, cuchillas de afeitar, tarjetas postales, etc. Un hermano
del muerto se había llevado lo que había considerado de valor y el resto lo
había dejado.
-De todo esto lo que te interese lo guardas y lo que no lo
tiras.-aconsejó el Vaca a su amigo.
-¿No se puede vender?
-¿Y
qué vas a vender?
-Los libros y las postales.
-Tienes razón. Yo
te llevaré cualquier día de estos al Barrio Latino donde hay varias librerías
que compran libros usados y postales antiguas.
-Por poco que den, menos
da una piedra.
-Tienes razón.
También encontraron perfumes,
cremas, depilatorios y potingues.
-¿Y esto?
-El italiano traía a
toda zorra que se le ponía a tiro.
Llevaron las maletas a la habitación
de Pepe el Cabrero, las abrieron, sacaron el jamón y el vino y, en animada
charla, dieron un tiento al pellejo de vino y otro al jamón. Cuando estaban en
lo mejor de la cháchara el Vaca miró el reloj y dijo que se iba porque ese día
tenía turno de tarde.
-No te olvides hablarle de mí al capataz.
-Eso es cosa hecha.
II
La tarde del sábado la dedicaron
a ir de putas. El Vaca, después de repasar in mente los diversos puntos de París
por los que se extendía el mercado de la carne, se decidió por el puterío de la
rue de Provence, por considerar que había bastante donde elegir y, dentro de lo
que cabe, a un precio relativamente razonable. Mientras se acercaban al Metro,
el Vaca le fue comentando a su amigo:
-Ya verás qué mujeres.
-¿Las hay rubias? A mí es que las rubias me vuelven loco.
-Las
hay como tú quieras.
-Eso está bien.
-¿Te das cuenta cuando una
de esas chiquillas que hemos visto en las revistas, sin más prendas que los
zarcillos de las orejas y algún anillo en los dedos, se eche en la cama y,
abierta de piernas, te diga: “
Viens ici, mon amour”?
A Pepe el
Cabrero, sólo con pensarlo, se le hacía la boca agua. Se apearon del Metro en la
estación Havre-Caumartin y salieron por la boca más próxima a Galerías
Lafayette.
-Mira qué tienda. Ahora mismo hay aquí dentro mucha más gente
que en todo nuestro pueblo con cortijos incluidos.
-¿Es aquí donde están
las putas?
-No, hombre, no. Justo en la calle de atrás.
Llegaron
a la calle Provence y el Vaca, señalando a la puerta de la iglesia, le indicó a
su amigo:
-El que termine primero espera a su compañero ahí, en la
puerta de esa iglesia. ¿Estamos?
-Estamos.
-Primero vamos a dar
una vuelta de ojeo.
-¿Y si no nos gustara el ganado?
-Eso no es
problema. Nos vamos a la calle de arriba que hay más. Puterío no es,
precisamente, lo que falta por estos pagos.
-Más vale así.
No
tuvieron necesidad de ir a la calle de arriba, la avenue Saint Lazare y las
inmediaciones de la rue d´Amsterdam. Antes de andar cien metros encontró Pepe el
Cabrero una rubia a su gusto. El Vaca hizo de traductor, ajustó precios y
condiciones. La chica, al ver que eran españoles, les preguntó si alguno de los
dos era toreador y ellos, al oír la pregunta, no pudieron evitar la carcajada.
Ella también se contagió de la risa. Al fin, tras unos minutos de regateo, quedó
concluido el trato y Pepe y la “
mignonne” entraron en el hotel. El Vaca
no se movió de la puerta hasta que vio desaparecer hacia el interior a su
paisano y la rubia. Luego siguió merodeando esquinas y portales hasta que dio
con otra, una morenaza que cortaba el hipo, para él. Cuando, cuestión de una
hora más tarde llegó Venancio el Vaca a las inmediaciones de la iglesia, se
encontró a su amigo haciendo sumas y restas.
-¿Cómo te ha ido, paisano?
-Un robo. Un verdadero robo.
-¿Cómo? ¿Te cobró más de lo que
ajustamos?
-No, pero lo que ajustamos fue un robo. ¿Te das cuenta? ¡La
hora que he estado con la puta me sale por el importe de dos cabras! ¡A cabra
por polvo!
-¡Hombre! Haberle echado tres y te sale más barato.
-Lo intenté, pero no pude. Además, era rubia pintada.
-La que tú
elegiste.
Volvieron al Metro. Por el camino siguió lamentándose. Estaban
ya en los bancos del andén, esperando la llegada del armatoste, cuando Pepe el
Cabrero volvió al mismo tema:
-Oye, paisano, estoy pensando una cosa.
-¿Qué?
-Que quizás lo mejor sería que me comprara una cabra.
-¿Una cabra? Pero, ¿qué dices?
-Sí, una cabra. Cuando hacíamos
trashumancia y estaba más de una semana sin ver a una tía, me aliviaba con una
chota y te puedo asegurar, paisano, que gozaba lo que no te puedes imaginar.
-¿Con una chota?
-Sí, paisano, con una chota. La verdad es que
la cabra tiene una ventaja sobre la mujer: jamás te pide nada ni te engaña
fingiendo que es rubia sin serlo.
-En cuanto la portera te vea entrar
con una cabra, te pone en la calle y os vais a dormir, la chota y tú, a los
muelles del Sena. Además, ¿dónde vas a encontrar aquí una cabra?
-¿No
hay en París ninguna tienda que venda animales?
