A ese
territorio llegan los hombres blancos con toda su tecnología y armamento
sofisticado. Llegan científicos y un grupo numeroso de mercenarios que hace las
veces de ejército. Todos trabajan para una gran empresa que quiere explotar los
recursos naturales del territorio ocupado por las tribus, y sobre todo los
preciados recursos que se encuentran precisamente junto al territorio
sagrado.
Para conocer mejor a las tribus, cómo viven, qué piensan, cómo
luchan..., los ejecutivos de la empresa deciden enviar al territorio inexplorado
a un antiguo soldado para que confraternice con los salvajes y obtenga de paso
valiosa información de todo tipo que pueda ser útil en la próxima conquista y
explotación del territorio. El soldado, algo cínico y deseoso de obtener
beneficios de su trabajo, en un principio lleva a cabo perfectamente la misión
encomendada: entra en contacto con una tribu, se gana su confianza y va pasando
valiosa información a las malvadas cabezas visibles de la gran empresa. Pero con
el paso del tiempo y el contacto cada vez más íntimo con los miembros de la
tribu, el soldado empieza a ver modificado su visión del asunto y experimenta
una especie de “revolución” espiritual en su interior, que se acelera cuando
encima se enamora de la hija del jefe de la tribu, quien le ha ido enseñando
poco a poco no sólo los usos y costumbres de la tribu, sino también su
espiritualidad. El enamoramiento, mutuo, lleva a un matrimonio y a unos días de
convivencia en perfecta armonía y felicidad.
Pero el conflicto está
servido. Y se desata cuando la empresa decide conquistar el territorio sagrado
de la tribu gracias a la información del soldado, y desoyendo las súplicas del
soldado-informante para que abandonen el territorio y busquen riquezas en otro
lado. El ejército de mercenarios se dirige al territorio sagrado, y los miembros
de la tribu intentan impedirlo presentando una desigual batalla. Las armas
automáticas se enfrentan a los arcos y las flechas. Además, justo antes de dar
comienzo el combate, se descubre la identidad del soldado, y su mujer, la hija
del jefe, lo abandona desecha por el engaño. Los mercenarios exterminan a casi
toda la tribu y destruyen y conquistan el territorio sagrado. Los restos de la
tribu se refugian en un lugar secreto y casi inaccesible, y se entregan a la
desolación.
El soldado, abandonado por su amor, consciente de su
traición, pero sobre todo entregado ya en cuerpo y alma a la causa de los
inocentes “salvajes” y enfrentado a la codicia capitalista y brutal de la
empresa “civilizada”, encuentra a la diezmada tribu, convence a sus miembros de
su transformación espiritual y de que hay que combatir a los explotadores, se
pone al frente de los guerreros de la tribu, convoca al resto de tribus del
territorio, y juntos se lanzan al combate final. Gracias a los conocimientos
militares del soldado logran los salvajes una lucha un poco más equilibrada,
pero finalmente la superioridad tecnológica de los mercenarios va imponiéndose
poco a poco. Sin embargo ocurre el milagro, y los animales salvajes del bosque,
“conscientes” también de que su mundo está en peligro, se alían con las tribus y
todos juntos acaban logrando la victoria en el campo de batalla.
Pero
queda aún el duelo final. El jefe de los mercenarios, un malvado sin fisuras,
prosigue él solo la lucha recurriendo a las más sucias triquiñuelas hasta que se
topa con el soldado. Ambos, antiguos aliados y ahora enemigos mortales, se
enfrentan en singular combate cuerpo a cuerpo. La lucha dura un buen rato y
presenta alternativas distintas, pero el malvado parece que va a acabar
imponiéndose y matando al soldado. Cuando éste ya está vencido en el suelo, y el
mercenario ya por fin a rematarlo, aparece la princesa de la tribu, al mujer del
soldado, quien acaba con el canalla clavándole un par de flechas. La pareja se
funde en un abrazo con la naturaleza preservada como telón de fondo. The end.
¿Les suena de algo este argumento? ¿No han visto esta película una y mil
veces en las sesiones televisivas e infantiles de los sábados por la tarde? ¿No
es éste el argumento de decenas de
western más o menos logrados, sobre
todo rodados en los años 1950? ¿No es la empresa de la que hablamos el
ferrocarril del Este al Oeste, o una empresa minera que ha descubierto oro en
una zona determinada? ¿No es el territorio sagrado la zona de las sagradas
Montañas Negras (Black Hills) de los Sioux americanos? ¿No son las tribus
aludidas un remedo de los Comanches, Apaches, Sioux, Cheyenne...? ¿No es
semejante el ataque final de las tribus al rodado muchas veces por el cine de
Hollywood para recordar la batalla de Little Big Horn de los indios contra el
general Custer? ¿No presenta este argumento múltiples puntos de contacto con
clásicos del
western como
Flecha Rota, la película de Delmer Daves
rodada en 1950 y protagonizada por James Stewart o
Bailando con lobos
de Kevin Costner?
