Al leer o escuchar el nombre de Cartago, es fácil que acuda a nuestra mente
el enfrentamiento que esta ciudad y Roma mantuvieron entre los siglos III y II
a.C. por el control del Mediterráneo. Casi al instante evocamos las gestas y
hazañas de Aníbal, su general más famoso, un excepcional estratega que venció,
una tras otra, a cuantas legiones romanas osaron hacerle frente, llegando
incluso a alcanzar las mismísimas puertas de Roma. Mucho se ha escrito acerca de
este episodio, mucha tinta se ha empleado dilucidando las causas y el desarrollo
de aquellos enfrentamientos, las afamadas Guerras Púnicas, pero poco se ha dicho
sobre cuál fue el origen de aquella ciudad que a punto estuvo de doblegar el
poderío de los romanos.
Dido, reina de Cartago, cuenta esa historia. Y lo
hace de forma sorprendente e inusual.
Todo en esta novela resulta
fascinante: desde la habilidad de la autora para transportarnos e involucrarnos,
con una intensidad poco común, en un mundo que no es el nuestro, hasta la
pericia que demuestra en el tratamiento de los personajes, de notable
complejidad psicológica; desde la originalidad de la trama y el papel que juegan
los distintos narradores en la composición del relato, hasta la propia gestación
material de la novela, una auténtica aventura que la convierten en un fenómeno
tal vez único que merece la pena referir aquí.
Isabel Barceló es autora
de un blog literario de considerable éxito y calidad:
Mujeres de
Roma. Ese espacio virtual nació, hace ya varios años, con
el objeto de dar voz, a través de la creación literaria y el rigor histórico, a
las mujeres de la antigüedad, especialmente a las que vivieron y habitaron en la
Roma antigua. Como Barceló afirma en la presentación del blog, “me propongo
hablar de las mujeres de Roma, de todas en general y de algunas de ellas en
particular. Me apasionan. Y me disgusta el olvido al que están sometidas (…)
Hablar de ellas es hacerlo de todas las mujeres de nuestra cultura occidental,
pues no en vano somos sus herederas (…) Aquellas mujeres tuvieron las mismas
dificultades que nosotras, los mismos conflictos, el mismo valor y entereza, el
mismo olvido… Por mi parte, las quiero recordar”. Pues bien, fue allí, en su
blog, donde Isabel Barceló comenzó a escribir la historia de Dido, la legendaria
reina de Tiro.
Uno tras otro, los breves capítulos
del libro van enriqueciendo un mundo que se nos revela sorprendentemente vívido,
cercano y lejano a la vez. Este efecto se consigue gracias a una prosa fresca,
elegante y cuidada que, poco a poco, desde las primeras líneas, cautiva y
sumerge al lector en una época remota que, sin embargo, también nos
pertenece
Al iniciar el proyecto, la autora
ofreció a sus lectores la posibilidad de participar en esta historia de una
forma sencilla e innovadora: tan sólo tenían que elegir un personaje, bien de
los que aparecen vinculados al mito de la reina y Eneas, bien inventándose uno,
y ella se comprometía a darles un papel en la narración. La respuesta de los
internautas fue abrumadora y, cuando la lista de personajes ascendió a setenta,
Barceló se vio forzada a no admitir más solicitudes, emprendiendo la redacción
de la novela casi “en directo”, es decir, “colgando” en el ciberespacio un
capítulo o dos a la semana. De este modo, el proceso de creación literaria, más
allá de las dificultades que por sí mismo entraña, representó un doble reto
añadido: por un lado, su creatividad se vio permanentemente estimulada para dar
cabida a todos los personajes elegidos por sus lectores y, por otro, al ir
escribiendo la novela por capítulos, la autora se vio en la obligación de
sorprenderlos constantemente, pues, gracias a las posibilidades de Internet,
éstos comentaban, preveían o aventuraban los sucesos que ella misma iba
relatando.
¿El resultado? Una novela muy ágil y fácil de leer, con una
trama y un ritmo que no decaen prácticamente en ningún momento. Los
acontecimientos, por las exigencias del proceso de creación que acabamos de
analizar, se suceden uno tras otro sin tiempos muertos ni espacio para el
aburrimiento. No hay tregua para el lector, como tampoco facilidad para predecir
el comportamiento de los personajes. Uno tras otro, los breves capítulos del
libro van enriqueciendo un mundo que se nos revela sorprendentemente vívido,
cercano y lejano a la vez. Este efecto se consigue gracias a una prosa fresca,
elegante y cuidada que, poco a poco, desde las primeras líneas, cautiva y
sumerge al lector en una época remota que, sin embargo, también nos pertenece.
