En el lúcido
documento
elaborado por la Comisión convocada por la patronal del seguro,
Unespa, para estudiar estos asuntos y presidida por el ex ministro de
economía Rodrigo Rato, se señala con claridad que esos dos fenómenos
poblacionales van a cambiar, en las próximas décadas, «el equilibrio demográfico
de España», dando lugar a «un aumento sustancial de la importancia relativa del
segmento de los mayores en todos los órdenes de la vida» y haciendo que «el
sistema de pensiones públicas no sea sostenible a largo plazo con sus
características actuales».
Para entender adecuadamente esta afirmación
creo que es útil comenzar repasando los elementos que, hoy por hoy, configuran
el sistema de pensiones. Desde que, en 1963, la Ley de Bases de la Seguridad
Social reformó el sistema de pensiones, en España contamos con un sistema de
reparto. En dicha ley se dio por cerrado el anterior sistema de capitalización
que estaba a cargo de las Mutualidades Laborales; unas entidades éstas que, por
haber prometido unas prestaciones superiores al rendimiento financiero de las
cotizaciones acumuladas, estaban en quiebra.
La financiación de las pensiones se
realiza con las cotizaciones de los trabajadores que están en activo. Esto
quiere decir que, para que exista una situación financiera saneada, tiene que
haber más activos que jubilados. Se estima que, para guardar ese equilibrio, se
requiere que haya más de dos trabajadores que cotizan por cada persona que está
jubilada
Con el sistema de reparto se
introdujo una nueva forma de gestión de las pensiones que, en esencia, consiste
en que los trabajadores cotizan a la Seguridad Social por la contingencia de
jubilación, obteniendo así el derecho a cobrar una pensión en el momento de
alcanzar la edad establecida para aquella —actualmente los 65 años—. Esa pensión
se calcula en función de los años de cotización y de la cuantía cotizada en los
años más recientes. La regla de cálculo vigente en este momento es la división
por 210 de la suma de las cotizaciones de los 180 últimos meses, actualizada su
cuantía según el índice de precios al consumo; y a la cantidad resultante se le
aplica un porcentaje que varía según los años de cotización del trabajador,
siendo el 100 por 100 cuando se han cotizado 35 o más años. Como resultado, el
sistema garantiza una pensión que viene a ser, aproximadamente, del 80 por 100
en el caso de los trabajadores cuyo salario, antes de la jubilación, era
equivalente a la mediana de la distribución correspondiente, aunque se reduce a
la mitad o menos de las cuantías percibidas por la población de mayor nivel
retributivo. Por su parte, la financiación de las pensiones se realiza con las
cotizaciones de los trabajadores que están en activo. Esto quiere decir que,
para que exista una situación financiera saneada, tiene que haber más activos
que jubilados. Se estima que, para guardar ese equilibrio, se requiere que haya
más de dos trabajadores que cotizan por cada persona que está jubilada —2,3 para
ser más precisos—.
Con este sistema de reparto, el equilibrio financiero
de las pensiones depende de dos variables. Por una parte, del número de
pensionistas que haya por cada trabajador ocupado; cifra ésta que, a su vez,
está determinada por la tasa de cobertura de las pensiones
—pensionistas/personas en edad de jubilación—, de la tasa de dependencia de
ancianos —personas en edad de jubilación/personas en edad de trabajar— y de la
tasa de ocupación —personas empleadas/personas en edad de trabajar—. Y, por
otra, de la generosidad del sistema; es decir, de la cuantía de la pensión
media.
Teniendo en cuenta lo anterior, la evolución futura del sistema
está ligada de manera determinante a la evolución de la población. Si ésta
envejece rápidamente y cada vez hay más personas mayores de 65 años con respecto
a las que están en edad de trabajar —entre 16 y 65 años—, las dificultades serán
mayores. Además, si el empleo de las personas que tienen edad para trabajar
disminuye —como ocurre ahora con la ampliación del paro— también se resentirá el
equilibrio financiero de las pensiones. Y lo mismo pasa si la edad media de
jubilación, como revela la práctica cotidiana, es menor que la establecida como
obligatoria.
