He de reconocer que me mostré escéptico desde que se anunció la publicación
de la nueva novela del escritor chileno, una obra temprana de finales de los
años ochenta que el escritor revisó pero que nunca se decidió a entregar para su
publicación. El principal motivo, dicen, fue la estructura de la misma, que
desagradaba al siempre exigente con la construcción novelística Bolaño. Y la
verdad es que
El Tercer Reich es simplemente el diario del jugador de
‘wargames’ Udo Berger, que de vacaciones en la costa catalana con su novia
Ingeborg relata los acontecimientos que vive en el pequeño hotel en el que ya se
alojó con sus padres diez años atrás.
Primera pista: el protagonista
regresa a un territorio de la infancia. Viaja, por tanto, para darse valor, para
recordar el compendio de risas, amigos fieles y tardes de sol que vivió en su
infancia en los dominios de Frau Else, la dueña del hotel. De más está decir que
se retrata perfectamente un territorio vacacional: hoteles dirigidos por
alemanes para turistas alemanes donde los pocos españoles que hay forman parte
del servicio.
Pero como si de una vuelta de tuerca a los paisajes
fantasmales de Comala fuera, el retorno de este jugador invicto sobre el tablero
del ‘Tercer Reich’, un juego de mesa que recrea las escaramuzas militares
durante la II Guerra Mundial y en el que Berger sobresale de forma notable en su
país, está rodeado de fantasmas: Frau Else conserva todo su refinado y distante
atractivo, pero su marido está enfermo terminal de cáncer recluido en su
habitación; la ciudad sigue siendo la misma, pero la luz ya no es la de la
infancia y los amigos fieles de la infancia que prometieron enviar cartas no
sólo han desaparecido sino que han sido sustituidos por Charly y Hanna, dos
alemanes, y El Lobo y El Cordero, dos españoles, que animan las noches de una
joven pareja un tanto confundida al descubrir la diferencia en sus gustos. El
regreso a la nostalgia de este valiente legionario se convierte en el regreso a
un cementerio.
El escritor chileno va contando la
historia de una degeneración (la del pobre Udo Berger atrapado en las fantasías
militares de su juego) y de una redención, la de aquellos que sufrieron en su
carne los fuegos del nazismo y del golpismo en los países latinoamericanos
durante la segunda mitad del siglo XX
El Lobo
y El Cordero, epónimos que ya servirían para causar pavor a cualquiera,
arquetipos de lo salvaje e inocente, figuras que remiten a lo más arcano de la
literatura popular nórdica, se ven acrecentados por la presencia de un personaje
inquietante, El Quemado, un hombre con el cuerpo desfigurado por un incendio que
mantiene un negocio de patines acuáticos y que, por las noches, duerme en el
espacio que queda al amontonarlos como un tipi indio. El Quemado es, desde
luego, otro de los personajes-metáfora de Bolaño, como después lo será en su
literatura la madre de la literatura hispoanoamericana de
Amuleto, su
alter ego Belano o el mismísimo escritor huidizo, y alemán, Benno von
Archimboldi de
2666.
Con ellos, día a día, el escritor chileno va
contando la historia de una degeneración (la del pobre Udo Berger atrapado en
las fantasías militares de su juego) y de una redención, la de aquellos que
sufrieron en su carne los fuegos del nazismo y del golpismo en los países
latinoamericanos durante la segunda mitad del siglo XX, en realidad el único
tema de fondo que le interesaba al escritor de Santiago de Chile: cómo el mal
absoluto impregna el arte hasta hacerse absolutamente real.
En la
pequeña localidad costera de la Costa Brava, entre las paredes de ese hotel
donde el pasado es un fantasma que agoniza, mientras los turistas se marchan y
todo recuerda a aquel pueblo habitado ya sólo por muertos, vuelve a recrearse la
historia trágica de la extensión y muerte del Tercer Reich alemán, el mismo que
consumió la vida de casi 50 millones de personas en una guerra macabra y
genocida que legó a la humanidad, en palabras de Ian Kershaw, uno de los
biógrafos de Adolf Hitler, “el mayor trauma moral de su historia”.
Bolaño, hombre profundamente
romántico, un enamorado de la literatura como motor de vida, insufla a sus
personajes un aliento quijotesco
desgraciado
Udo Berger, gladiador que se cree
invicto para darse valor, se sumerge en la locura del juego hasta confundir lo
imaginado con la verdad, hasta centrar sus pasiones alrededor de una obsesión.
Bolaño, hombre profundamente romántico, un enamorado de la literatura como motor
de vida, insufla a sus personajes un aliento quijotesco desgraciado: los hace
creerse locos, los llena de dudas y temores, los hace temblar y destruirse por
un libro, una película, una partida, por volver, en este caso, a hacer justicia,
derrotar a los generales del Tercer Reich, hacer que triunfe de nuevo el bien
sobre el mal.
“Samurai + destino + viaje + no retorno + muerte”, es como
definió Rodrigo Fresán en su reseña
El samurai romántico la constantes de
la ficción bolañesca.
El Tercer Reich no sólo no es una obra menor, sino
que es el inicio de todo un mundo en el que valientes detectives sin miedo en
busca de la literatura se enfrentarán a su destino en un viaje sin retorno para
acabar encontrando la muerte, un particular ‘bushido’ que se repite en esta
novela-diario donde el destino inaplazable del samurai, o del legionario para
entendernos, hace que se encuentre cara a cara con la muerte para llevar a cabo,
como en la película de Ingmar Bergman, la partida final en la que, en realidad,
se puede librar la suerte del universo.
He de reconocer, sí, que me
mostré escéptico y comenté donde pude el tufo oportunista y crematístico detrás
de la publicación de la novela póstuma del escritor literario que más ha hecho
por difundir una imagen limpia e ideal del arte de escribir. He de reconocer que
recordé muchas veces al atildado y tembloroso legionario Póstumo en un bosque
alemán temblando de miedo pero creyéndose invicto para darse valor, para saberse
inmortal. Bolaño sabía bien que era mortal, que el reloj peleaba contra él de
forma especial y quizá por ello salía a la arena de los circos romanos a pelear
por cada palabra y por cada letra. Tengo su foto presente mientras escribo estas
líneas con media sonrisa y pienso que se ríe de mí, de mi falta de valor o,
quizá, del valor que le eché al abrir los ojos y leer su novela póstuma. No
queda otra con los gigantes, hay que dejarse vendar por ellos y que te envíen a
buscar flores al límite del precipicio. Y entonces uno puede creerse invicto
para darse valor.