¿Es un volumen académico? Sus páginas son académicas si por tal entendemos
reglas de investigación, normas de comunicación y procedimientos técnicos. Pero
son algo más: no es un libro destinado exclusivamente al público universitario.
Está concebido para lectores cultos, lectores que quieran informarse,
reflexionar sobre el pasado español. Lo pretérito no desaparece: en cada uno de
nuestros actos y en cada uno de nuestros pensamientos regresa lo que nuestros
antepasados hicieron o dejaron de hacer. Por eso, un buen examen histórico no
exhuma lo inerte, sino lo que aún nos da vida o nos mortifica.
Pero no
confundamos la revisión con la mera adición erudita. Lo importante de este
volumen no es el caudal de datos, sino el significado que Santos Juliá da a los
procesos y acontecimientos del siglo XX español. Su lectura es, pues, un
pasatiempo intelectual de primera. Con preparación bien probada y con
observaciones bien documentadas, Juliá nos traza el panorama de las expectativas
y estremecimientos españoles; nos describe una centuria violenta y promisoria a
la vez. Santos Juliá reúne textos previamente publicados, ensayos analíticos y
escritos de síntesis en los que el autor explora y relata los efectos y los
defectos de esa vicisitud española. Es un libro de retales, pero bien cosido,
con textos que se complementan entre sí, que se completan unos a otros. Quizá
Juliá podría haber armonizado el conjunto si hubiera adoptado un criterio
editorial uniforme. ¿Cómo? Adecuando todo el aparato crítico, el sistema de
referencias. Hay capítulos con bibliografía; otros con notas. Hay textos
puramente divulgativos; otros de reflexión.
El autor tiene aciertos
notables: por ejemplo, el énfasis en la España prometedora de principios de
siglo. Las partes que dedica a la modernización de 1914-1931 son muy valiosas:
levantan el velo de la fatalidad y de la anomalía españolas, mostrándonos por
contraste la gran fractura de 1936 y de 1939. Por esas páginas del primer
Novecientos reaparecen Manuel Azaña y José Ortega y Gasset, espectadores de un
país que muda y que se actualiza. Son igualmente atinados los capítulos que
dedica a la Guerra Civil, al Caudillo y a su régimen: especialmente, a la
sociedad aplacada y desmovilizada que sólo comienza a desperezarse a partir
1956. O, en fin, son páginas muy aleccionadoras aquellas en las que Santos Juliá
hace sutiles observaciones sobre el valor de la transición posfranquista, sobre
las dificultades de pactar, de levantar un armazón democrático tras décadas de
represión, de exilio y de incultura política. El autor se siente muy reconocido
en la obra constitucional de aquella España de 1978, una obra que no es amnesia
–como tantas veces se dice--, sino transacción entre partes: un echar al olvido
las culpas y las deudas con que los antiguos enemigos podrían recriminarse
mutuamente. ¿De qué se trataba? De iniciar, de poner en práctica una política de
consenso y de superación del pasado, un consenso lejanamente inspirado en los
planes de reconciliación nacional que el Partido Comunista de España ya alentaba
desde los años cincuenta.
Aunque se presente bajo la forma de
ensayo analítico de excelente factura y de distante y brillante pulso narrativo,
Hoy no es ayer tiene un fondo o un eco inevitablemente autobiográficos,
emocionales incluso
El régimen de Franco fue un sistema políticamente
desastroso, una profunda grieta de la que aún no nos hemos repuesto enteramente.
Combinó el fascismo violento y ornamental de Falange con el confesionalismo de
la Iglesia católica y el militarismo de un ejército africanista, nos recuerda
Santos Juliá. Impuso primero la autarquía económica –de grandísimos costes— para
luego evolucionar liberalizando sólo en parte el mercado, un mercado
frecuentemente intervenido: con numerosos frenos, con corrupciones. ¿Qué es el
franquismo? Pues, en primer término, una dictadura militar, un régimen arbitral,
un sistema político unipartidista: es decir, de partido único (Falange o
Movimiento Nacional), con una jefatura del Estado rodeada de plenos poderes, sin
rey y sin presidente de la república. Es un sistema castrense o pretoriano a
cuya cabeza hay, por supuesto, un militar, un Jefe de los Ejércitos que es a la
vez Jefe del Estado: un Generalísimo o un Caudillo. Nace en la época de los
fascismos, en tiempos convulsos: la época de países aquejados por crisis
económicas profundas, con crisis sociales tendencialmente violentas, con
derrotas militares o con amenazas revolucionarias. Nace a partir de un pequeño
movimiento de corte igualmente fascista.