La combinación de estas tendencias
señala que entre 2020 y 2025 el gasto de las pensiones empezará a ser mayor que
el de las cotizaciones, produciéndose así un déficit en el sistema (...) Por
tanto, el problema de las pensiones se planteará con intensidad dentro de 10 o
15 años y, de una manera acuciante, dentro de 20 o 25
años
Los estudios que han tratado de analizar
el futuro de las pensiones tienen en cuenta todos estos elementos y, en lo que
atañe a la demografía, se suelen basar en las previsiones de población a largo
plazo que realiza el Instituto Nacional de Estadística. Éstas se basan en
hipótesis razonables sobre la evolución de la natalidad, la mortalidad y el
saldo migratorio, y señalan que debido a que la primera es muy baja y a que la
esperanza de vida es muy amplia y paulatinamente creciente, la población en edad
de jubilación va a aumentar mucho. De esta manera, si actualmente viven en
España 7,6 millones de mayores de 65 años —el 16,6 por 100 de la población
total—, al iniciarse la quinta década del siglo serán 16,4 millones —el 30,8 por
100 de los algo más de 53 millones de habitantes que habrá en 2050—. Para
sostenerlos, actualmente se dispone de una población en edad de trabajar —de
entre 16 y 64 años— de 31 millones de personas, lo que supone un 67,6 por 100
del conjunto de los españoles. Pero en 2050 sólo serán 29,3 millones, bajando la
proporción hasta el 55 por 100. Esto significa que, si ahora la tasa de
dependencia de ancianos es de un poco más de 4 potenciales trabajadores por cada
mayor de 65 años, al medir el siglo esa ratio se quedará en 1,8, con lo que el
equilibrio financiero del sistema de pensiones no podría asegurarse aún en el
supuesto extremo de que todas las personas en edad de trabajar se encontraran
empleadas y cotizando a la Seguridad Social.
En definitiva, la
insuficiencia de la población autóctona en edad de trabajar se compensará con la
inmigración, pero el efecto de la entrada de extranjeros será sólo parcial, con
lo que la tasa de dependencia de ancianos crecerá de manera continua hasta
mediados de este siglo. Por otra parte, una vez que se supere la crisis actual,
es previsible que el empleo siga creciendo y, por tanto, haya un aumento del
número de personas que cotizan a la Seguridad Social. Pero ello no podrá frenar
el aumento del número de pensionistas que habrá en el futuro con respecto al
número de las personas con empleo; y así, cada empleado tendrá que cotizar para
sostener a un número cada vez mayor de jubilados.
La combinación de
estas tendencias señala que entre 2020 y 2025 el gasto de las pensiones empezará
a ser mayor que el de las cotizaciones, produciéndose así un déficit en el
sistema. Como hasta esas fechas, por el contrario, se habrán ido acumulando
superávits que alimentarán las reservas del sistema —es lo que se suele
denominar como la hucha de las pensiones—, se podrá afrontar la situación de
desequilibrio durante algún tiempo gastando el capital atesorado. Pero esta
posibilidad sólo existirá durante unos diez años, por lo que, entre 2030 y 2035
se prevé que el sistema entre en un déficit irremisible cuyo sostenimiento
financiero será inviable.
En resumen, el retraso en la edad de
jubilación es la medida más efectiva para afrontar el reto que la termita
demográfica impone, de manera inexorable, al sistema de pensiones en España.
Este retraso tendría que acompañarse de la supresión de los incentivos
destinados a las prejubilaciones
Por tanto,
el problema de las pensiones se planteará con intensidad dentro de 10 o 15 años
y, de una manera acuciante, dentro de 20 o 25 años. Esto significa que, cuando
se habla del problema de las pensiones, no se está diciendo que los actuales
pensionistas se van a quedar sin cobrar, como muchas veces se argumenta por los
sindicatos y el Gobierno, más imbuidos por la demagogia que por sus deberes
institucionales. Se está diciendo que los que se jubilen dentro de una década —y
posteriormente— van a empezar a tener problemas y, por eso, tenemos que buscar
ahora las soluciones que impidan que esos problemas estallen en el futuro.
