Sara Presutto (Barcelona) es una chiquilla que cuenta los años para
atrás, restándose en cada cumpleaños un poquito de vejez. La juventud
desinhibida se lee en su primera novela,
Renata sui géneris
(Ediciones
Carena),
un
rompecabezas de palabras que torea el idioma como
Serafín Marín torea en
La Monumental. Se trata del relato de una joven pija en una sociedad que no la
puede ni ver. “La idea me la dio una chica llamada
Vassala, a quien no
conozco de nada. Sin querer, en el aeropuerto de Madrid, oí una conversación que
mantenía con una amiga. Hablaban sobre la posibilidad de comprarse un pisito en
un barrio de Barcelona, y lo decían con recelo, como si les fueran a morder los
perros o algo así.”
Sara Presunto se apropia de uno con la saña de una
mina Bouncing Bettys, esas que cubren los campos de amapolas de Afganistán y que
estallan a la altura del pecho después de subir en espiral.
Ya en la
tierna cuna la mecían con canciones napolitanas. El
Anema e core la adormila
desde entonces:
Nuje ca perdimmo 'a pace e 'o suonno,
nun ce
dicimmo maje pecché?
Contar la increíble historia de Sara, como la de
Benjamin Button, es contar la increíble historia de su padre,
Alfredo,
quien, huérfano, se escapó del orfanato en el que había sido internado. Y se
escapó porque se ahogaba y en los pulmones de sus 11 años ya se achicaba agua y
una vitalidad desbordante. Y se fue a la bocana del puerto para abrirse al mar y
entregarse como en una ofrenda de Michoacán. Se enroló con media luna en el
bolsillo y una mandolina que siempre le acompañaría y con la que seguiría
tatareando los rondeles a los que le daban cuerda.
“Mi padre recorrió los
siete mares. En los puertos de todos los países, bajaba a tierra y se empleaba
de camarero, para aprender el idioma del país, por eso dominaba el francés, el
inglés y el alemán”, refiere la hija, a quien se le ilumina el semblante,
rejuvenecido con cada minuto que pasa y cada suspiro que regala, en su
habitación de una casa sin nombre, en una ciudad permisiva que podría ser
Barcelona, entre los recuerdos de sus
foxterrier Copi y Zuri y las
piedras que colecciona porque le recuerdan los gritos de
Munch, y entre
las cajas de teléfonos móviles encima de una edición nobilísima, acartonada y
roída de
Lear King, de
Shakespeare, y con la tristeza y el dolor
de
La Vida, el cuadro más azul de la época azul de
Picasso, y con
la alegría conveniente de los óleos tahitianos y desacomplejados de
Gauguin; y rodeada de sus dos queridísimas amigas, con quien convive,
Carmen y
Margarita (“una marea de riqueza”).
Y en una de
estas incursiones, en el puerto de Barcelona, Alfredo, el mocetón, de frente
ancha y cuencas como dos arcos de herradura, el napolitano
onesto de
labia fina, se despidió del mar, y de sus caballitos y de sus viernes con
vientos y de la corona de barbotín que se había calado en sus noches frioleras.
La madre de Sara,
Ángela, una aragonesa de firmes intenciones, atrapó a
este grumete sin edad con la red de sus encantos, y Alfredo cayó como un soplido
cae sobre un castillo de naipes.
“El mundo le hizo comprender muchas
cosas que le convirtieron en un antimilitarista y en un feminista. Los sábados
le decía a mi madre que iba él al mercado a hacer la compra y así ella tenía un
pequeño descanso en sus tareas diarias”, dice Sara.
Tuvieron tres hijos:
Ángeles, una concertista de piano que en Lisboa halló el amor y las
llaves de la afinación (“de pequeña me quedaba quieta viendo cómo movía los
dedos, y ella me reconvenía: ‘No me toques los pedales’. Aún recuerdo sus
ruegos, mientras me cogía de las manos:
‘Sempre insieme, sempre insieme’
[‘siempre juntas, siempre juntas’]”);
Alfredo, el único varón, y el único
que se desgajó del núcleo familiar como un hurón, y Sara, quien se sacudió los
esplendores, los planes y los duendes de sus deseos para cuidar a sus padres,
que se hacían viejitos a medida que ella se quitaba más canas de
encima.
“Mi pasión, desde los 12 años, es la escritura. Quería ser
escritora, actriz, qué se yo, y escribir cosas como ‘destino, descubre tu
semblante…’, pero me hice cargo de mis padres, qué remedio”, conversa,
alimentada aún por un océano de gas con burbujas. “Me puse a estudiar algo más
serio, Químicas, en la Universidad de Barcelona, una carrera que, sinceramente,
me importa un rábano.”
Sara Presutto trabajó en una empresa de productos
químicos, descolorida por el gris acerado del tungsteno, descompuesta por los
ribetes de las mezcolanzas en las probetas.
