Director: Rogelio López Blanco      Editora: Dolores Sanahuja      Responsable TI: Vidal Vidal Garcia     
  • Novedades

    Wise Up Ghost, CD de Elvis Costello and The Roots (por Marion Cassabalian)
  • Cine

    In the Loop, película de Armando Iannucci (por Eva Pereiro López)
  • Sugerencias

  • Música

    Diagnostic, CD de Ibrahim Maalouf (reseña de Marion Cassabalian)
  • Viajes

  • MundoDigital

    La creación de contenidos web en la era de la economía de la atención
  • Temas

    Gracias, García Luna: el caso de Florence Cassez y las garantías democráticas en México
  • Blog

  • Creación

    Desayuno de tedios con café y azúcar (por Zamir Bechara)
  • Recomendar

    Su nombre Completo
    Direccción de correo del destinatario
Robert Skidelsky

Robert Skidelsky

    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco. Su último libro, coeditado con Thomas Baumert, es The Economic Repercussions of Terrorism (2010)



Portada de la primera edición del libro de J. M. Keynes

Portada de la primera edición del libro de J. M. Keynes

Robert Skidelsky: <i>El regreso de Keynes</i> (Crítica, 2010)

Robert Skidelsky: El regreso de Keynes (Crítica, 2010)

Joseph Stiglitz

Joseph Stiglitz

Paul Krugman

Paul Krugman

Leonardo Sciascia

Leonardo Sciascia

José Echegaray

José Echegaray


Tribuna/Tribuna libre
Agua dulce, agua salada: Zapatero y la macroeconomía
Por Mikel Buesa, martes, 1 de junio de 2010
El desarrollo de la macroeconomía durante las últimas décadas ha dado lugar a dos visiones muy próximas entre sí en cuanto a sus fundamentos teóricos, aunque severamente discrepantes en cuanto a sus conclusiones prácticas. Una se conoce como neoclásica porque trata de dar continuidad a la manera de ver la economía que impulsaron los marginalistas, como Menger, Walras o Marshall, durante el último tercio del siglo XIX, y la otra como neokeynesiana porque aún se vincula por un estrecho hilo a las ideas rupturistas que, con respecto a la macroeconomía clásica y como reacción ante la Gran Depresión, formuló John Maynard Keynes en 1936 en su Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero. El profesor Robert Waldmann, de la Universitá Tot Vergata de Roma, sin embargo, con afortunada expresión, ha preferido apodar a estas dos corrientes como la «economía de agua dulce», en el primer caso, y la «economía de agua salada», en el segundo. Ello responde al hecho de que los principales economistas neoclásicos enseñan o se han formado en Chicago, a orillas del lago Michigan, en tanto que los impulsores del neokeynesianismo se ubicaron en universidades como las de Columbia, Princeton o Harvard próximas a la costa atlántica.
Los economistas de agua dulce, señala Waldmann, formulan complejos «modelos de equilibrio general con mercados completos e información simétrica» que consideran «aproximaciones aceptables a la realidad». Utilizan, además, instrumentos matemáticos complejos para poder «desarrollar las implicaciones —añade el profesor de Roma— de supuestos que casi nadie entre la gente corriente dejaría de considerar absurdos si los entendieran». En cambio, entre los economistas de agua salada hay un poco de todo, desde «gente que intenta desarrollar una investigación empírica útil sin emplear una teoría económica formal … hasta gente que llama la atención sobre la importancia de los mercados incompletos, la información asimétrica y la competencia imperfecta». Waldmann añade que «en Estados Unidos se da una fuerte correlación entre el agua dulce y el agua salada con la derecha y la izquierda, respectivamente, aunque esa correlación no es perfecta».

Pero sean de agua dulce o agua salada, los macroeconomistas de las dos escuelas comparten una buena parte de sus premisas teóricas, de manera que todos ellos creen que los mercados resuelven todos los problemas de asignación de recursos, pues existe siempre algún mercado para cualquier contingencia posible. No obstante, mientras que los neoclásicos consideran como un dogma de fe que los mercados se autorregulan y que, por tanto, cualquier ingerencia del poder del Estado sobre ellos para lo único que sirve es para estropear las cosas, los neokeynesianos son más permisivos con los gobiernos puesto que entienden que, a veces, hay fallos en los mercados, principalmente porque algunos de los agentes que operan en ellos cuentan con información que no tienen otros —la información es «asimétrica», se dice— y se producen fenómenos de «selección adversa» derivados de decisiones insuficientemente informadas. En la perspectiva neokeynesiana los fallos de mercado son frecuentes en todos los ámbitos, afectando a la producción de bienes y servicios, al trabajo y a las finanzas.