Pero en el franquismo el
régimen y el partido no son lo mismo. El sistema nace de una Guerra Civil
redefinida como Cruzada -según nos indica el autor en uno de los capítulos más
precisos-- y, por tanto, nace de una coalición de fuerzas combatientes y
políticas que luego tendrán distinta influencia. Hay diferentes familias
políticas con ideologías variadas: desde el falangismo hasta el carlismo,
pasando por el Opus Dei o los propios militares. Es un régimen que dura y
evoluciona. Dura gracias a la circunstancia estratégica que beneficia a Franco
–particularmente la lucha occidental contra el expansionismo soviético-- y
evoluciona desde la dictadura totalitaria hasta el sistema autoritario: desde el
sistema con partido único, hasta la dictadura unipersonal de pluralismo
limitado. Pero lo que no dejará de ser el franquismo es un sistema antiliberal y
antidemocrático, como otras dictaduras de origen fascista. Y eso lo destaca una
y otra vez Santos Juliá, que se ampara en Manuel Azaña y en José Ortega y Gasset
para realizar sus análisis.
"La forma que en política ha representado la
más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal", decía José Ortega y
Gasset en un párrafo memorable de La rebelión de las masas. Vale decir,
la forma más sofisticada, la técnica más compleja de funcionamiento social es el
sistema democrático porque hace convivir a los diferentes, a los que piensan
distinto, a los que se contrarían. Lejos de eliminar las tensiones, la
democracia liberal reconoce los conflictos, conflictos de intereses o de
opinión, y les da un cauce de expresión. "Ella lleva al extremo la resolución de
contar con el prójimo y es prototipo de la 'acción indirecta'...", añadía
Ortega. Contar con el prójimo, pero no porque piensa igual que nosotros, sino
porque sostiene cosas diferentes, porque sus juicios, por muy equivocados que
puedan estar, expresan puntos de vista que sería una pérdida eliminar. "El
liberalismo es el principio de derecho político según el cual el Poder público,
no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa,
dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan
ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría", insistía
Ortega. Resulta difícil esta autolimitación, entre otras cosas porque los
recursos institucionales o policiales de ese Estado podrían aplicarse con gran
eficacia para acallar a quienes incordian o molestan y no sólo a quienes
amenazan o mienten con el afán de destruir. Es decir, entre la inacción (el todo
vale en virtud de la libertad de expresión) y el intervencionismo que fiscaliza,
controla, limita, persigue la disensión, sólo hay un trecho corto, y la
tendencia de los poderes es a usar aquello que más a mano tienen: la represión.
Por eso, añade Ortega, la democracia liberal es un marco en el que se
hace explícita "la suprema generosidad". En ella se pregona "el derecho que la
mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado
en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo; más aún, con el
enemigo débil". La generosidad suprema no es la que se da con el igual o con el
afín, con el adherente o con el próximo, sino con el distante, con aquel con
quien no nos une o no compartimos casi nada. Según admite Ortega inmediatamente,
"era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita,
tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural" como es la
democracia liberal. Aceptar la pluralidad de intereses, admitir la legitimidad
de los conflictos y de las opiniones diversas es un logro civilizado, lo que no
significa que esos juicios que nos son contrarios debamos aceptarlos sin más
para silenciar los nuestros.
Su generación es la que protagoniza
la Transición, la que hace un ejercicio de moderación y de modestia, de entrega
y de esfuerzo, sin un plan establecido y cerrado, sin un programa fijado:
aprendiendo el lenguaje de la libertad y de la democracia
Lo bonito de la democracia liberal es dar
visibilidad legal a esos conflictos y sobre todo excluir la violencia. ¿Y qué es
lo civilizado? "La barbarie es ausencia de normas y de posible apelación”. Y lo
civilizado se mide por la mayor o menor precisión de las normas. En efecto, se
mide por la densidad normativa de la sociedad y del sistema político. Eso no
quiere decir que el Estado deba regularlo todo, sino que debe crear un espacio
jurídico en el que no haya lugar a la improvisación o a la arbitrariedad, un
ámbito o dominio en el que todos sepan a qué atenerse y en el que la vulneración
de esas normas bien fijadas y claras tenga la respuesta institucional prevista.
Ese dictamen, que está en Ortega, reaparece en las páginas de Santos Juliá una y
otra vez, de manera directa o indirecta. Por un lado, la España de Franco es
intervencionista, ordenancista, leguleya; por otro, ese país es también el del
estraperlo, el de la corrupción, el de la patrimonialización. Aparte de la
dictadura, lo que lo hace repudiable es, precisamente, la suma de
intervencionismo y corrupción, nos recuerda Juliá.
