“El protagonista principal de
Te
compraré unas babuchas morunas está
inspirado en mi abuelo Francisco Camacho,
Paquito Morcilla”, hablan las
manos de Pepa, que percibo como dos serenas palmadas en las frondas de
Muniellos. “Esta obra me ha costado muchos años. La he reescrito, retocado,
corregido. Es un homenaje a los antepasados. Los muertos ocupan un lugar muy
importante en mi vida.”
La Loca del Pelo Rojo
Pepa Cantarero se tiñó el pelo de rojo cuando aún vivía Franco. “En el
pueblo, oía a mis espaldas: ‘Mírala, ahí va la loca, pero a mí me daba igual.”
Las manos de La Loca del Pelo Rojo, en Baños de la Encina, amasaban los hornazos
de huevo duro con la harina de la panadería familiar, perfumada con el penitente
olor de las magdalenas. Sus manos, cautivas en las estrechas paredes encaladas
de un pueblo morisco, se vinieron a Barcelona cuando tenían 11 años. Antonio, el
padre, emigró con la criatura para labrarse un futuro más blanco que sus tortas,
y se empleó en una empresa de cerámicas de Poblenou, en la que pulía los
mosaicos de mármol con sus dos manos, “retumbantes las venas desde las uñas
rotas”, en palabras de Miguel Hernández.
Un laboratorio farmacéutico se
fijó en las manos de Pepa, y las contrataron para analizar las
contraindicaciones de las píldoras de colorines. Las manos no se estaban
quietas, y en los descampados de sus turnos funerarios, se movían en círculos
concéntricos alrededor de cursos de comercio exterior y taquigrafía. “A los 14
años empecé a trabajar, y por la noche estudiaba en las carmelitas de la
Academia Campoamor”.
Pepa Cantarero reside en Nou Barris. Casada con el
cerrajero Ángel, de manos callosas y forajidas, tiene dos hijos, a quienes ha
puesto el nombre de sus ángeles de la guarda: Cristian, por el hijo de Marlon
Brando, y Jade, por la hija de Mick Jagger, pues le encanta como toca
Wired All
Night.
Los dedos y las letras
Las manos de Pepa han aprendido el abecedario de los cuentos fabulosos de
las hadas, salidos de las fantasías hechiceras de las brujas en las cuevas de
Zugarramurdi. Siendo chica, más de lo que lo es hoy, los mayores le inocularon
el virus de la curiosidad, con los romances para no dormir de La Encantá del
Pilarejo, una princesa árabe bellísima, enamorada de un cristiano a quien su
padre, por temor a que se fugara con el infiel, encerró a cal y canto en un
torreón. “Desde entonces, dicen, se aparece en el Pilar.” Pepa cree en el
misterio: “Todo lo oriental me atrae muchísimo. Me gustaría ir a la India y a la
China”, suspiran sus manos, que se detienen en los posavasos como la mariposa
Ornithoptera alexandrae, delicadas, numismáticas, con deleite. “Me
fascina la filosofía budista, y los maestros tibetanos Djwhal Khul y Parvathi
Kumar. Hago meditación, me aporta paz y tranquilidad. Tengo un altar en mi casa
en el que cada mañana, antes de tomarme el café, me tiro 15 minutos.” En ese
rincón de veneración Buda comparte cartel con la “santa puta” María Magdalena.
Los dedos coleópteros de las manos crisálidas de Pepa escriben desde
pequeña, y leen desde mucho antes: “Doña Anita, mi profesora, me repetía que yo
tenía que ser escritora por mi pasión por la lectura. Como si fueran cromos,
intercambiaba los cuentos con mis amigas”. El primer relato que le intrigó hasta
desmadejarle el alma fue El grillo del hogar, de Charles Dickens. Otras
capas de barniz le daría luego a aquellos inicios: Gabriel García Márquez
(“portentoso”), Julio Cortázar (“increíble”), Marguerite Duras
(“indispensable”), António Lobo Antunes (“me enamoró”) y Jeanette Winterson
(“cómprate La pasión”). Pepa Cantarero pasea a los autores, con sus
nerudianas manos sueltas, por cualquier habitación y estancia: entre las paradas
de la Línea 1 de Rocafort y Urgell, en la cola del Lidl, en el cajón de sastre
de sus bailes interrumpidos. Consigo siempre lleva papel y boli. “No voy a
ningún lado sin un bloc de notas”, presume con sus manos delgadas, calientes
como el termostato. Escribe Pepa, con sus dedos ágiles, las letras de sus
cuentos que, antologados, conforman ya dos volúmenes inéditos. “El cuento es el
género más difícil.” Su terapia es escribir, y como sus manos musitan, con su
escritura “atípica y arisca” salió del infierno: “Así me ahorro en psicólogos”.
Sus últimos apuntes en ese bloc con las puntas silabeadas los tomó en su pueblo
natal, en Baños: “Tres veces se acerca el color rojo y mi mano no se espanta. El
viento silba en las Piedras Bermejas...”. Las Piedras Bermejas es, junto con el
pantano y la ermita de la Virgen de la Encina, su particular Ayers Rock: “Un
lugar mágico, en medio de la campiña, como si las piedras hubieran sido lanzadas
allí con tirachinas”.
Sus manos andaluzas, en el regazo de sus juegos
carteados, han elaborado, además de Te compraré unas babuchas morunas,
tres poemarios, un trío en la misma cama de su imaginación: Cuarteada de
olvidos (editorial Semilunio, 1999), un lío amoroso y desaforado entre
Deméter, Hades y Perséfone; Hammam (Diputación de Jaén, 1998), poemas de
su lugar de nacimiento, sus gentes, sus calles… Y Conversaciones con el nicho
612 (Editorial Devenir, 2007), un homenaje a dos muertos. Entre manos tiene
una pieza de teatro con un triángulo detrás: “Son las tres parcas que velan a
una mujer estirada en un diván”. Quizá Las manos enigmáticas, de Evaristo
Carriego.
La literatura le acarrea a las manos de Pepa una constante
agitación, que la transportan a un mundo interior del que, a veces, prefiere no
salir, y si sale, es para seguir soñando: “Asisto de oyente en la clase de
Géneros Literarios, Crítica Literaria y Literatura Comparada de la Universidad
de Barcelona”, sonríe.
“No puedo con la estupidez, no trago la
injusticia, no soporto la mentira, ni a la gente que carece de escrúpulos y
valores. Nunca he sido conformista. Me hubiera gustado viajar y ver mundo, y me
da rabia haberme perdido tantas cosas.”
Imperceptiblemente, sus manos
alisan su cabello, y reparan un momento en sus ojos pintados de negro. Sus manos
son de la opinión de que Pepa Cantarero, La Loca del Pelo Rojo, ha dedicado la
mayor parte de la vida a vivir las vidas de otros. “La eterna cuidadora.” Pero
las manos también se equivocan.
Ignorando mi
vida,
golpeado por la luz de las estrellas,
como un ciego que
extiende,
al caminar, las manos en la sombra.
Leopoldo Panero
(Las manos ciegas)