El economista norteamericano, siguiendo la brecha que abrieron hace medio
siglo Moses Abramovitz, con un importante trabajo estadístico, y Robert Solow,
con un modelo analítico que se enseña en todas las Facultades de Economía y que
le hizo merecer también el Premio Nobel, señalaba así que en la raíz del
crecimiento se encuentra el aumento de la productividad del trabajo, para a
continuación aclarar que «los incrementos de la productividad, sin embargo, no
son siempre resultado de la mayor eficiencia de los trabajadores». Éstos, en
efecto, señala Krugman, «pueden producir más, no porque estén mejor dirigidos o
tengan mayores conocimientos tecnológicos, sino simplemente porque tengan mejor
maquinaria»; y observa así que «un hombre con una excavadora puede abrir un
agujero más rápido que otro con una pala, pero no es más eficiente, sólo tiene
más capital con el que trabajar». Es a esta manera de hacer crecer el producto
de la economía, basada en un mayor empleo de capital y trabajo, a la que podría
asimilarse la idea de la
transpiración. La economía crece porque hay más
trabajadores que sudan la camiseta y porque, para hacerlo, usan más capital.
Pero hay otra manera de aumentar la productividad del trabajo y hacer
crecer la economía. Se trata de la
inspiración que hace aumentar la
eficiencia de las fuerzas laborales empleadas. Este concepto —eficiencia—alude a
la obtención de un mayor producto por cada unidad de capital y trabajo que se
utiliza en los procesos de producción. La eficiencia es lo que caracterizó la
expansión norteamericana hasta hacer que Estados Unidos se convirtiera en la
primera economía del mundo. Esto es, precisamente, lo que descubrió Solow
cuando, en su famoso artículo de 1957, en el que sentó las bases de la moderna
teoría del crecimiento, señaló que, entre 1909 y 1949, en ese país «el producto
bruto por hora-hombre se duplicó» y que «el 87,5 % de tal aumento es imputable
al cambio técnico y el 12,5 % restante al uso mayor de capital». La
inspiración de Krugman es, así, lo mismo que el
cambio técnico de
Solow; y su fundamento no es otro que la aplicación del conocimiento plasmado en
las tecnologías, las formas organizativas y los modos de gestión —la innovación,
en suma, como ya había destacado el austríaco Joseph Alois Schumpeter en su
Teoría del desarrollo económico publicada en 1911— a las actividades de
producción de bienes y servicios.
La enorme expansión del empleo
durante el período que estamos analizando se concretó sobre todo en la
construcción, los servicios inmobiliarios y las actividades de turismo masivo,
todas ellas con un bajo nivel de
eficiencia
El lector no versado en este tipo
de asuntos económicos podría pensar que, puesto que hay dos maneras de hacer
crecer la economía, es indiferente optar por una u otra. Sin embargo, no es así.
Krugman recuerda en su artículo que el crecimiento por
transpiración
basado en «meros aumentos en los
inputs, sin que mejore la eficiencia con
la que se utilizan, … debe conducir a la obtención de rendimientos decrecientes»
y, por tal motivo, «el crecimiento a través de los
inputs es
inevitablemente limitado». Sin embargo, la
inspiración es mucho más
potente y, por ello, señala Krugman que «el crecimiento sostenido de la renta
per capita de la nación sólo puede ocurrir su hay un aumento del producto
por unidad de
input». En resumen, lo que los economistas han descubierto
acerca del crecimiento es que éste es más robusto y continuado cuando se
fundamenta en la
inspiración que cuando se basa en la
transpiración.
Preguntémonos ahora qué es lo que ha ocurrido en
España durante los últimos años, antes de que la crisis internacional viniera a
cercenar la euforia con la que, en esto de la economía, se vivía en España. Una
reciente
investigación
de Matilde Mas y Juan C. Robledo publicada por la Fundación
BBVA viene a aclarar que, entre 1995 y 2005, la productividad del trabajo
aumentó en España un 0,42 % cada año. Esta tasa resultó ser tres veces inferior
a la de los países de la Zona del Euro que, en conjunto, vieron que su
productividad se incrementaba el 1,23 % anual. ¿Por qué ocurrió esto? Pues,
sencillamente, porque, aunque la cantidad de trabajo empleada en la economía
española aumentó a un ritmo casi cuatro veces mayor que en la eurozona —el 0,40
% frente al 0,14 %— y el capital lo hizo de una manera casi igual en ambas áreas
—el 0,78 % en España y el 0,88 % en el agregado europeo—, en nuestro país la
eficiencia disminuyó un 0,76 % anual, en tanto que en Europa aumentaba un 0,21
%. En otras palabras, el crecimiento se configuró en España bajo un modelo muy
potente de
transpiración —pues había cada vez más trabajadores dispuestos
a sudar la camiseta—, pero no se llegó muy lejos debido a la caída en barrena de
la eficiencia —pues, en promedio, de esos ocupados y del capital utilizado por
ellos se sacaba un rendimiento cada vez más reducido—. Entre tanto, para
nuestros socios europeos se consolidaba un modelo mixto fundamentado también el
la
transpiración, pero con dosis apreciables de
inspiración.
Naturalmente, detrás de las cifras que acabo de señalar se encuentran
las realidades sectoriales de la economía. El trabajo de Mas y Robledo lo deja
bien claro. Si España hubiese mantenido la especialización que tenía en 1995,
principalmente en industrias de mediana sofisticación tecnológica y en servicios
intensivos en mano de obra, con una aportación positiva, aunque mediocre, de los
sectores de alta tecnología, habría visto crecer su productividad en un 0,90 %
anual; es decir, algo más de el doble de lo que efectivamente se registró. Pero
no fue así, porque, como es de sobra conocido, la enorme expansión del empleo
durante el período que estamos analizando se concretó sobre todo en la
construcción, los servicios inmobiliarios y las actividades de turismo masivo,
todas ellas con un bajo nivel de eficiencia; y este cambio en la estructura
productiva restó 0,48 puntos porcentuales a la tasa anual de incremento de la
productividad.