Aunque se presente
bajo la forma de ensayo analítico de excelente factura y de distante y brillante
pulso narrativo, Hoy no es ayer tiene un fondo o un eco inevitablemente
autobiográficos, emocionales incluso. Por eso, entre sus páginas, el autor
manifiesta un dolor generacional que es, a la vez, personal. Es un volumen
escrito por alguien nacido en 1940, alguien que llega a la juventud tras las
primeras contestaciones juveniles (1956) y tras el Plan de Estabilización
(1959), alguien cuya madurez corresponde ya a la muerte de Franco y, por tanto,
al período de la Transición. Haber vivido la historia en esas etapas, haberlas
vivido con lucidez, debió de ser lamentable y prometedor. Digo lamentable porque
vivir bajo una dictadura durante treinta y cinco años es una mala fortuna: te
hurtan buena parte de tu juventud, potencialmente díscola y levantisca. Y digo
prometedor porque la salida del régimen franquista a esa edad te permite la
madurez lúcida y prudente. Personas como Santos Juliá, con esos condicionantes
biográficos, hay muchas, pero no todas se han dedican a la investigación
histórica. O, como decía Antonio Gramsci, todos podemos ser intelectuales (en el
sentido de observar, pensar, reflexionar, dictaminar), pero no todos
desempeñamos esa función en la sociedad. Pues bien, Santos Juliá es uno de esos
observadores finalmente intelectuales que trabajan con el intelecto, sí, y que
además hace públicas sus reflexiones para ilustración de sus lectores. No es un
académico recluido en la oscuridad de su gabinete, sino alguien que interviene
en los medios. Tiene libros de investigación y tiene obras de síntesis, pero
sobre todo tiene análisis periodísticos de notable perspicacia, concebidos para
el examen de los hechos y de sus contextos, del presente y de ese pasado que aún
pesa; intervenciones para edificación de los lectores y para réplica de ideas
recibidas, de errores políticos.
Su generación es la que protagoniza la
Transición, la que hace un ejercicio de moderación y de modestia, de entrega y
de esfuerzo, sin un plan establecido y cerrado, sin un programa fijado:
aprendiendo el lenguaje de la libertad y de la democracia. “Pero la vieja
generación, la que durante los años cincuenta y sesenta procedió a construir un
nuevo sujeto que se presentó en el espacio público por vez primera en 1956 como
‘hijos de los vencedores y de los vencidos’, tuvo que echar a andar sin ningún
referente europeo antifascista que le indicara el camino y, la verdad, ahora da
un poco de pereza construirlo y es muy tarde para sacárselo de la manga o para
‘inventarlo’ en un relato sobre lo que pudo haber sido y no fue”.
Esa
conclusión es el final de su libro y es también el hilo conductor de todo el
volumen. De ahí, seguramente, las irritaciones o los sarcasmos que Juliá dedica
a sus oponentes o a quienes polemizan con sus puntos de vista. Es mucha la carga
histórica que le ha tocado arrastrar y, por eso, no le agrada el desdén con que
muchos tratan la Transición, una labor costosa de la que por poco no salimos con
bien. Insistir en la memoria frente a una presunta amnesia encoleriza a Santos
Juliá y, por eso, todo el volumen acaba dependiendo de esta controversia: Juliá
se opone a quienes reivindican la memoria colectiva o la memoria histórica como
deuda insaldable del presente. Como se opone a quienes reivindican los nuevos
giros de la historiografía frente a la historia social que él siempre ha
cultivado.
Es mucha la carga histórica que le
ha tocado arrastrar y, por eso, no le agrada el desdén con que muchos tratan la
Transición, una labor costosa de la que por poco no salimos con bien. Insistir
en la memoria frente a una presunta amnesia encoleriza a Santos Juliá y, por
eso, todo el volumen acaba dependiendo de esta controversia: Juliá se opone a
quienes reivindican la memoria colectiva o la memoria histórica como deuda
insaldable del presente
Estos polemismos son la parte menos convincente del libro y
condicionan la obra. Con el título y con el prólogo, Juliá justifica el conjunto
de los ensayos reunidos. El autor quiere dar unidad y cohesión a los escritos.
