Estatuas, cráneos y urinarios
Leningrado, no importa el
año: la policía detiene a un joven por saltar la verja de un jardín para
acariciar la estatua de una ninfa. Lisboa: un marinero inglés es arrestado por
encaramarse al magnífico desnudo de mujer que forma parte del monumento a Eça de
Queiroz. Si sólo tuviéramos noticia del primer suceso, nos inclinaríamos a
considerarlo un arrebato de romanticismo ruso, un rapto poético, una
performance de estudiante de Bellas Artes. Si sólo conociéramos el caso
del marinero, sin duda pensaríamos en uno de esos actos vandálicos a los que tan
acostumbrados nos tiene la chusma británica desde que no cuenta con un imperio
en el que desahogarse. Sorprendentemente, el marinero estaba sobrio. Aun más
sorprendente: la policía encontró entre sus efectos personales una colección de
fotografías de todas las estatuas a las que había amado en diversos puntos del
globo.
Un acto aislado se agota en sí mismo; dos, permiten establecer un
patrón. La ciencia acude en nuestra ayuda para catalogar la pasión idéntica del
ruso y el inglés con el nombre de pigmalionismo. Nos adentramos así en el
apasionante mundo de las perversiones. Siguiendo al prolífico Martín de Lucenay,
diplomado por la inexistente Escuela de Sexología de Río de Janeiro y redactor
de los sesenta volúmenes de la serie Temas sexuales de la editorial
Fénix, algunos de título tan sabroso como Las grandes aberraciones, Vicios
femeninos o Presidios, regimientos y barcos, definiremos la
perversión como «una desviación de la tendencia sexual normal», y la perversidad
como «una cualidad más o menos anormal del carácter que induce al individuo a
practicar el mal por el mal y a cometer o a desear ciertos actos precisamente
por ser prohibidos». «El perverso», afirma Lucenay, «es un egoísta y el
pervertido un altruista; el primero actúa para sí; el segundo no se ocupa tanto
de él como del objeto de su perversión». Esto último, creemos, es palmario en el
caso de los amigos de las estatuas.
«Todos», sostiene Lucenay, «somos
pequeños pervertidos», y es conveniente no olvidar que «muchos pequeños
pervertidos (pero no todos; el paréntesis es nuestro) son grandes erotómanos»,
así como que «el pervertido nace, y el perverso se hace».
Es indudable
que el término perversión, no digamos ya perversidad, lleva
aparejada una valoración negativa, una censura moral. ¿Qué podemos decir al
respecto? Lo mejor es traer a colación, a modo de apólogo, un episodio de la
Alemania de Weimar que nos proporciona el inefable Lucenay. Al tratar de lo que
los franceses denominan stercoraires platoniques (en español, mirón de
urinario), refiere el desmantelamiento por la policía berlinesa de un club de
mirones escatológicos en las inmediaciones de los jardines de Schlossberg.
Cuando los agentes irrumpieron en el club, hallaron una sala llena de espejos y
muy iluminada, en cuyo suelo había veinte sumideros en los que las operaciones
evacuatorias se realizaban en cuclillas. En aquel momento se hallaban allí once
individuos de ambos sexos evacuando, en tanto una docena presenciaba el
espectáculo. Todos estaban completamente desnudos. Casi todos los socios del
club eran personas de elevada posición social y perfectamente normales en otros
aspectos de su vida. Los (por llamarlos de alguna manera) excretores eran en su
mayoría obreros, mozos de cuerda y otros individuos rudos que recibían una
gratificación por evacuar en el club. Todo esto se supo gracias a las
declaraciones de uno de los socios, que era... policía (aunque no pervertido,
aclara, o emborrona, Lucenay). El que esté libre de pecado...
Porque de
eso se trató durante siglos, de algo pecaminoso. En la segunda mitad del siglo
xix el positivismo científico, indiferente a la teología moral, convirtió el
pecado en patología, el alma en psique y al pecador en enfermo susceptible de
diagnóstico, tratamiento y curación. Y durante la primera mitad del siglo xx, la
psiquiatría y el psicoanálisis indagaron las causas de estas curiosas
manifestaciones de la conducta humana, elaborando un repertorio de casos
clínicos de una variedad y complejidad apabullantes (en el que, por cierto, no
dejaron de incluir ciertas expresiones de pietismo y devoción religiosa; no
podía ser de otra forma si reparamos, por ejemplo, en las numerosas similitudes
existentes entre la denominada “disciplina corneliana” observada como penitencia
y acto de entrega a Dios en los conventos y el llamado “vicio inglés”,
practicado en los “clubs pornológicos” de Londres, ambos consistentes en la
flagelación de un cuerpo desnudo).
La ciencia sustituyó el término
perversión por otro más neutro, parafilia, que puede definirse
como el deseo patológico hacia personas que no consienten o a las que se les
produce algún daño (pedofilia, sadismo, exhibicionismo, voyeurismo…) o como la
necesidad obsesiva de realizar ciertas conductas sexuales normales (sexo oral,
masturbación, homosexualidad…). En realidad el concepto está sujeto a tantas
variaciones como cambios se produzcan en lo que se considere sexualmente normal
o anormal. Por ejemplo, hasta mediados de los años setenta, la Asociación
Estadounidense de Psiquiatría consideraba desviado todo acto sexual que no fuera
la penetración del pene en la vagina. Dados los numerosos procesos de involución
que se viven actualmente en el campo de lo social, no sería de extrañar que la
AEP impusiera de nuevo su mojigato punto de vista.