Robert Skidelsky, profesor emérito de la Universidad de Warwick, indica que las dificultades de las dos escuelas teóricas de la macroeconomía para explicar la crisis se deriva de que ambas prescinden de la consideración de «la influencia irreductible de la incertidumbre sobre el comportamiento» humano

Con ocasión de la crisis financiera y económica actual, los debates entre las dos escuelas se han recrudecido. Ambas han tenido dificultades para encajar la irrupción de un fenómeno tan adverso y de una forma tan inesperada. Para los economistas de agua dulce la crisis es difícil de admitir y, en cualquier caso, sólo se puede haber derivado de una política equivocada de creación excesiva de dinero propiciada por las autoridades monetarias. En cambio, los de agua salada han insistido que los mercados financieros han dejado de realizar su papel de asignar eficientemente el capital, teniendo en cuenta los diferentes niveles de riesgo de las inversiones, básicamente por un problema de información asimétrica. Pero, como ha observado el historiador y biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky en un notable libro titulado El regreso de Keynes, los neokeynesianos «no pueden explicar las crisis que surgen de la incertidumbre, cuando un ciego guía a otro ciego», pues «esta es una crisis de ignorancia simétrica, no de información asimétrica, … (en la que) los banqueros no sólo fueron avariciosos, sino que además estuvieron increíblemente bien entrenados para engañarse a sí mismos». Este profesor emérito de la Universidad de Warwick indica que «si sólo una persona estuviera perfectamente informada nunca podría haber una crisis general, pero la única persona perfectamente informada es Dios, y él no juega a la bolsa». Y añade que las dificultades de las dos escuelas teóricas de la macroeconomía para explicar la crisis se deriva de que ambas prescinden de la consideración de «la influencia irreductible de la incertidumbre sobre el comportamiento» humano.

El presidente Rodríguez Zapatero no ha leído seguramente a Keynes, ni es un probable seguidor de la escuela de Chicago, ni tampoco ha debido profundizar demasiado en la obra de los que quizás son ahora los más destacados neokeynesianos, los premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman —el primero, colaborador habitual, y el segundo, ocasional, de la Fundación Ideas, vinculada al partido socialista—. Sin embargo, su recorrido macroeconómico parece inspirado por todos ellos.

En los prolegómenos de su acceso al poder, cuando en 2004 estaba en campaña electoral, Zapatero, seguramente inspirado por algún mal escritor académico, como decía Keynes, destilaba su frenesí macroeconómico predicando el equilibrio presupuestario a lo largo del ciclo económico. Era su manera de decir que a él no le incomodaba el déficit público, lo que le resultaba esencial para diferenciarse del PP, pues la derecha había venido aplicando una política de búsqueda del equilibrio entre los ingresos y gastos de las Administraciones Públicas que venía avalada por el Tratado de Maastricht, obligada por el Pacto de Estabilidad europeo e inspirada en una vieja idea del Partido Liberal de Matero Sagasta durante la Restauración —la del «santo temor al déficit» que propugnó Don José Echegaray, insigne matemático e ingeniero, también escritor al que se otorgó el premio Nobel, cuando ocupó la cartera de Hacienda después del golpe de Estado del General Pavía—. Y como no le molestaba el déficit público, una de las cosas que hizo una vez en el poder fue cargarse la ley de estabilidad presupuestaria que, en 2001, aprobó el Gobierno Aznar. Esto último no dejó de resultar paradójico, pues en las fechas en las que arremetió contra esta ley, el año 2006, las cuentas públicas se saldaban con superávit.

Instalado en el superávit, Zapatero, que considera que lo único real en la economía es el dinero que él puede gastar para allegarse la adhesión y los votos de los ciudadanos, vio pronto la ocasión para realizar políticas selectivas de gasto con esa finalidad (...) Y cuando, en 2008, con los síntomas de la desaceleración ya instalados, además había que ganar elecciones, llegó a su apoteosis

¿Qué estaba ocurriendo para que se diera una incongruencia como la que acabo de señalar? Pues algo muy sencillo: Zapatero se comportaba en aquella época, a pesar de ser de izquierdas, como un economista de agua dulce. Los economistas de esta especie no confían en el Estado y menos aún en que, por medio del Presupuesto, desarrollen políticas activas para alterar el juego de las fuerzas del mercado. Como mucho, aceptan que la autoridad monetaria actúe regulando la cantidad de dinero en circulación, preferiblemente de una manera previsible. Y como en España eso ya no se hace, pues se la ha cedido la competencia al Banco Central Europeo, lo mejor para los macroeconomistas neoclásicos era que el Estado no hiciera nada más allá de mantener el nivel habitual de los servicios públicos. Zapatero no era uno de ellos, pero hacía las cosas como si lo fuera, seguramente porque su Ministro de Economía, Pedro Solbes, no veía que hubiera apenas problemas y no quería complicarse la vida.

