Los economistas de agua dulce, señala Waldmann, formulan complejos «modelos
de equilibrio general con mercados completos e información simétrica» que
consideran «aproximaciones aceptables a la realidad». Utilizan, además,
instrumentos matemáticos complejos para poder «desarrollar las implicaciones
—añade el profesor de Roma— de supuestos que casi nadie entre la gente corriente
dejaría de considerar absurdos si los entendieran». En cambio, entre los
economistas de agua salada hay un poco de todo, desde «gente que intenta
desarrollar una investigación empírica útil sin emplear una teoría económica
formal … hasta gente que llama la atención sobre la importancia de los mercados
incompletos, la información asimétrica y la competencia imperfecta». Waldmann
añade que «en Estados Unidos se da una fuerte correlación entre el agua dulce y
el agua salada con la derecha y la izquierda, respectivamente, aunque esa
correlación no es perfecta».
Pero sean de agua dulce o agua salada, los
macroeconomistas de las dos escuelas comparten una buena parte de sus premisas
teóricas, de manera que todos ellos creen que los mercados resuelven todos los
problemas de asignación de recursos, pues existe siempre algún mercado para
cualquier contingencia posible. No obstante, mientras que los neoclásicos
consideran como un dogma de fe que los mercados se autorregulan y que, por
tanto, cualquier ingerencia del poder del Estado sobre ellos para lo único que
sirve es para estropear las cosas, los neokeynesianos son más permisivos con los
gobiernos puesto que entienden que, a veces, hay fallos en los mercados,
principalmente porque algunos de los agentes que operan en ellos cuentan con
información que no tienen otros —la información es «asimétrica», se dice— y se
producen fenómenos de «selección adversa» derivados de decisiones
insuficientemente informadas. En la perspectiva neokeynesiana los fallos de
mercado son frecuentes en todos los ámbitos, afectando a la producción de bienes
y servicios, al trabajo y a las finanzas.
Robert Skidelsky, profesor emérito
de la Universidad de Warwick, indica que las dificultades de las dos escuelas
teóricas de la macroeconomía para explicar la crisis se deriva de que ambas
prescinden de la consideración de «la influencia irreductible de la
incertidumbre sobre el comportamiento»
humano
Con ocasión de la crisis financiera y
económica actual, los debates entre las dos escuelas se han recrudecido. Ambas
han tenido dificultades para encajar la irrupción de un fenómeno tan adverso y
de una forma tan inesperada. Para los economistas de agua dulce la crisis es
difícil de admitir y, en cualquier caso, sólo se puede haber derivado de una
política equivocada de creación excesiva de dinero propiciada por las
autoridades monetarias. En cambio, los de agua salada han insistido que los
mercados financieros han dejado de realizar su papel de asignar eficientemente
el capital, teniendo en cuenta los diferentes niveles de riesgo de las
inversiones, básicamente por un problema de información asimétrica. Pero, como
ha observado el historiador y biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky en un notable
libro titulado
El regreso de Keynes, los neokeynesianos «no pueden
explicar las crisis que surgen de la incertidumbre, cuando un ciego guía a otro
ciego», pues «esta es una crisis de ignorancia simétrica, no de información
asimétrica, … (en la que) los banqueros no sólo fueron avariciosos, sino que
además estuvieron increíblemente bien entrenados para engañarse a sí mismos».
Este profesor emérito de la Universidad de Warwick indica que «si sólo una
persona estuviera perfectamente informada nunca podría haber una crisis general,
pero la única persona perfectamente informada es Dios, y él no juega a la
bolsa». Y añade que las dificultades de las dos escuelas teóricas de la
macroeconomía para explicar la crisis se deriva de que ambas prescinden de la
consideración de «la influencia irreductible de la incertidumbre sobre el
comportamiento» humano.
El presidente Rodríguez Zapatero no ha leído
seguramente a Keynes, ni es un probable seguidor de la escuela de Chicago, ni
tampoco ha debido profundizar demasiado en la obra de los que quizás son ahora
los más destacados neokeynesianos, los premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul
Krugman —el primero, colaborador habitual, y el segundo, ocasional, de la
Fundación Ideas, vinculada al partido socialista—. Sin embargo, su recorrido
macroeconómico parece inspirado por todos ellos.