Pero en fin, podemos
hacernos idea de la ingente tarea que la ciencia tuvo que acometer y de las
dificultades a las que hubo de hacer frente refiriendo tan solo un caso (en
realidad lo refiere Lucenay, y es, junto a los de La dama del perrito
pequinés, El pederasta necrófilo, Los invertidos de Hong Kong o El
mayor atractivo de las chinas uno de los más interesantes de su colección).
Cierto individuo viajaba constantemente con un cráneo que, según decía, había
pertenecido a una mujer joven y bella. Cuando su perversión fue descubierta, se
comprobó que aquella calavera perteneció a un luxemburgués que murió a los
sesenta y dos años a consecuencia de la sífilis. ¿Qué pensar ante un caso como
éste? ¿Mentía el perverso? ¿Se engañaba a sí mismo? ¿Acaso la calavera del
luxemburgués obraba como sustituto del objeto realmente deseado, el cráneo de
una bella mujer? El objeto deseado ¿era un cráneo real o más bien ideal, un
arquetipo, todos los cráneos de las mujeres bellas? ¿Quién puede saberlo?
Tras décadas de investigación y millones de lobotomías, duchas frías y
electroshocks, los partidarios del enfoque patológico de la cuestión llegaron
tan sólo a un puñado de certezas. Básicamente, que si usted es un alienado y un
alcohólico, y su hijo ha manifestado desde la más tierna edad, por medio de
actos deplorables, la ausencia de un ápice de bondad, incapacidad para la
ternura y la amistad y una acusada indiferencia a las caricias, complaciéndose
en cambio en torturar a los animales, en dañar a las plantas, en destruir los
objetos y en golpear a las gentes que le rodean, entonces, muy probablemente,
ese niño acabará siendo un pervertido, quizá incluso un perverso. No es mucho
para tantas décadas de introspección.
Pero si algo ha puesto de
manifiesto la investigación científica, aunque sea sólo colateralmente, es la
portentosa imaginación de nuestra especie. Creemos que los relatos e
ilustraciones de este libro lo corroboran. Dejando para otra ocasión —por
pereza, por falta de espacio, por temor a perder el hilo— la vindicación que del
marqués de Sade y de la figura del libertino proyectábamos, damos paso a este
Catálogo de parafilias ilustradas.
Pasen y vean.
***
Por Manu Espada
Se enamoró de ella un domingo durante la Eucaristía. Entró en misa
convirtiendo el silencio de la iglesia en un rumor por obra y gracia de aquellos
imponentes zapatos de tacón. Rojos. Brillantes como una puesta de sol en
Granada. Acabados en charol. Un treinta y nueve. La punta ligeramente elevada,
como una pequeña nariz a punto de estornudar. Una horma estrecha y elegante. Muy
personales. Extraordinarios. Fascinantes. Han pasado diez años y aún recuerda
aquel momento místico como si fuera ayer. Puro éxtasis. Ahora la observa frente
al televisor. Lleva esas zapatillas de estar en casa con forma de ardilla
fabricadas en felpa (made in Taiwan). Entonces, piensa en la vecina, que tiene
unas botas de montar que quitan el hipo, y, una vez más, se arrepiente de haber
colgado los hábitos.
AndrometrofiliaPor
José Cruz
Cabrerizo Afección conductual masculina en la que la
fuente de placer es la conversación continua y perenne en torno a las medidas.
Cursa con alteración cognitiva dimensional. El individuo parece que mirara por
una lente de aumento pues percibe los objetos de un tamaño mayor al real.
Recientes estudios han logrado cuantificar dicha disfunción referencial en una
magnitud escalar 5:1. O lo que es lo mismo: el varón afectado "verá" una
longitud de 5 cm. donde la realidad metrológica nos va a referir 1 cm.
La sintomatología en estos individuos es clara y bien definida,
gradándose en tres estadios evolutivos de menor a mayor infiltración psicótica:
1.- ESTADIO EXPRESIVO: el hombre refiere que todas las comparaciones son
odiosas. Además esgrime argumentos como la aberración que introduce la
incertidumbre asociada al proceso de medida. En todo momento trata de llevar la
cuestión a su terreno: el otro siempre se mueve en las arenas movedizas de la
percepción.
2.- ESTADIO MADURATIVO: el varón afectado repite con
obcecación que el tamaño no importa. Manifiesta además síndrome del urinario:
unos servicios constan de dos urinarios y una taza de water; en uno de los
urinarios micciona otro macho; nuestro individuo optará por orinar en la taza
del water.
3.- ESTADIO EXPANSIVO: El paciente no para de referir que
tiene un juguete de 20 cm. Si nos atenemos a la proporción anterior 5:1,
entonces 20:5 = 4 cm.
Los autores del estudio no entran en valoraciones.
Máxime teniendo en cuenta que el tamaño no importa.