Una de las consecuencias de esta economía de agua dulce fue, como ya he dicho, la aparición del superávit público. Lo que ocurrió es sencillo de explicar: por una parte, la economía estaba en crecimiento y ello impulsaba la recaudación de impuestos; por otra, como en el impuesto sobre la renta no se había deflactado la tarifa, la recaudación crecía mucho más; y finalmente, no había demasiadas presiones para forzar el gasto público porque Zapatero estaba entretenido con esas políticas que los socialistas llaman de ampliación de los derechos de los ciudadanos, que gestionan desde el Ministerio de Igualdad y que cuestan poco dinero. La única distorsión que provocaban aquellos ingresos superiores a los gastos era de naturaleza doctrinal y ésta fue resuelta rápidamente por Zapatero declarando que «el superávit también es socialista».

Pero la tentación del dinero es irrefrenable. Instalado en el superávit, Zapatero, que como ya he comentado en alguna ocasión considera que lo único real en la economía es el dinero que él puede gastar para allegarse la adhesión y los votos de los ciudadanos, vio pronto la ocasión para realizar políticas selectivas de gasto con esa finalidad. Su macroeconomía, de repente, se vació del agua dulce y comenzó a llenarse de agua salada. Ya antes de la crisis empezó así el frenesí del gasto discrecional. Y cuando, en 2008, con los síntomas de la desaceleración ya instalados, además había que ganar elecciones, llegó a su apoteosis: esto para los jóvenes que se van de casa, esto otro para las mujeres que tienen hijos, lo de más allá para todos los perceptores de rentas del trabajo, aquellos fondos para promesas de mejora de la financiación autonómica, otros más para contentar a los apoyos parlamentarios, y así con las más inverosímiles finalidades. Zapatero parecía el Rey Midas que extendía su Frigia presupuestaria hasta los más recónditos confines de los programas de gasto.

Esta economía de agua salada del presidente Zapatero era más bien peculiar. Los economistas neokeynesianos prescriben el exceso de gasto financiado con emisiones de deuda pública, sin demasiados miramientos, para las situaciones recesivas. Pero el caso es que Zapatero los encontró en su singular camino de Damasco cuando todavía la economía española no apuntaba más que unos leves indicios de desaceleración. Y una vez convertido a la nueva doctrina, lo mismo que Saulo, ya no tuvo freno. De esta manera, en 2008, una vez ganadas las elecciones y, sobre todo, en 2009, cuando la crisis se había instalado en la economía española, el déficit de las cuentas públicas se desbocó tornándose en océano de procelosas aguas salobres, agitadas por los huracanados vientos que soplaban desde los mercados financieros internacionales. Se evidenció así, una vez más, con respecto a Zapatero, la certeza de aquella observación que Leonardo Sciascia incluyó en las primeras páginas de El caballero y la muerte: «El que se convierte siempre se convierte a lo peor, aunque parezca lo mejor. Lo peor, en quien es capaz de convertirse, siempre acaba siendo lo peor de lo peor».

En efecto, entrada la primavera de 2010, cuando en los planes del Gobierno se anunciaba, al parecer sin fundamento alguno, el final de la crisis para España, ésta le estalló a Zapatero en sus manos. Al parecer, ninguno de sus asesores le había advertido que las diatribas de los macroeconomistas son como los juegos florales, que sirven para llenar las páginas de las revistas académicas, para engordar los programas de postgrado de los campus universitarios bañados por las aguas dulces o las saladas, pero para poco más, pues los economistas prácticos, los que están en los bancos centrales o en los ministerios de finanzas, prefieren sujetarse a reglas sencillas —como las que previenen de los déficits superiores al tres por ciento del PIB, de las tasas de inflación mayores que el dos por ciento en los precios de consumo o del déficit comercial permanente— para evitar que la acumulación de desequilibrios acabe provocando una severa depresión. La crisis española, en efecto, se tornó en ingobernable al llegar el mes de mayo y, entonces, todo fueron palos para el presidente del Gobierno. Las críticas y las exigencias de un drástico cambio de rumbo no llegaron sólo de la oposición; a ellas se sumaron las instituciones europeas, el Fondo Monetario Internacional y, de una manera harto drástica, los prestamistas internacionales con exigencias crecientes en cuanto a la retribución de sus créditos y con la advertencia de que éstos podían dejar de estar a disposición de las instituciones españolas. El fantasma de la quiebra, del Spain Default, planeó sobre los mercados financieros. Y Zapatero no tuvo más remedio que reconvertirse de nuevo, volviendo a la economía de agua dulce por el contundente procedimiento del recorte del gasto público a costa de los funcionarios, de los pensionistas, de las madres gestantes y de las personas dependientes. Lo hizo gastando el poco crédito político que le quedaba, dejando claro que carece de convicciones ideológicas y poniendo de relieve que su único interés estriba en sostenerse dentro del poder. De momento, con la aprobación por la mínima de su programa de ajuste en el Congreso de los Diputados el 27 de mayo, parece haberlo logrado. Pero ahora se hacen apuestas acerca de cuántos serán los días en los que podrá seguir durmiendo en La Moncloa.
  • Suscribirse





    He leido el texto legal


  • Reseñas

    Los Karivan, Miljenko Jergovic (reseña de Alicia Moreno Pato)
  • Publicidad

  • Autores