-Claro que hay tiendas
que venden animales, pero son animales de compañía: perros, gatos, loros,
canarios, periquitos…
-¿Y por qué la cabra no puede ser animal de
compañía?
-Porque no.¡Se acabó!
Llegó el tren y entraron en el
vagón más próximo. No encontraron asiento y ambos se quedaron de pie, cada uno
cogido a la barra que vio más cerca. Pepe volvió a la carga:
-Oye,
paisano, ¿y una gallina? Yo creo que con una gallina me podría apañar y, por
caras que estén aquí las gallinas, no pueden costar como una puta.
-Una
gallina… Pero, ¿tú estás loco?
-¿No hay aquí ningún sitio donde vendan
gallinas?
-Claro que hay muchos sitios donde venden gallinas, pero
siempre las venden muertas.
-¿Y vivas? ¿No hay ninguna tienda que venda
gallinas vivas?
-Sí, claro que tiene que haber.
Fue entonces
cuando el Vaca, haciendo memoria, se acordó que en cierta ocasión que estuvo en
Saint-Denis, vio en la isla del Sena, un mercado en el que vendían animales
vivos: conejos, pollos, gallinas, palomas… Se lo hizo saber a su amigo y éste se
frotó las manos de contento.
-Entonces sólo es cuestión de que me
lleves.
-Te advierto que todavía no llega hasta allí el Metro y
tendremos que tomar un tren.
-Como si hay que tomar el avión.
Aprovecharon la mañana del domingo para realizar la expedición. Fueron a
pie a la estación del Norte y allí tomaron el tren. Quince minutos de trayecto.
Ya en Saint-Denis se dirigieron al mercado de la isla y, una vez allí, entre las
muchas gallinas que vieron, Pepe el Cabrero eligió la que le pareció más hermosa
y saludable. Una gallina rubia, de cresta de amapola que daba gloria mirarla. De
nuevo al tren. Otros quince minutos y en casita. Ya en la buhardilla, la sacó
del cesto de palma donde el animalito había hecho el viaje, le desató las patas
y le puso en un papel de periódico los restos de la cena anterior, que la
gallina devoró en menos que se cuenta.
-¡Pobrecita! Estaba muerta de
hambre.
Por último, la obsequió con media taza de tinto.
-Seguro
que esto no lo habías probado en tu puta vida.
La gallina bebía, gota a
gota, alzando la cabeza y mirando al techo de la buhardilla. Luego, se instaló
en una de las dos sillas que había en la habitación, y quedó sumida en dulce
sopor.
-Me parece que ha cogido una buena pea -comentó el Vaca.
Pepe la miró con ternura.
-Más vale que descanse ahora que
puede. No sabe, la pobrecita, lo que le espera.
III
Estaba
soñando el Vaca que acariciaba los senos de la buena moza con la que había
estado la tarde antes, cuando un descomunal cacareo lo arrancó del sueño y lo
trajo a este mundo de miserias. Al momento se acordó de su paisano y, sin perder
un instante, se metió el pantalón y salió disparado hacia la puerta de la
buhardilla de Pepe el Cabrero. No quiso llamar, pero por el hueco de la
cerradura echó una ojeada y vio que el paisano, desnudo de cintura para abajo,
estaba en plena faena. Cuando se retiró del ojo de la cerradura observó que
otros vecinos, sin duda alarmados por el cacareo, también habían salido de sus
respectivas buhardillas y cuchicheaban entre ellos. El más próximo a la puerta,
al ver el observatorio libre, se aproximó a ella y luego se instaló sobre el
hueco de la cerradura. Al momento alzó la cabeza, haciendo aspavientos y
prorrumpiendo enormes carcajadas. A otro que se acercó al instante le ocurrió
exactamente igual. El Vaca observó que la gallina cada vez cacareaba con menos
fuerza y esto le hizo suponer que el animalito estaba en las últimas. Pobrecita,
pensó, la está reventando. Poco después hubo un momento en que la aventura pudo
terminar en drama cuando, uno de los últimos llegados, después de la inspección
por el ojo de la cerradura, alzó la cabeza diciendo: “
C´est fini. Il a
tué sa poule”. Como la palabra “
poule”, en francés, lo mismo puede
significar gallina que puta o amante, otro que, alarmado por el revuelo de risas
y cuchicheos, en ese momento acababa de abrir la puerta de la buhardilla, creyó
que se trataba de un asesinato en toda regla y se ofreció para avisar a la
policía. Ya empezaba a bajar las escaleras cuando tuvieron que pararle los pies
y explicarle que, en este caso se trataba de una gallina, que también era
amante, pero de las que ponen huevos y, sin las dejan incubar, sacan polluelos.
Y en efecto, Pepe el Cabrero, después de poner fin a su idilio de amor, ya había
comenzado a desplumar y descuartizar a su amante, con cuyos menudillos se hizo
esa noche unas sopas y el resto lo dejó para el almuerzo del día siguiente. Era,
explicó después al Venancio, como el polvo de la mantis religiosa, pero al
revés: aquí el que llenaba la tripa era él y la víctima ella.
-Justo es
-añadió- que alguna vez ganáramos los hombres.
Fue a raíz de ese
episodio cuando José López, más conocido en su pueblo por Pepe el Cabrero, se
convirtió en Pepe el Gallina o “
Monsieur la poule“, como empezaron a
llamarlo los franceses. Él aceptó el sambenito con resignación. ¡Qué remedio le
quedaba!
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Francisco
Gil Craviotto,
El siglo que se nos
fue (Carena, 2010), en
Ojos de
Papel.