En los prolegómenos de
su acceso al poder, cuando en 2004 estaba en campaña electoral, Zapatero,
seguramente inspirado por algún mal escritor académico, como decía Keynes,
destilaba su frenesí macroeconómico predicando el equilibrio presupuestario a lo
largo del ciclo económico. Era su manera de decir que a él no le incomodaba el
déficit público, lo que le resultaba esencial para diferenciarse del PP, pues la
derecha había venido aplicando una política de búsqueda del equilibrio entre los
ingresos y gastos de las Administraciones Públicas que venía avalada por el
Tratado de Maastricht, obligada por el
Pacto de Estabilidad europeo e
inspirada en una vieja idea del Partido Liberal de Matero Sagasta durante la
Restauración —la del «santo temor al déficit» que propugnó Don José Echegaray,
insigne matemático e ingeniero, también escritor al que se otorgó el premio
Nobel, cuando ocupó la cartera de Hacienda después del golpe de Estado del
General Pavía—. Y como no le molestaba el déficit público, una de las cosas que
hizo una vez en el poder fue cargarse la ley de estabilidad presupuestaria que,
en 2001, aprobó el Gobierno Aznar. Esto último no dejó de resultar paradójico,
pues en las fechas en las que arremetió contra esta ley, el año 2006, las
cuentas públicas se saldaban con superávit.
Instalado en el superávit, Zapatero,
que considera que lo único real en la economía es el dinero que él puede gastar
para allegarse la adhesión y los votos de los ciudadanos, vio pronto la ocasión
para realizar políticas selectivas de gasto con esa finalidad (...) Y cuando, en
2008, con los síntomas de la desaceleración ya instalados, además había que
ganar elecciones, llegó a su apoteosis
¿Qué
estaba ocurriendo para que se diera una incongruencia como la que acabo de
señalar? Pues algo muy sencillo: Zapatero se comportaba en aquella época, a
pesar de ser de izquierdas, como un economista de agua dulce. Los economistas de
esta especie no confían en el Estado y menos aún en que, por medio del
Presupuesto, desarrollen políticas activas para alterar el juego de las fuerzas
del mercado. Como mucho, aceptan que la autoridad monetaria actúe regulando la
cantidad de dinero en circulación, preferiblemente de una manera previsible. Y
como en España eso ya no se hace, pues se la ha cedido la competencia al Banco
Central Europeo, lo mejor para los macroeconomistas neoclásicos era que el
Estado no hiciera nada más allá de mantener el nivel habitual de los servicios
públicos. Zapatero no era uno de ellos, pero hacía las cosas como si lo fuera,
seguramente porque su Ministro de Economía, Pedro Solbes, no veía que hubiera
apenas problemas y no quería complicarse la vida.
Una de las
consecuencias de esta economía de agua dulce fue, como ya he dicho, la aparición
del superávit público. Lo que ocurrió es sencillo de explicar: por una parte, la
economía estaba en crecimiento y ello impulsaba la recaudación de impuestos; por
otra, como en el impuesto sobre la renta no se había deflactado la tarifa, la
recaudación crecía mucho más; y finalmente, no había demasiadas presiones para
forzar el gasto público porque Zapatero estaba entretenido con esas políticas
que los socialistas llaman de ampliación de los derechos de los ciudadanos, que
gestionan desde el Ministerio de Igualdad y que cuestan poco dinero. La única
distorsión que provocaban aquellos ingresos superiores a los gastos era de
naturaleza doctrinal y ésta fue resuelta rápidamente por Zapatero declarando que
«el superávit también es socialista».