Sin alardes ni digresiones, sin descripciones engorrosas ni detalles que
pretendan demostrar erudición histórica, la prosa fluye, atrapa y convence. Nada
más natural y sencillo. Nada, en cambio, tan complicado.
Desde el
principio mismo de la obra se advierte esta preocupación por el lenguaje, por la
belleza de las palabras. La narradora y alma de la historia, la anciana e
inolvidable Imilce, que conoció a Dido y vivió de niña el periplo y las
dificultades que la reina y sus seguidores tuvieron que afrontar hasta fundar
Cartago, pronuncia las palabras que inauguran la novela:
“Me gusta bajar
a la playa al atardecer, cuando los pájaros regresan al nido y sus alas se
recortan oscuras contra el cielo rosáceo. Hundo los pies descalzos en el agua y
dejo a las ondas acariciarme los tobillos. Me hace bien sentir su mansedumbre,
oír el griterío de las aves y ver difuminarse en el horizonte la línea que
separa mar y cielo. Pocas cosas desasosiegan tanto a una anciana como contemplar
el mundo suspendido entre dos luces. A mí, sin embargo, no me atemoriza. Quizá
porque es el momento del día más propicio a los recuerdos y, apenas se los
convoca, acuden con rapidez.”
Es una reflexión literaria en
diferentes planos temporales que esconde más de una lección sobre el arte de
narrar, sobre cómo se escribe la historia, sobre las versiones que de los
acontecimientos pretéritos han llegado hasta
nosotros
En efecto. Imilce recuerda y cuenta
la historia de Dido, las razones por las que tuvo que abandonar Tiro, principal
ciudad de los fenicios, y emprender un viaje incierto por el Mediterráneo en
busca de otro lugar en el que asentarse. La obra, pues, adquiere los rasgos
propios de la novela histórica, aunque no sea una novela histórica al uso.
Dido, reina de Cartago es además una entretenidísima novela de aventuras,
no en vano las dificultades e incidentes a los que debe enfrentarse el séquito
de la reina son variados y numerosos -recordemos que el Mediterráneo, por aquel
entonces, era un mar en gran parte desconocido-, exigiéndoles altas dosis de
astucia e ingenio para resolverlos. Pero la obra es al mismo tiempo una hermosa
y apasionada historia de amor:
“Apenas acabó de decir estas palabras,
cuando un individuo se abrió paso entre los demás y se detuvo ante Dido. Clavó
sus ojos en los de ella con extraña intensidad. Había tristeza, gratitud,
admiración y dulzura en esos ojos. Y pese a todo ello parecían proceder de un
abismo o haberse contagiado de la hondura marina. Eran insondables. Ningún
hombre se había atrevido jamás a escudriñarla de tal modo, pero la reina se
mantuvo firme y sostuvo largo tiempo esa mirada.
-Reina Dido –dijo el
extraño al fin- ante ti se inclina el troyano Eneas”.
También es una
novela de guerra y conflictos que pone en evidencia, resalta y reivindica, por
contraste, el carácter pacífico y comercial de los fenicios. En este sentido la
narración que el propio Eneas hace de la caída de Troya es impresionante: “Aún
no se han inventado las palabras capaces de describir el espanto y la crueldad.
No, no hay palabras. La barbarie es muda, ciego el dolor. El mismo grito
espantoso que brotaba de la garganta de un griego ebrio de sangre al cercenar el
cuello de un niño, nacía del pecho de la madre desesperada, incapaz de evitar el
golpe mortal. De nada le servía proteger a su hijo con su cuerpo, porque la
espada los ensartaba a los dos y salía roja al instante en busca de la siguiente
víctima. Manantiales de sangre desbordaban las calles. Perseguidores y
perseguidos resbalaban en ella, pero los griegos mantenían firmes las espadas y
el furor, entraban en las casas y arrastraban al exterior a sus ocupantes.
Indiferentes a los alaridos y las súplicas llevaban a cabo su siniestro trabajo
con metódica eficiencia: atravesar, cortar, degollar, mutilar sin descanso
sembrando el sagrado suelo de Troya de cadáveres palpitantes y miembros
cercenados. ¿Qué ser humano, teniendo corazón y entrañas, querría seguir
respirando a la vista de todo esto?”.
Es, en fin, una reflexión
literaria en diferentes planos temporales que esconde más de una lección sobre
el arte de narrar, sobre cómo se escribe la historia, sobre las versiones que de
los acontecimientos pretéritos han llegado hasta nosotros. Permítanme que
analice este extremo, sumamente original e interesante, con más detalle.