Sabe que aúna textos de diferente cronología (1996-2009) y, por ello, intenta
fundamentar historiográficamente sus observaciones. Esos pronunciamientos
historiográficos son, en general, poco persuasivos y, por supuesto, carecen de
la enjundia que demuestran sus análisis empíricos: a fuerza de repudiar los
excesos del memorialismo político y a fuerza de criticar cáusticamente la nueva
historia cultural, Juliá corre el riesgo de estropear exámenes atinados. Este
libro se confecciona contra los abusos de la memoria, contra esa tendencia
reciente que consiste en hablar siempre en términos de recuerdo aunque no se
hayan vivido los hechos supuestamente evocados. Pero los ensayos más antiguos
que aquí se recopilan no tienen por objeto dicho asunto, que es preocupación
pública más reciente. Así,
Hoy no es ayer resulta ser una defensa contra
las ofensas de esa memoria presunta, pero es un libro de título reciente, con
una justificación muy circunstancial. “Anomalía, dolor y fracaso de España” o
“República y guerra en España” o “Pueblo republicano, nación católica” o “La
sociedad” son textos concebidos antes de esa
marea memorial que Juliá
deplora. En cambio, “Echar al olvido: memoria y amnistía en la transición a la
democracia” o “Tres apuntes sobre memoria e historia”, entre otros, serían
ensayos escritos para distinguir investigación y recuerdo. Así, al titular el
libro como
Hoy no es ayer y al mostrar su reacción contra los abusos de
la memoria justifica retrospectivamente, hermanando lo que no es común, es
decir, buscando una coherencia ulterior.
Pero tomémonos en serio este
asunto, el de la memoria,
el de la
memoria colectiva, Sobre este asunto Santos Juliá
polemiza, por ejemplo, con Pedro Ruiz Torres en uno de sus ensayos finales. ¿Qué
hacemos con la memoria colectiva? En principio, los recuerdos personales sólo lo
son de hechos de los que se tiene experiencia, insiste Santos Juliá frente a
Pedro Ruiz Torres. ¿Y los acontecimientos anteriores que no hemos vivido
directamente pero de los que tenemos noción efectiva e incluso emoción? Ruiz
Torres responde procurando ensanchar la idea de experiencia y tratando de
incorporar la fórmula “memoria colectiva”. Hemos de admitir que se puede hablar
de memoria colectiva sólo en un sentido propiamente metafórico, pues hemos de
reconocer que las sociedades no recuerdan: carecen de un centro neurálgico. La
respuesta de Santos Juliá tiene este tenor. Ahora bien, como somos objeto de
socialización, crecemos con relatos del pasado más o menos remoto, de un pasado
que no hemos vivido y que nos afecta hondamente. En eso convienen Ruiz Torres y
Juliá. En efecto, hemos recibido historias con sentido, con cierto sentido, que
aplicamos a lo que vivimos o a lo pretérito. Por tanto, esa “memoria” vicaria
también es o forma parte de nuestra narración personal, dice Ruiz Torres. Que la
formen relatos foráneos o “recuerdos” estrictos es una cuestión nominal, un
asunto a debatir, pero lo esencial es esto: la experiencia de los hechos no es
lo único que constituye nuestra identidad; también nos forma y nos forja lo que
nos hacen vivir como recuerdos prestados. Por otra parte, frente a la tesis de
Juliá, podemos oponer esta evidencia: somos contemporáneos de hechos y a la vez
carecemos de experiencia propia, directa. En realidad, es lo común: cuando
hablamos de recuerdos personales de acontecimientos colectivos también es una
licencia, pues esos sucesos los solemos vivir mediatizados, narrados por otros
que son nuestros coetáneos. Es decir, lo significativo no es el número y la
calidad de nuestros recuerdos de hechos vividos directamente (que es una
experiencia infrecuente), sino el sentido que los hechos narrados tienen para
nosotros. Etcétera, etcétera.
Pero prefiero acabar destacando lo mejor
del volumen: no la diatriba contra la marea memorial, sino el análisis de los
hechos históricos del pasado reciente. ¿Cuáles? Los objetos esenciales de este
libro son dos. El primero es una guerra civil que impresiona al mundo, que
fractura de manera irreparable a los beligerantes, que se salda con la
instauración de una dictadura: una contienda que pesará onerosamente en el
recuerdo de los contemporáneos. Santos Juliá la analiza con rigor. El segundo
asunto abordado es una transición política que impresiona igualmente al mundo,
que permite echar al olvido los crímenes que los antiguos enemigos podrían
reprocharse, que se consuma con el establecimiento de una democracia, una
transformación que clausurará la experiencia convulsa y guerrera del país. Para
numerosos observadores, esto será poco menos que un prodigio: el cambio próspero
y modesto de una España tantas veces torturada. Santos Juliá sabe oponer ambos
fenómenos, el de la contienda y el de la transición, mostrando las cegueras y
las habilidades de los españoles que las protagonizaron. No hay un plan
preestablecido que todos sigan; no hay un fatalismo que a todos arrastre. El
futuro está abierto: son los individuos con sus acciones y son las autoridades
con sus decisiones quienes hacen por mejorar o aliviar la suerte del mundo en
contextos siempre limitados.