Y Sara ponía en práctica algo
que había aprendido durante su fugaz exilio, cuando la guerra, que era cantar
para olvidar los ratos amargos, los flecos de su desgracia, el pábulo de las
velas en los velorios más cercanos. De la Guerra Civil española sólo sabe lo que
de mayor aprendió, que los italianos de
Mussolini lucharon al lado de
Franco, y sólo recuerda que se montó en un trasatlántico hacia una tierra
en la que el mundo hablaba en el idioma paterno. “En Nápoles, adonde llegamos,
me identificaban como la prófuga española, y era objeto de atención. Una monjita
me preguntó: ‘Credi in Dio?’, y yo, a su vez, les devolví otra pregunta: ‘¿Quién
es Dios?’. Se quedó muda.”
Sara sembraba de lentisco y pena los caminos
por los que transitaba, y asomada siempre a la ventana con antepecho de la
escuela, cantaba con voz destemplada una melodía que hacía saltar las lágrimas a
la escolanía: “Allá a lo lejos se refleja el cielo de opalina, pero tú en vano
me llamas…”. La familia regresó a España embarcada en los camarotes de tercera
clase del
Vulcania. Años atrás, su madre le había hecho entender las
filigranas del futuro: “Sarita, un rey puede ser destronado, pero nunca
tronado”.
Y ya establecida en Barcelona y mareada por los vapores de los
compuestos de óxidos y sales binarias, Sara se escapó por las rendijas del
respiradero, y cambió de colocación y retomó sus ideales. Puesto que la
literatura, su pasión primera y más longeva, se resistía a darle el tiempo
suficiente con el que poder amarla y disfrutarla, se inclinó por los estudios de
mercados cualitativos, el modo más fiable de estar cerca de las personas, de sus
problemas y de sus imperfecciones. “Me especialicé en entrevistas en profundidad
de dinámicas de grupo, y en estas estuve unos cuarenta años. Escuchaba a los
clientes, y llegué a una conclusión: la gente dice una cosa y luego hace otra
bien distinta”, sostiene, y se adivina en sus informes los argumentos necesarios
para 324 novelas, cada una con su trama y cada una con sus personajes
principales.
A intervalos, Sara Presutto daba clases de francés al
director español de una caja de pensiones, y daba clases de español al cónsul
francés en Barcelona. Para esto último, se hacía servir del método Berlitz, tan
bueno como plasta:
—Qu’est-ce que c’est? —Il
s’hagit d’un berre. —Est-ce une tasse?
—Non, il s’hagit d’un cendrier. Metió la pata
cuando una vez le preguntaron cómo se decía
encendedor en francés. Sin
más, ella se dejó llevar por la prosodia: “Encendér”. En realidad, tenía que
haber dicho “briquet”. Es fácil perdonárselo: “Es que tenía mucha cara”.
Y guió a los turistas por las Ramblas y por las naves de la Sagrada
Familia, y fotografió las autopsias, en el cobijo de la muerte, y vendió
billetes a destinos vírgenes, y jugaba a baloncesto en el femenino Picadero
Jockey Club (“campeones de Cataluña y España, y subcampeones de Europa”)… Y
escribía poco, porque la escritura se le iba entre andanzas y apretujones. En
1962, la Imprenta Garrido de Barcelona le imprimió el poemario romanticoide y
valiente
Contraluces de silencio, con un prólogo tan inspirado como los
poemas a los que alude: “Sara Presutto es una muchacha de su tiempo, de curiosa
frente combada, con una sonrisa triste en los labios y en los ojos”. Los poemas,
cómo no, venían punteados por el buril de la desdicha: “Estés donde estés /
humano que llores, / mi tristeza por la tuya, / juntas, / harán un canto de luz
sobre nuestra oscuridad”.
Ahora teje otro libro de versos,
En cuatro
tiempos. Los capítulos, por este orden:
Adagio (“tristeza de playas
desiertas”),
Preludio (“dejadme pisar la tierra fresca”),
Squerzo
(“hacer el amor con el océano Índico”) y
Andante forte (“si queréis
justicia llenad las calles del mundo”).
Ángeles Presutto, la hermana
fallecida, perfeccionó sus clases de piano gracias a una beca de la
Princesa
del Piamonte. Sara se arrepiente de no haber aprendido a tocar este
instrumento. Para quitarse esa espina, ha resuelto el relato
Renata sui
géneris, más divertido que los diálogos de
Groucho & Chico,
abogados (“Con una madre como Carina, Renata se hizo a sí misma en una de
las placentas más adineradas…”).
Un bocado que hay que masticar bien:
“Este
desimportante libreto no musical, y sí
desaacadémico, es el
fruto de unas neuronas enloquecidas”.
Ayer tenía 21 años. Hoy, Sara
Presutto acaba de cumplir los veinte.