Pues bien, el argumento que he dejado aquí escrito es,
ni más ni menos, el de
Avatar (2009, 3D), la última y exitosa película
del director, guionista y productor canadiense James Cameron (Ontario, 1954),
junto a Spielberg y George Lucas, probablemente el otro Rey Midas del cine
norteamericano. Cameron es el prototipo del cineasta exitoso de finales del
siglo XX. En su haber, si no estoy del todo equivocado, tan sólo 7 películas
dirigidas, 7 éxitos de taquilla incontestables:
Terminator, Aliens, The
Abyss, Terminator II, Mentiras arriesgadas,
Titanic y
Avatar.
Todas películas concebidas fundamentalmente como un complejo y sofisticado
espectáculo visual, todas trufadas de efectos especiales, casi todas
pertenecientes al género de ciencia ficción, casi todas situadas en un futuro
tecnológico y muy peligroso... Todas hábilmente construidas para captar y
conservar el interés del espectador, todas artificiosas y en cierto modo
amaneradas y esencialmente cursis, es decir, con pretensiones de querer ser
elegantes y refinadas sin serlo y resultando muchas veces ridículas en el
intento. Todas construidas desde el prodigioso instinto para conocer qué quiere
ver en las salas de cine un público poco exigente, analfabeto con respecto a la
propia historia del cine, paradójicamente impresionable..., un público, en
resumidas cuentas, con espíritu folletinesco y formado intelectualmente en el
universo del cómic, las novelas baratas, el pop..., la cultura de masas. Ninguna
película de Cameron es memorable, aunque alguna aspire a serlo. Ninguna es
arriesgada ni en el concepto, ni en la forma, ni en el argumento. Aunque parezca
lo contrario, el cine de Cameron, habilidoso en el manejo artesanal de los
elementos que hay que sumar para construir una cinta de éxito, es completamente
plano en sus propuestas y es previsible hasta el sonrojo.
En resumidas
cuentas, la fórmula de Cameron es la que sigue: construir sofisticados pastiches
con argumentos básicos y viejos (insisto, de folletín decimonónico) y
presentarlos envueltos en el más brillante celofán de la más sofisticada
tecnología disponible. James Cameron escribe sus guiones con los elementos
propios y manidos del melodrama clásico y las historias de aventuras. Ahí
encuentra su inspiración. A esos argumentos les añade un matiz futurista y de
carácter pseudocientífico y tecnológico (robots, naves espaciales, estaciones
submarinas, monstruos extraterrestres, planetas ignotos...), lo que logra que
las historias no parezcan en su superficie antiguas, si no nuevas y relucientes.
Y una vez que tiene construido el guión, lo lleva a imágenes con eficacia
apoyándose en tres patas distintas: una indudable habilidad en la construcción
artesanal de las historias (ya sabe, que esté muy claro eso de presentación,
nudo y desenlace), el trabajo sólido de un adecuado grupo de actores, y el uso
inteligente y trabajado de la más perfecta tecnológica disponible, léase, los
mejores efectos especiales.
¿El resultado? Un producto entretenido, bien
construido y presentado, visualmente impactante..., un producto perfectamente
diseñado para el consumo masivo de jóvenes sin bagaje ni de lecturas ni de cine,
jóvenes adictos a los videojuegos y predispuestos a “alucinar” con la brillantez
y colorido de imágenes que se suceden una tras otras a velocidad de vértigo.
Jóvenes paradójicamente impresionables y a los que se les puede contar como si
fuera nueva y original la historia de Romeo y Julieta, o de Moby Dick, o de
Mister Hyde, o de Drácula, o de Frankenstein, o una de indios..., porque no
saben nada y todo les resulta nuevo. El cine de Cameron es un cine para mentes
en blanco, para mentes vírgenes, para mentes que no han sido cultivadas ni
presentan ningún sustrato previo de construcción cultural anterior... El cine de
Cameron es para verlo en pantalla grande, gigante, con coca cola y palomitas,
con hamburguesa en una mano y en la otra patatas fritas. El cine de Cameron es
para asustarse, para gritar, para identificarse con el héroe... El cine de
Cameron es como el que en los años 40 y 50 del siglo pasado se llamaba de serie
B, pero pasado esta vez por la batidora de los más brillantes efectos
especiales. El cine de Cameron está concebido para disfrutarlo como se
disfrutaban los tartazos en el rostro de Charlot, las acrobacias de Harold
Lloyd, las trastadas del Gordo y el Flaco, las cabalgadas por la pradera
desierta de El Llanero Solitario. El cine de Cameron exige la ingenuidad
adolescente de quien va al cine por vez primera.
Avatar viene a
resultar el epítome o compendio de toda la escasa y exitosísima obra de Cameron.
Hay que ser muy joven y muy ingenuo para poder disfrutar de ella. Me hubiera
gustado tener 15 años para ver
Avatar deslumbrado, pero tengo 45, cientos
de clásicos a mis espaldas, y el pastiche (dejando a un lado lo asombroso de la
tecnología) me resultó previsible, tontorrón, aburrido, infantil... Prefiero
Flecha Rota!!!!
Tráiler en español de la película Avatar, de James
Cameron (vídeo colgado en YouTube por
housemadrid)