Pablo Peña
Almagro (Jaén, 1961) nació para escribir asuntos turbios y lícitos,
devaneos y cruces de palabras, relaciones sentimentales y encontronazos serios.
Publica
Si volviera a
nacer (Ediciones
Carena), que se puede
definir como el libro de la supervivencia y la aceptación de nuestros propios
errores: “No hay segundas oportunidades cuando ya no es posible rectificar”.
Trata sobre lo que le sucede a un chica llamada Catalina, que encabeza los
capítulos de su propia existencia, y cuenta los avatares de otros personajes
que, de algún modo, estuvieron, a la vez, cerca y lejos de ella. “Una historia
que fue creciendo en mi más estricta soledad.” En un principio.
“Para escribir, necesito ausentarme y estar en silencio”,
revela Pablo, con el brillo de los ojos enfebrecidos por el crudo invierno que
hiela norte y sur. Él mismo se presenta: “Amigo de mis amigos y curioso por
excelencia, hacedor de todo lo que me he propuesto, fundamentalmente porque me
gusta más hacer, que me hagan”. En un principio, Pablo Peña nació
para doctorarse en Magisterio. En un principio. Cursó estudios en la Universidad
de Granada. “Tozudez; estaba en mis planes iniciales y tenía que hacerlo”, se
reafirma, y mueve la cabeza con suficiencia, como
Van Nistelrooy cuando
marca, dando a entender lo que en realidad aparenta, una estatua curada de
humildad y tapada con las hojas de sus cuadernos, que rellena con la energía que
los chavales gastan en los institutos.
Antes del Magisterio, Pablo se
hizo “motorista de actuación inmediata”, una vocación atenuada por el eco de sus
acordes insufribles y las letras desenfadadas del grupo de pop
Pablo el
Guindilla y sus alegres coleguillas, en el que tocaba la guitarra siendo
adolescente, antes del magisterio, de ingresar en el cuerpo armado y de iniciar,
en un principio, su camino en solitario como cantautor. “Cuando cumplí 18 años,
mi padre, Pablo Peña I, me puso en un brete. Él trabajaba en el Ayuntamiento de
Jaén, y me informó de la convocatoria de dos oposiciones en el consistorio, una
para administrativo, y otra para policía local. Escogí la segunda.” Aprobó.
La cabezonería de Pablo, que se sacó Magisterio a la vuelta de la mili
en Girona, motivó también que, atrafagado en los incidentes diarios de su labor
de agente motorizado (“conocía todos los baches de las calles de Jaén, montado
en mi BMW 450 cc”), pidiera una excedencia para cambiar de aires y de profesión.
“Durante unos años trabajé de inspector comercial provincial de una compañía de
seguros. No tenía horario fijo. Me dio la oportunidad de conocer la provincia”,
deduce, atenazado por las vigas de sus recuerdos, que ha ido levantando sobre
sus espaldas, en un principio, con las teclas de su máquina de escribir.
Se enganchó a la literatura del mismo modo que los imanes besan los
polos del sexo opuesto. “Llegó un momento en que sentí la literatura”, confiesa,
asombrado aún por
El alquimista, de
Paulo Coelho, y por
La piel
del tambor, de
Arturo Pérez-Reverte. “Continúo leyendo a los mismos
autores, ellos me han hecho encontrarme, poco a poco, con muchos otros. Hoy no
sé si han cambiado ellos o lo he hecho yo, lo cierto es que ya no veo en sus
novelas aquello que un día me cautivó.”
A medida que leía los
despropósitos de la morenaza Macarena Bruner, Pablo empezaba a escribir “sin
pretensiones”. Así, los cuentecillos se convirtieron en novelillas, creciendo en
estructura y redondez, hasta que se guardaron en el armario el vestido de calicó
y se compraron un vestido de terliz, más elegante y claro, más ceremonioso.
En
Como gotas que van al mar, la que podría considerarse su
primera novela, construyó la historia de un niño, Loren, que, abandonado por sus
padres, encuentra acomodo en una granja de Extremadura: “Ese niño es acogido por
el señor que gobierna la casa, y lo cría. Los sentimientos empiezan a unir a
todos los que tienen relación con el pequeño, y el camino de la vida les empuja
hacia delante hasta descubrir cuán fuertes pueden ser los lazos del destino”.
Si
Como gotas que van al mar se quedó en el tintero, consumida
por los más allegados y por su mujer y sus tres hijos (
Paqui, y
Mamen,
Laura y
Pablo, respectivamente), su siguiente obra,
La sombra de un ángel, encontraría en la autoedición la debida salida.
“La publiqué porque alguien me dijo:
‘Pero si tú nunca vas a tener un
libro en los escaparates
’”, dice, con el orgullo herido y la sangre
hirviendo. Trata sobre un administrativo de la Cámara de Comercio de Cuenca,
cuyo padre fue un famoso poeta de la región. Por casualidad, Carlos da con un
manuscrito, y se empecina entonces en recuperar su memoria. “El conocimiento es
irreversible, aunque se tenga un pasado negro. No depende de la voluntad y, a
veces, es mejor no saber aquello que te puede hacer sufrir.”
En
Si
volviera a nacer, Pablo, pulido, desbastado,
atinado, imaginó las tribulaciones de una mujer de Jaén, Catalina, a quien se le
tuercen las tortas y anda por otros derroteros de los que tenía planeados, igual
que Nellie Bly en
Diez días en un manicomio: “Regresar a los lugares de
su infancia le hace comprender muchas cosas”. Catalina, de nombre pomposo y
heráldico, se abandona a su estado de dejadez, y reordena sus prioridades y
descubre sus sentimientos y se arrepiente de los errores:
“Definitivamente sola, Catalina, sentada en aquel banco del parque,
empezó a recordar todo lo que aconteció en aquel tiempo antes de su partida de
la ciudad en la que ahora se encontraba, y cómo aquel día se montó de polizón en
un tren de mercancías.”
Actualmente, el escritor metido a policía Pablo
Peña Almagro narra una novela de la cual desconoce el título, pero no el
protagonista. “Va sobre Diego, un joven restaurador de obras de arte que trabaja
para un anticuario granadino, con sus complejidades y sus condicionantes
personales. Ya veremos por dónde tira”, esboza este licencioso apuntador de
travesías urbanas y rurales, coleccionista de los sueños de las personas
normales, con hondos pesares y voluminosos secretos, tan insondables como la
prosa que los describe. “En mis novelas hay mucho sentimiento y mucha fuerza
interior.”
En un principio, Pablo Peña Almagro nació para pacificar las
calles de su ciudad. Pero se le fue de las manos, como siempre ocurre con la
buena literatura.
En un principio.