Creo que era
El pelo de Van't Hoff cuya primera página se puede leer
algo así. “Entró en el compartimento de tren. Olía a boli chupado”. Ni recuerdo
la cita ni la tengo a mano, pero era algo aproximado; una capacidad para generar
imágenes, para trasladar al lector a universos literarios a través de caminos
nuevos, no trillados, poéticamente certeros, que le valieron a Elorriaga una
rotunda entrada en el panorama literario actual. Obviamente, y podría decirse
que el propio Elorriaga lo sabe, hay que cuidarse de no caer en el peligro de
ser “mago de un solo truco”, como alguna vez se ha acusado a Roberto Bolaño.
Quizá por eso, quién sabe, Elorriaga vuelve a la carga con una novela que apunta
nuevas maneras, que quiere escapar de unos universos quizá demasiado
edulcorados, más bien ajenos a realidades sociopolíticas reconocibles.
Londres es de cartón presenta como una obra alegórica sobre el tema no
precisamente frívolo de las dictaduras y su capacidad para crear pequeños
infiernos en vida. Sin ánimo de resultar acerados, podríamos decir que el tema
le queda grande a Elorriaga. Como quizá le quede grande, me temo, a todo aquel
que no haya vivido en carne propia el azote de semejante estatus vital.
La novela de Elorriaga pivota sobre la desaparición de Sora, la hermana
de Phineas, de la que no se tiene noticia desde hace veinte años. El regimen
dictatorial, El Libro de Barda, ya es historia, pero los habitantes de esa
extraña región (inglesa, entendemos), aún no se han desprendido de esa herencia
del miedo que les dejó el sistema represor. Phineas y sus amigos (de nombres más
propios de una pelicula de Pixar: Drava, Musone, Datos...) se reúnen casi cada
día en el tejado número diecisiete (¿no sería más correcto azotea, terraza o
terrado?) con un cierto ánimo conspirativo. Quieren robar unas grabaciones en la
que presuntamente encontrarían información sobre el paradero de Sora. En el
avance de esta operación se articula buena parte de la novela, con unos recursos
literarios que, sin bien al principio atraen -la creación de una pequeña
dictadura, con sus males y abusos bien delimitados-, acaban por resultar entre
inverosímiles y tediosos. No hay conflicto, apenas hay acción y sí en cambio
espera, resignación, dudas. También, desde un estadío más técnico, un exceso de
detalles en los que Elorriaga no se luce, y que resultan inanes e irrelevantes.
Pasajes como éste no son escasos a lo largo del libro:
“Drava se ha sentado en el tejado, cosa que no había hecho hasta hoy. Se
ha sentado, sin embargo, en una parte en la que nunca se sienta ninguno de los
cuatro. Se ha levantado un poco la falda. Ha dicho:
Buenas noches, señores.”
La sensación que tiene el lector, o
al menos éste, es que Elorriaga arrancó con fuerza una novela que pretendía
desenmascarar los abusos de las dictaduras, pero que luego el tema, por grande,
pudo con él. Aquellos consejos de Chéjov a los jóvenes escritores: “No escribas
de lo que no sepas”
Hay novelas que tiran
del autor, y autores que tiran de la novela, que se dejan la piel para que
aquello no se agoste, no se venga abajo, no muera definitivamente como las
ascuas de una chimenea en mañana de domingo. La sensación que tiene el lector, o
al menos éste, es que Elorriaga arrancó con fuerza una novela que pretendía
desenmascarar los abusos de las dictaduras, pero que luego el tema, por grande,
pudo con él. Aquellos consejos de Chéjov a los jóvenes escritores: “No escribas
de lo que no sepas”. Así, en la página 105, asistimos a ese callejón sin salida
narrativo de los que un Paul Auster es capaz de sacar petróleo (léase
La
noche del oráculo) y la novela toma un giro completamente distinto. Ya no
estamos en los tejados post-Libro de Barda, sino en el clásico ambiente inglés
de pipa y
bridge, con un asesinato en extrañas circunstancias como telón
de fondo. Lo que nació con pretensiones de tipo orwelliano se transforma en un
relato a la manera de Agatha Christie, basado en el clásico “quién es el
asesino”. El lector, al menos éste lector, no encaja bien el giro radical, como
no encaja tampoco la nueva presentación de un buen puñado de personajes con los
que toca volver a familiarizarse, a esas alturas. Hay también, un cambio de
registro y, ya digo, un cierto desasosiego en la audiencia. Y lo peor, un ver
las tripas de la ingeniería literaria, algo que a veces se intuye pero que, en
este caso, se hace demasiado patente.
En una época en el que se habla, a
menudo (
Agustín
Fernández Mallo y su
Proyecto
Nocilla), de
artefactos literarios en vez de
novelas, cabría preguntarse si tanto artefacto es lícito y necesario.
Particularmente, soy de los que opina que una novela se impone al autor, que
ésta quiere ser escrita y que, hasta que no lo logra, no deja descansar a quien
tiene la capacidad de hacerlo. Tratar, a través de agudos ejercicios neuronales,
de componer una novela sólo porque, no sé, uno ha elegido el oficio de novelista
en vez del de profesor de matemáticas, me resulta inquietante. Las novelas
hechas bajo este proceder podrán ser novelas, pero no literatura, Literatura con
mayúsculas. Si no hay conocimiento asimilado, travestido con los velos de la
ficción, me temo que perdemos el tiempo leyendo.
Hay una hermosa intención y una
planteamiento atractivo de inicio en Londres es de cartón, pero la
lectura resulta tirando a áspera cuando no
aburrida
En un plano más pejiguero, no me
convence tampoco el recurso excesivo a las citas que el autor incluye cada vez
que aborda una de las cuatro partes. Resultan demasiado solemnes y ampulosas
para lo que tiene trazas de novela menor. Me parece criticable también la página
de agradecimientos final, como si uno viniera de conquistar Santa Clara, y se
llamara Ernesto Che Guevara. Sobre todo, esto ya es un apunte paratextual,
editorial, cuando estos agradecimientos figuran en la página contigua al final
de la novela. Queda feo.
Elorriaga plantea con arte e imaginación las
diversas situaciones que se desarrollaron durante la época del Libro de Barda,
durante los innumerables atentados contra la dignidad y los derechos
fundamentales de quienes padecieron aquella tiranía. Castigos tales como
'lobotomías transorbitales' y demás fechorías que atenazaban la libertad de los
ciudadanos se narran con talento a lo largo de la obra. El fantasma de la
desaparición, encarnada en la figura de Sora, también resulta sugerente, más aún
cuando este recurso ha sido una constante en toda dictadura que se precie.
Videla fue quizá el 'campeón' en este sentido, aunque otros dictadores emplearon
técnicas más finas y sutiles. Fidel Castro y el envío masivo de jóvenes más o
menos susceptibles de rebeldía a la liberación de Angola, país tan necesitado de
ayuda como lejano.
Sin ánimo de desvelar nada al lector, resulta, en
cambio, algo decepcionante que la supuesta desaparición de Sora no sea, en
puridad, una desaparición.
Hay una hermosa intención y una planteamiento
atractivo de inicio en
Londres es de cartón, pero la lectura resulta
tirando a áspera cuando no aburrida. Y la ficción, mediante el artificio, debe
intentar, de alguna manera, fascinarnos, secuestrar nuestra atención. De lo
contrario, nos acercaremos a las fuentes directas, más eficaces, muchas veces,
en conmover e influir en nuestros sentimientos que ciertas
ficciones.