Más podría decirse de esta bitácora de seres animados e inanimados,
oriundos del mundo humano, vegetal, animal y mineral, pues no obstante su alta
estirpe, Vesalius no es el único personaje de tiempos pretéritos que surge en
los versos de Barbarito: personajes tan disímiles como Leonardo Da Vinci,
Albrecht Dürer, Francis Bacon, las suicidas Virginia Woolf y Anne Sexton
intentan ahí efímeras apariciones que rozan la epifanía, compartiendo el lecho
de papel con figuras menos densas —muertos, alquimistas, amadas apenas
insinuadas, hitos de la geografía terrestre que casi se vuelven seres vivos—y
bajo la pluma sensible del autor, lo hacen tan bien que el lector queda
acorralado entre el sí y el no, entre enumeraciones que le brindan un ritmo
extraordinario al texto, una musicalidad de percusión:
No entiende ni lo uno
ni lo otro. Ni la respiración, lo que la corriente deja en la orilla. Ni la
zarpa, la sequedad, la tisis, la persecución, el pozo. [...] Empalizada,
guarida, trompeta, palafrén, adolescencia, librero y librería, júbilo, Eritrea,
hechicero, Proust, bosque, interior, invisible, oración, despeñadero, voluntad,
apego carbón, ámbar, camino, espejo, viento que se respira, libro, azucena,[...]
esbozo de amada o serpiente, ¿estrellas, nardos?, perfil y pulso, orilla
nebulosa, relámpago, [...] la duda, la precisión, lo baladí y lo bello, los
teatros en llamas, el peso del aire, la hierba, los frutos, la leña atada, un
cincel, el idioma. Un cortejo de sílabas que se acomodan perfectamente, como
en una comitiva lingüística que supiera combinar, lo más estéticamente posible,
los colores y las formas, las texturas y los tamaños, los distintos grados de
luz. Hasta las ciudades ahí se vuelven a su vez joyas sonoras:
Amberes,
Mazatlán, Abidjan, Chennai. Barbarito nunca olvida que la poesía no sólo es
un hábil juego de ideas sino un experimento con los sonidos:
Abies
pectinata es el simple nombre científico de un árbol, pero ¡cuán elegante
suena en latín! Entre preguntas sin respuestas y el tamborileo de las palabras,
este libro se va desplegando como una alfombra roja. Pese al tono reiteradamente
interrogativo del texto, el autor no renuncia a que la búsqueda emprendida
brinde frutos: [...]
Jamás rechazar, negarse, erigir un muro de piedra sobre
piedra ante lo que, invisible y obstinado, se multiplica en voces y exige para
cada una recepción y aposento. Este enunciado podría ser la médula de sus
páginas, si éstas tuvieran, igual que los cuerpos abiertos de Vesalius, una
columna vertebral, órganos adentro.
Y entonces no quedará nada capaz de
contenernos vivos, ambos en extremos opuestos (el sí y el no, la duda y la
afirmación), [...]
pero de un mismo y prolongado hilo (que se antoja la
larga cadena de los descubridores, ya sean poetas o anatomistas).
Un fuego
bajo un cielo que huye, como todo poemario que se respeta y cumple
cabalmente con su cometido de conmover —en su sentido etimológico de agitar o
mover violentamente— es uno de pocas certidumbres, pero cuando afirma, lo hace
de manera contundente:
Los padres mueren. De una muerte de peste de fruto,
envueltos en las mismas sábanas en las que nacieron. Y el poemario se vuelve
sin duda, para retomar las propias palabras de su creador,
en la seda y en la
luz, una parábola.
Françoise
Roy
***
Todo comienza cuando no hay perdón...
Todo comienza cuando no hay perdón,
ni salida hacia una claridad
al final del pasillo, con una mano débil
que apenas puede aferrarse al
pasamanos,
cuando es tarde y nadie riega
el jardín olvidado por la
lluvia,
las palabras arden sin humo
en los invernaderos vacíos,
todo
se desata cuando el porvenir
se disipa, el presente se disipa,
las
caras, aún las más amadas, se esfuman,
la exploración acaba en el desierto,
todo se inicia cuando no queda follaje,
ni vuelo de ave, ni panes,
en el más crudo invierno,
en la más cerrada castidad,
en las ruedas
hundidas en el barro,
en el desmayo de la invención,
en el fracaso del
cálculo,
en la ceguera, en el exilio,
cuando sólo nos miran los
animales, las estrellas.
¿En qué nos transfigurará el
tiempo?
¿En qué nos transfigurará el tiempo?
¿En
frágiles ramas a las que el viento
no demora en romper, en dos ciegos
con la manos contraídas, en peregrinos
hacia ninguna tierra prometida?
Alrededor, mueren de cien muertes,
todas definitivas, y nacen hacia una
única
frágil y transitoria vida; se celebran
fugaces bodas con el
aserrín
y el frío, y de nada parecen servir la experiencia,
porque ya no
hay pasado,
el rito que promete algún modo
de la felicidad, del
consuelo.
Te vi, alta y desnuda, antes de la tormenta.
Me viste,
desnudo, después del trueno.
¿Qué seremos mañana,
dentro de un rato?
¿Qué somos,
si es que algo somos,
madera o papel, restos de hojas y
flores,
cenizas de un fuego antiguo
y anónimo, rostros que
no logran
definirse del todo
y se esfuman cada atardecer
como en la noche se
esfuman
los reflejos, las ropas, las respuestas?
Los
padres mueren. De una muerte...
Los padres mueren. De una
muerte
de peste de fruto, envueltos
en las mismas sábanas en las que
nacieron.
Dentro del último sueño, polo
abierto y marca en el nudo del
viento.
Así se adensa el mundo.
Así se cumplen en frío mapas y
estrellas.
Mueren mientras, en Delft,
gotas de sangre, hez de
vino,
polvo de diamante, esperma humana
y de ratón, ojos de
mosquitos,
telarañas, branquias de tritón
siguen revelando su mínima,
infinita vida
a un micrógrafo que ya no tiene ojos.
¿Despertarán en otra
parte?
¿Adquirirán nuevos rostros y sentidos
más allá de estas
arenas,
se abrirán ante ellos
las piedras, la espuma?
Se sumergen
desnudos en seca belleza.
Se llenan de cansancio, de bromo.
Mujer con violonchelo
Desde el cuarto
contiguo,
madera y metal vibran,
como vibra al unísono su carne.
Sin
desnudarse, de todo lo superfluo
se despoja. Armonía
que la hace a quien
la crea
una entre todas las cosas
y convierte al resto en un espejo
que
con distorsión
la refleja. Ahora
es un final de exilio
sobre cuerdas
que regresan
al día anterior a las cenizas;
al oír puedo decir yo
soy
en lugar de yo fui
y encontrar presencia
donde reinaba
la privación, la falta.