La madre de Esther
Toda mi infancia he espiado el comportamiento de los adultos. Los suspiros
de mi madre, el gesto dócil y servicial de mi padre, la risa histérica y
convulsa de Teresa, la mirada lúcida y desafiante de César.
De pequeña
pensaba que César y Teresa eran las personas más felices del mundo, y así era,
por lo menos de mi mundo. Teresa había sido compañera de facultad de mi madre y
desde entonces estaban muy unidas. Se reunían a menudo para salir y de vez en
cuando venían a cenar a casa. Entonces mi madre se pasaba la tarde en la
peluquería y en la cocina, y a mi me despachaba a jugar a la calle sin muchos
miramientos. Era el mismo movimiento frenético que la noche de Navidad. El
mantel blanco de puntilla perfectamente planchado, la vajilla buena, la
cubertería de plata, el pasamanos resplandeciente, las velas inmaculadas, el
pelo de mi madre petrificado y firme, como mi padre, que no decía nada pero veía
a mi madre desasosegada e irascible con un inalterable gesto de fastidio.
César era el clásico triunfador. Tenía su gabinete de abogados, un coche
de marca impronunciable, una mujer siempre de excelente humor, un profesor de
pádel, y muchos amigos envidiosos, como mi madre. Eso imaginaba yo por las veces
que le oía decir a mi padre: “Si fueras como César, pues César es bastante más
generoso con su mujer”, “Ojalá tuviéramos una casa en la playa como César”, “¿Es
que no puedes ponerte corbata como César?”, “Fíjate, a César le gusta hacer
deporte”... Yo debo de ser de los pocas mujeres que no han sufrido el complejo
de Edipo, sino de César. ¿Cómo iba yo a enamorarme de mi padre si a todas luces
César era mucho mejor? También es por culpa de mi madre que siempre he visto a
mi padre como un buen hombre. Un buen hombre tranquilo, un buen hombre sin
ambición, un buen hombre del montón.
Yo sospecho ahora que Teresa estaba
al corriente de los esfuerzos de mi madre por dar cenas fastuosas e imagen de
familia próspera y que incluso se burlaba de ella metiéndola en pequeños
aprietos, preguntando si además de vino blanco tendría una botella de champán
rosa en la nevera, o recomendándole tratamientos de belleza y diseñadores que
bien hubieran desbaratado el presupuesto familiar. Mi madre no dejaba de sonreír
pero no encontraba el momento de escaparse a mi habitación para pedirme que
corriera al restaurante más próximo y pidiera Moët & Chandon rosa, u otro en
su defecto.
Sí, yo creía que eran la pareja más feliz de mi pequeño
mundo, sobre todo por la risa estruendosa, sincera y espontánea de Teresa que
siempre eclipsaba la risa congelada y moribunda de mi madre.
Cuando
terminé la carrera de derecho, entré a trabajar al gabinete de abogados de
César. Mi trabajo no era relevante y mi sueldo tampoco me permitía dejar de
vivir en casa de mis padres, pero estaba satisfecha porque era la única de mis
compañeras que no se pasó meses echando currícula ni rellenando solicitudes para
becas ni másteres. La amistad que tanto había cuidado mi madre empezaba a dar
frutos.
Mis compañeros de trabajo eran mayores que yo pero su trato
siempre fue cordial. Tenía un horario aceptable y por la irrelevancia de mis
tareas nunca tuve que hacer horas extras.
César seguía siendo un hombre
atractivo, se mantenía delgado y tenía todo el cabello cubierto de canas, lo que
le daba un aire elegante. Inconscientemente, yo nunca había dejado de estar
enamorada de mi héroe de infancia y ya por entonces fantaseaba con la idea de
vivir en su casa, de conducir su coche y de hacerle perder la cabeza.
Lo
que nunca me imaginé fue que sería tan fácil conseguirlo.
Aunque nunca
me fui a vivir a su casa, sí conduje su coche y sí le hice perder la cabeza. A
los cuatro meses de trabajar para él, César y yo éramos amantes.
