Para ello, Carlos Zanón ha tenido que bogar por los encrespados
Mares de las Letras, esa Biblioteca de Babel de la que habla Borges el
Heresiarca en uno de los cuentos de El jardín de senderos que se
bifurcan. Zanón se encasquetó el calicó, se camufló con los colores caquis
del Sahara y se lanzó a la aventura, como el último de los Lectores
Exploradores, después de Henry Morton Stanley y su mítico En busca del
doctor Livingstone. “Estamos hechos de libros”, cerciora el autor, un
caníbal que lee 15 libros a la vez, por no decir de una tacada: “Intento
visualizar mi mesita de noche. Ahora… Ahora estoy con Ave del paraíso, de
Joyce Carol Oates; una biografía de John Lennon (‘a pesar de todo,
los Beatles eran los más grandes’), y Tot el que tinc ho porto amb
mi, de Herta Müller, la intrahistoria de los gulags…” (Si antes de 80
páginas, Carlos, abogado de turno de oficio, no encuentra divertimento o emoción
o ambas cosas, lo manda al paredón, previa sentencia de muerte, como la que
firmó contra Moby Dick, que no pudo acabar de leer.)
Todo empezó
con Las flores del mal. “Caminaba Ramblas abajo, cuando en un kiosco me
topé con este libro, cuyo título me atrapó. Aunque ese día no me lo compré, lo
acabé buscando y di con él. Baudelaire me inspiró”, asume, sentado en una
de las mesas que hacen de contrafuerte en la cervecería Viguin,
resguardado del séptimo aguacero de fin de verano. Estamos en septiembre.
Por aquel entonces tocaba el bajo (“mal”) en un grupo “grunge
ruidoso” que se llamaba Alicia golpea, simulacro del peor Nirvana
(“se hizo aburrido cuando empezamos a hacernos mayores”). Escribía las letras de
las canciones, arrumbado por la sofistería del disco de Lou Reed Berlin
(1973), la tragedia de una pareja de drogadictos consumidos por su propia
adicción. La noche, el suicidio, la calle… “La ciudad es tragedia y es
diversión, y en la ciudad cabe la ironía, ‘la victoria del vencido’. La
literatura está en esos matices, en las motivaciones. Escribir es contar
historias. Todos los escritores son, de alguna manera, autobiográficos, aunque
lo que te impulse sea dar voz a los submundos”, desflora, y ahuyenta los
adjetivos más tibios, enfurecido por lo que dicen los monismos y las palabras.
Escuchaba a Lou Reed, la revelación, y se imaginaba lo que esas frases
transmitían, trasponiendo sus significados, por lo que se hizo inseparable del
diccionario de inglés. Lou Reed configuró su universo, en parte, con los mismos
señuelos que Leonard Cohen, quien, a menudo, recitaba a Federico
García Lorca. Así que Carlos Zanón descubrió el Poeta en Nueva York,
con los Poemas del lago Eden Mills. Y tras devorar Bodas de sangre
y La casa de Bernarda Alba, como el caníbal maorí de la península de
Whangaroa que siempre ha sido, le hincó el diente al resto de la Guarnición del
27, y desveló los secretos de Luis Cernuda, el depresivo de la
Desolación de la quimera, y Cernuda le llevó de la mano a conocer a
César Vallejo, que cabalgaba a lomos de su Trilce, educido por la
esperanza.
Zanón, sin brújula, destapó la caja en la que reposaba
José Hierro (“pensar que no había ni ayer ni mañana ni historia”),
y él le presentó a Goytisolo, a los tres hermanos.
Carlos Zanón
estudió Derecho porque le gustaba una chica de azul. Pero Luz no le hacía
caso… Al final, en fin, se casó con ella. “Sabía que yo no quería hacer
Filología; no quería diseccionar clásicos, ni que me dijeran qué obras tenía que
leer. Tenía una idea peregrina de la literatura, por eso escribo como un juego y
no sé adónde voy a ir a parar.”
En los ocho años que estudió en la
Universidad de Barcelona (“pensaba que nunca acabaría la carrera”), se colocó en
los más variados y “extrañísimos” puestos, incluido el taller en el que
ilustraba las Biblias que se vendían en las comuniones y en Latinoamérica.
“Tengo mirada de poeta y manos de narrador”, ha dicho alguna vez de sí
mismo. A sabiendas de que “construir” una novela es una obra titánica, no quiso
desmerecer, y probó suerte con Nadie ama a un hombre bueno. “Tengo una
novelita que nunca publiqué, cuyo título Puentes en llamas no sé si le
hace justicia: se trata de una historia de enredos en la que un hombre engaña a
su mujer, pero el detective contratado acaba vigilando a quien no debe. La
infidelidad es la última hazaña de las ciudades. Y ahora estoy escribiendo otra
novela, de la que sólo diré cómo se acabará llamando: No llames a casa.
Escribo cada día, porque escribir es como hacer gimnasia, se ha de
ejercitar”, refleja, y acaba volviendo a la poesía, arte que obedece, según él,
a impulsos, y se entretiene, en la librería Bertrand de Rambla de Catalunya, con
los dulces de Machado y de Spender, a quienes ha echado el ojo.
Por esos estantes perdidos del Sahara editorial andará la Balada de
Spoon River, de Edgar Lee Master. El poeta Carlos Zanón ya leyó en el
contenido de sus tumbas, y no le importaría volver a hacerlo, siendo como es el
último de los Lectores Exploradores.
“Has leído y escuchado a
Cobain,
a George Bush, a Salinger y a Palaukin;
has
combinado agua bendita y alcohol”
“Estamos hechos de
libros.”