Pero la tentación del dinero es
irrefrenable. Instalado en el superávit, Zapatero, que como
ya he
comentado en alguna ocasión considera que lo único real en
la economía es el dinero que él puede gastar para allegarse la adhesión y los
votos de los ciudadanos, vio pronto la ocasión para realizar políticas
selectivas de gasto con esa finalidad. Su macroeconomía, de repente, se vació
del agua dulce y comenzó a llenarse de agua salada. Ya antes de la crisis empezó
así el frenesí del gasto discrecional. Y cuando, en 2008, con los síntomas de la
desaceleración ya instalados, además había que ganar elecciones, llegó a su
apoteosis: esto para los jóvenes que se van de casa, esto otro para las mujeres
que tienen hijos, lo de más allá para todos los perceptores de rentas del
trabajo, aquellos fondos para promesas de
mejora de la
financiación autonómica, otros más para contentar a los
apoyos parlamentarios, y así con las más inverosímiles finalidades. Zapatero
parecía el Rey Midas que extendía su Frigia presupuestaria hasta los más
recónditos confines de los programas de gasto.
Esta economía de agua
salada del presidente Zapatero era más bien peculiar. Los economistas
neokeynesianos prescriben el exceso de gasto financiado con emisiones de deuda
pública, sin demasiados miramientos, para las situaciones recesivas. Pero el
caso es que Zapatero los encontró en su singular camino de Damasco cuando
todavía la economía española no apuntaba más que unos leves indicios de
desaceleración. Y una vez convertido a la nueva doctrina, lo mismo que Saulo, ya
no tuvo freno. De esta manera, en 2008, una vez ganadas las elecciones y, sobre
todo, en 2009,
cuando la
crisis se había instalado en la economía española, el
déficit de las cuentas públicas se desbocó tornándose en océano de procelosas
aguas salobres, agitadas por los huracanados vientos que soplaban desde los
mercados financieros internacionales. Se evidenció así, una vez más, con
respecto a Zapatero, la certeza de aquella observación que Leonardo Sciascia
incluyó en las primeras páginas de
El caballero y la muerte: «El que se
convierte siempre se convierte a lo peor, aunque parezca lo mejor. Lo peor, en
quien es capaz de convertirse, siempre acaba siendo lo peor de lo peor».
En efecto, entrada la primavera de 2010, cuando en los planes del
Gobierno se anunciaba, al parecer sin fundamento alguno, el final de la crisis
para España, ésta le estalló a Zapatero en sus manos. Al parecer, ninguno de sus
asesores le había advertido que las diatribas de los macroeconomistas son como
los juegos florales, que sirven para llenar las páginas de las revistas
académicas, para engordar los programas de postgrado de los campus
universitarios bañados por las aguas dulces o las saladas, pero para poco más,
pues los economistas prácticos, los que están en los bancos centrales o en los
ministerios de finanzas, prefieren sujetarse a reglas sencillas —como las que
previenen de los déficits superiores al tres por ciento del PIB, de las tasas de
inflación mayores que el dos por ciento en los precios de consumo o del déficit
comercial permanente— para evitar que la acumulación de desequilibrios acabe
provocando una severa depresión. La crisis española, en efecto, se tornó en
ingobernable al llegar el mes de mayo y, entonces, todo fueron palos para el
presidente del Gobierno. Las críticas y las exigencias de un drástico cambio de
rumbo no llegaron sólo de la oposición; a ellas se sumaron las instituciones
europeas, el Fondo Monetario Internacional y, de una manera harto drástica, los
prestamistas internacionales con exigencias crecientes en cuanto a la
retribución de sus créditos y con la advertencia de que éstos podían dejar de
estar a disposición de las instituciones españolas. El fantasma de la quiebra,
del
Spain Default, planeó sobre los mercados financieros. Y Zapatero no
tuvo más remedio que reconvertirse de nuevo, volviendo a la economía de agua
dulce por el contundente procedimiento del recorte del gasto público a costa de
los funcionarios, de los pensionistas, de las madres gestantes y de las personas
dependientes. Lo hizo gastando el poco crédito político que le quedaba, dejando
claro que carece de convicciones ideológicas y poniendo de relieve que su único
interés estriba en sostenerse dentro del poder. De momento, con la aprobación
por la mínima de su programa de ajuste en el Congreso de los Diputados el 27 de
mayo, parece haberlo logrado. Pero ahora se hacen apuestas acerca de cuántos
serán los días en los que podrá seguir durmiendo en La Moncloa.