Durante
esa época, nunca tuve remordimientos ni miedos. Yo gozaba de un trato preferente
en el trabajo, y de una vida privada, a mi parecer, muy interesante. Todo era
relativamente sencillo. Me enviaba un e-mail citándome en algún restaurante de
otra zona. Él salía de la oficina media hora antes que yo y regresaba media hora
después. Nunca creí que mis compañeros sospecharan nada, aunque debían de
maldecir mi buena suerte porque el jefe nunca me sorprendía tomándome demasiado
tiempo para almorzar. Teresa estaba siempre ocupada en el gimnasio, en clases de
pintura y en reuniones de amigas, así que también disponíamos de su casa de
invierno, de verano, y de algún piso que todavía no tenían alquilado. Con la
disculpa de instruirme, a menudo lo acompañé a los juicios, reales o no. Fue una
etapa divertida donde yo creía que me comía el mundo y que nadie, nunca, podría
resistirse a mí. Y no, no me sentía utilizada. Bastantes novios habían tenido ya
más problemáticos que César de los que no había obtenido nada en absoluto.
Además fui yo quien le dejó. Quién un día decidió irse a Madrid y dejarlo todo
atrás. Fue una historia sin consecuencias. Él siguió con su mujer de risa
estruendosa y yo seguí con mi vida. No hubo lágrimas ni llamadas telefónicas.
Nunca me arrepentí.
Ese final no fue doloroso pero sí precipitado. Lo
provocó un hecho concreto. Una escena que se ha quedado para siempre grabada en
mi cabeza. César y yo estábamos besándonos en su coche a dos manzanas de mi
casa, era de noche y yo llevaba la camisa completamente abierta. Me giré y miré
por la ventana y entonces la vi. Mi madre estaba mirándonos fijamente desde una
distancia prudente. En su cara no reconocí gestos de sorpresa ni indignación.
Tuve que darle la espalda y me cerré con prisa la camisa como si eso fuera a
salvarme del bochorno o a borrar de su retina lo que acababa de presenciar. Le
pedí a César que arrancara el coche y me dejará en el cruce más próximo a mi
casa. Empecé a caminar.
Durante ese recorrido, el más incómodo que jamás
habría de hacer en mi vida, me mentalicé en soportar la bronca de mi madre o su
desprecio con entereza. Iba a cumplir cualquiera de sus castigos con madurez y
no me echaría a llorar. Le propondría terminar con aquella aventura, irme
durante algún tiempo a Madrid. Le demostraría con el tiempo mi sensatez.
Por mi mente pasaron mil preguntas hipotéticas que supuse ella querría
hacerme. Improvisé respuestas. Me temblaban las piernas y las manos. Tuve que
detenerme y coger aire. Puede que durante esos minutos sí me arrepintiera de
aceptar la primera vez que César me invitó a cenar aprovechando que su suegro
estaba en el hospital y que su mujer pasaría la noche con él. Y de haber
caminado desnuda por su casa husmeando entre sus cosas. Puede que durante esos
minutos sí me arrepintiera de haberle escrito e-mails eróticos hablándole de mi
ropa interior, o de haber estado con él en sitios públicos donde fácilmente
podrían habernos visto. ¡Mierda! Pero mira que soy estúpida. ¿Qué le digo? ¿Qué
le digo? Cuando llegué a casa la cabeza me dolía y el corazón estaba a punto de
estallar.
Mi madre estaba en la cocina. Preparaba la cena. Mi padre no
había llegado.
Durante días esperé a que mi madre viniera a hablar
conmigo. Escudriñé su comportamiento pero no detecté nada anormal. ¡No puede
ser! Me desesperaba, me atormentaba esa normalidad fingida. ¡Por Dios! ¡Mi madre
que nunca ha aprobado ninguna de mis relaciones! Que si éste no tiene carrera,
que si el otro es feo, que si aquél vive en el extrarradio, ¡¡que si fulanito no
tiene carrera, es feo y además vive en el extrarradio!!
Durante días
esperé el chaparrón. Me volví loca esperando y observando a mi madre. Ni rastro
de rabia contenida, enfado o decepción. Llegado el viernes organizó otra cena
fastuosa para César y Teresa. Fue la primera y última a la que me invitó. Tuve
miedo a contradecirla así que asistí. Presentía algún numerito, algún
escarmiento. Algo se traía mi madre entre manos. No ocurrió nada especial. César
estaba visiblemente incómodo y me interrogaba con los ojos. Yo prácticamente no
hablé. Por primera vez las risas de mi madre eclipsaron a las de Teresa. Estaba
pletórica, feliz, deslumbrante.
Dos días después yo estaba en un autobús
con destino a Madrid. No pude odiar a mi madre. Su venganza había sido
perfecta.