Han pasado sesenta o setenta años desde la fundación de Cartago y pocos
testigos quedan ya de aquellos acontecimientos. Imilce, consciente de que su
tiempo se acaba, quiere dejar constancia escrita de lo que sucedió porque no
desea que los habitantes de la joven Cartago olviden los orígenes de la ciudad,
lo que ella misma vivió cuando era niña. Aunque guarda muchos recuerdos de
aquellos tiempos, necesita la colaboración de otras personas para rellenar lo
que ignora, necesita reunir información y contrastarla, preguntar a los hijos y
nietos de aquellos primeros pobladores, como también necesita a Trailo, un poeta
profesional, descendiente de los troyanos, que contará su particular versión de
la historia.
En Dido, reina de Cartago se
insiste de manera implícita en el carácter moral de nuestros actos, en que toda
decisión que adoptemos tiene consecuencias éticas de las que hemos de ser
conscientes, de las que no nos podemos desentender. No sólo somos responsables
de lo que hacemos, sino que nuestros actos tienen repercusiones sobre los demás,
sobre nuestro entorno
Trailo e Imilce,
tienen, de algún modo, intereses contrapuestos. El poeta troyano se centra en
narrar las gestas de Eneas y los suyos, concibe el relato como un espectáculo
fantasioso y recargado, repleto de épica: “Altísimas olas de color pardo
abrumaban a los troyanos. Como una fiera escupiendo muerte por sus fauces
malolientes, el mar se abalanzaba sobre ellos. Agua oscura y monstruosa barría
sin clemencia la cubierta de las naves arrancando remos y postes, esperanzas y
vidas. Zarandeados como el grano que se sacude en un cedazo para eliminar la
paja, las olas los lanzaban hacia el cielo y los hundían luego en el abismo
acuoso (…) Al fin el dios Neptuno, molesto porque el ruido de las olas
perturbaba su descanso, salió a la superficie y puso orden: mandó a los vientos
recogerse y a las aguas calmarse de inmediato”.
Imilce lo sabe y
considera que no está a su altura pues, según ella misma afirma: “Soy demasiado
directa y poco inclinada a inventarme encuentros con los dioses y demás
florituras. Me siento en desventaja”. Y añade: “si esta historia de la reina
Dido se copia y se difunde en otras ciudades (…) el público podría inclinarse
por prestar más atención a los pasajes del poeta troyano y éste acabaría por
convertir a Eneas en el protagonista. Las palabras bellas saben ser muy
engañosas”.
La autora de la novela, Isabel Barceló, insinúa con
sutileza, mezclando realidad y fantasía, que será la versión de Trailo la que
finalmente se difunda, llegando en el siglo I a oídos del gran poeta Virgilio,
una historia que él perfeccionará y tratará en la
Eneida. La versión de
Imilce, pese a sus esfuerzos, como la vida y los méritos de tantas otras
mujeres, quedará relegada y olvidada. El punto de vista de Eneas, la versión de
Trailo y la obra de Virgilio, perdurarán en el tiempo; la vida de Dido y la
versión de Imilce serán barridas de la historia.
Pero hay más, en
realidad hay mucho más. Junto a la aventura y el entretenimiento, el humor y la
traición, la pasión, la tragedia y el desconsuelo, la memoria de los vencidos y
el cruel olvido al que los somete la historia, una idea fundamental atraviesa la
novela. En
Dido, reina de Cartago se insiste de manera implícita en el
carácter moral de nuestros actos, en que toda decisión que adoptemos tiene
consecuencias éticas de las que hemos de ser conscientes, de las que no nos
podemos desentender. No sólo somos responsables de lo que hacemos, sino que
nuestros actos tienen repercusiones sobre los demás, sobre nuestro entorno. La
obra, así, se convierte en una novela de tesis que nos advierte sobre un tipo de
comportamiento dominante en nuestros días.
Tal vez en algo parecido
estuviera pensando Aníbal muchos siglos después cuando, con su ejército a las
puertas de Roma, uno de sus oficiales le prometiera que, si daba la orden de
ataque, esa misma noche cenarían juntos en el Capitolio. Los historiadores no
tienen duda de que aquella promesa se hubiera cumplido, así de desesperada era
la situación de los romanos. En cambio Aníbal, de una forma que hasta ahora
nadie ha sabido explicar, no ordenó el ataque, desaprovechando una oportunidad
que nunca más se repetiría. Su decisión determinó, como hemos visto, que la
versión de la historia de Dido y de Cartago fuera otra, la escrita en el siglo I
por Virgilio desde el punto de vista de Eneas y los troyanos, dos de cuyos
descendientes –Rómulo y Remo- acabarían fundando una pequeña ciudad entre siete
colinas.
Tras dos mil años atendiendo a la narración de los romanos,
parece oportuno considerar otras versiones: dejemos que la anciana Imilce nos
cuente la suya, la propia de los cartagineses; escuchemos lo que tiene que
decirnos sobre Dido, una mujer capaz de darlo todo por los
suyos.