¿Qué soluciones se apuntan como las más viables? En esencia, los
estudios disponibles apuestan por el alargamiento de la vida laboral hasta los
67 o 68 años como la solución más potente. Es lo que se ha hecho recientemente
en otros países y, como acaba de publicarse en un
estudio
del Banco Central Europeo, se trata de la medida más potente, de manera
que, en el conjunto de los países de la zona del euro, «si se elevara la edad
efectiva de jubilación … en dos años, los derechos por pensiones se reducirían
en un 5,2 por 100». Una decisión de este tipo, por sí sola, puede asegurar el
equilibrio financiero del sistema, cosa que no ocurre con otras que se han
propuesto, como es el aumento del número de años que se tienen en cuenta para
calcular la pensión y, en consecuencia, la reducción de la generosidad de las
pensiones que se otorgan. Lo mismo se puede decir con respecto al alargamiento
hasta 50 años del período de cotización para lograr la pensión máxima, de manera
que los estudios disponibles estiman que sus efectos serían muy insuficientes. Y
lo mismo ocurriría si las pensiones se revalorizaran anualmente por debajo del
crecimiento de los precios. Finalmente, la vía, sugerida por algunos, de
aumentar las cotizaciones sería muy inconveniente porque aumenta los costes del
trabajo en las empresas, afecta negativamente a su competitividad y acabaría por
provocar una reducción en las exportaciones, lo que no conviene para el
equilibrio exterior de la economía española.
En resumen, el retraso en
la edad de jubilación es la medida más efectiva para afrontar el reto que la
termita demográfica impone, de manera inexorable, al sistema de pensiones en
España. Este retraso tendría que acompañarse de la supresión de los incentivos
con los que cuentan las grandes empresas para prescindir de los trabajadores de
más de cincuenta años a través de las prejubilaciones. Éstas, además de
introducir un agravio comparativo entre los trabajadores de la misma generación
que están empleados en los diferentes sectores de la economía, resultan
extremadamente inconvenientes para el equilibrio financiero del sistema de
pensiones, por lo que podría ser interesante gravarlas con un impuesto
específico equivalente al valor actualizado de las prestaciones futuras que, con
cargo a la Seguridad Social, pueden obtener los trabajadores prejubilados.
Con respecto a las pensiones y los pensionistas se hace mucha demagogia.
Los partidos políticos tienen la tendencia a difundir entre las personas mayores
la falsa idea de que, si gobiernan ellos, sus rentas van a mejorar.
Implícitamente les transmiten el mensaje de que las pensiones las da el
Gobierno, cuando la verdad es que quien las financia son los trabajadores en
activo. También los sindicatos se han acostumbrado a la demagogia en este
sentido, como si las pensiones fueran una conquista social arrancada con sangre,
sudor y lágrimas a los capitalistas. Otra falsedad más. En España el sistema de
protección social comenzó a dar sus primeros pasos a principios del siglo pasado
cuando un político moderado, Antonio Maura, a la sazón presidente del Gobierno,
creó el Instituto Nacional de Previsión (1908). Desde entonces el Estado del
Bienestar experimentó un conjunto de transformaciones que paulatinamente fueron
mejorando la protección social. La culminación de este proceso tuvo lugar
durante los Gobiernos de Felipe González cuando se universalizaron los derechos
a recibir una pensión, por parte de los mayores de 65 años, y a la atención
sanitaria, cerrándose así el último fleco de un sistema que ya cubría a más del
95 por 100 de la población española. Esas mejoras no fueron nunca el fruto de la
lucha sindical, sino más bien el resultado de las iniciativas de políticos más
bien conservadores preocupados porque las condiciones de vida de los
trabajadores no derivaran en estallidos sociales, como muy bien expuso el
profesor Juan Velarde en su libro
Cien años de economía española. Y hay
que decir que sus logros, hasta el presente, fueron notables. Por ello, ahora
que la termita demográfica hace impostergable la decisión de reformar el sistema
de pensiones, lo que se espera de los gobernantes y de quienes ejercen la
oposición sobre ellos es que aborden este problema con realismo, basándose en
los mejores estudios disponibles, y planteen su solución alejados de cualquier
tentación populista, haciendo pedagogía democrática y tratando a los ciudadanos
como personas adultas capaces de entender y asumir las medidas que se
propongan.