La crónica la protagonizó su padre en 1926, puesto que ayudó en lo que pudo
a que una buena mujer, su esposa, diera a luz un bebé que berreaba como
Pastora Imperio recitaba.
Albert
Mallofré recuerda la proclamación de la Primera República, el 14 de
abril de 1931: “Mi padre me llevó a coletas al centro de Barcelona. Sólo me
acuerdo de la alegría en las calles”. Y recuerda Mallofré que aquella era una
hespaña en minúsculas, federal, con la hache de las hespérides, donde se
morían los hombres al igual que nacían los recelos: “Cuando murió Francesc
Macià, l’Avi Macià, mi padre, que era de Esquerra Republicana de
Catalunya, me llevó con él a firmar en el libro de pésame que se había colocado
en la capilla ardiente, instalada en el Palau de la Generalitat. La calle de
Ferran era una riada humana hacia la plaza”.
De esa niñería en El País
Que No Existe, en la España que se fue, quedan las rivalidades de Federico
García Lorca con los pasos del pentagrama de Manuel de Falla, y la
investigación de Severo Ochoa sobre las células unicelulares que a
Gregorio Marañón ni le interesaban. Mallofré recuerda que pasó la guerra
sin apenas inmutarse, recluido en la casa materna por unas travesuras que las
bombas le impedían hacer; demasiado pequeño para la orfandad. “Mi padre tuvo que
exiliarse. Cuando volvió, le obligaron a identificarse como miembro forzoso del
servicio militarizado de ferrocarriles, pero aquello resultó un parche inocuo,
del que mi padre se deshizo tranquilamente”, recuerda Mallofré.
En El
País Que No Existe se crecía por onzas, atareados con sacarle rendimiento al
estraperlo, en todos sus escalafones: “Estaba afianzado el estraperlo doméstico,
el estraperlo organizado, el estraperlo institucional, etcétera”. Trampa
consolidada, mendacidad, falsía… Mallofré recuerda.
Las plazas se
ocupaban a dedo; los cargos públicos, de relieve, se nombraban en función de si
eras adicto al sistema o simplemente de si eras amigo de quien convenía, y las
recomendaciones aumentaban si los títulos nobiliarios florecían a tu alrededor
como escamas. “El franquismo se fosilizó, una estructura apelmazada y fastidiosa
que tocaba las narices estúpidamente, pero la gente procuraba pasar de eso y
vivía como podía. Lo mismo que pasa ahora, en cierta medida. Además, el Régimen
no tenía ninguna ideología, era una simple dictadura militar internamente
desorganizada, y ni siquiera sabía hacer cumplir sus propias leyes", recuerda
Mallofré.
Con una mano ligera para la caligrafía, Albert se coronó, poco
a poco, como un soberano de la pluma. Ya en la escuela primaria se encargaba del
diario-mural que se colgaba en las paredes, lo que le llevaría, años después, a
cerrar una columna de opinión en un semanario local de Vilafranca del Penedès,
que le reportaría después el título de director eficiente del periódico del
regimiento de artillería número 44, en el cuartel de Sant Andreu de Barcelona,
donde hizo la mili.
En 1952, recuerda Mallofré, simpatizó con una revista
dedicada al mundo del motor, y escribía sobre rallys y carreras y curvas
peligrosas, y sobre el nacimiento de la cosmogonía de las motos, con Montesa
como hijo predilecto. La revista Vida Deportiva, le fichó en 1954 como
especialista en el fuel de los cilindros, y dado que el magazine se
editaba en la misma redacción de Destino, acabó trabajando para sus
páginas. (Destino era el sancta sanctorum de los medios de entonces, y
tenía como maestro de los prodigios del espectáculo a Sebastián Gasch,
tertuliano del café El Oro del Rhin.)
La redacción de Vida Deportiva
y Destino se ubicaba en el piso de encima de La Vanguardia, en
la calle de Pelai. Un día de 1964 le llamó el subdirector del diario, Horacio
Sáenz Guerrero (el director era, a la sazón, Manuel Aznar, abuelo del
expresidente del Gobierno José María Aznar), de quien aprendió el efecto
llamada de los titulares. Así se enroló en el rotativo de los condes de
Godó, y sentó cátedra con un plaza fija en la sección de Cultura y
Espectáculos. Recuerda Mallofré que los resortes de la profesión periodística se
los enseñó primero Sempronio, y más tarde el ilustre Manuel Ibáñez
Escofet.
Por aquellos tiempos, de El País Que No Existe viajaba con
frecuencia a Londres, ciudad en la que la palabra underground empezaba a
tomar cuerpo. Mallofré recuerda que allí conoció a The Beatles, grupo que
apadrinó en sus crónicas desenfadadas por la música popular en ebullición. En
ocasiones, escondido en destacados de anacolutos, había dejado escrita esta
advertencia: “Poca broma con los Beatles, que este grupo es algo muy
serio”. Y recuerda Mallofré: "Es curioso que algunas mentes honorables que al
principio les denigraron sonoramente por los defectos que no tenían, después se
pasaron al elogio desmedido, y les atribuían virtudes de las que los
Beatles carecían también".
A John Lennon le conoció de
manera fugaz con motivo del concierto que ofreció la banda en la plaza de toros
Monumental, el 3 de julio de 1965. Lennon, “un señor muy culto y muy formal”,
rechazó las extravagancias con las que el conjunto se solía adornar. “No haga
caso de lo que van diciendo por ahí de nosotros, es todo propaganda”, le
susurró.
Mallofré recuerda que fue una de sus mejores entrevistas y una
de las más desaprovechadas. Cuando llegó a la redacción, con escribanías de
cerezo y anaqueles con la edad de los brontosaurios, el jefe de su sección le
echó un jarro de agua fría: “La Vanguardia no publica estas cosas; somos
un diario serio”. Pero unos días después, ante el revuelo popular que se había
formado con la presencia de los melenudos en El País Que No Existe, el mismo
jefecillo le reclamó: "¿No tenía usted algo de esos Beatles de los mil
demonios?".
De esa supuesta seriedad, no queda nada en La
Vanguardia: “Me entristece. Es una pena. Han prejubilado a los mejores, los
más preparados, los puntales de cada sección. Ahora, como pasa con los demás
diarios de Barcelona, La Vanguardia es un ejemplo de prensa sometida. Es
un periodismo manso, dócil y ‘creyente’, como de ‘hoja parroquial’. El
periodismo de ahora, en Barcelona, dista mucho del clima inquieto y tenso que se
vivía durante el franquismo, cuando se trabajaba en tensión creativa, en una
actitud permanente de trabajar la noticia. Si molestaba al Régimen, tanto mejor.
Ahora, aquella inquietud por buscar la verdad frente a la muralla de la censura
y las posibles represalias, no se nota en las redacciones de Barcelona, que se
repliegan ante el nacionalismo del Tripartito”, sostiene Mallofré, que recuerda
más de lo que olvidar puede. “Aquí, en la actualidad, si un periodista publica
algo enojoso para algún jerarca establecido, se verá de inmediato estigmatizado
como 'botifler' y 'catalanófobo', lo que puede entrañar serias dificultades para
su porvenir profesional. Plantar cara en busca de la verdad y la razón puede
conducir fatalmente al ostracismo profesional. Quizá este solapado clima
represivo explique la mansedumbre de los medios de comunicación catalanes, que
optan generalmente por la comodidad y el abaniqueo. La prensa, hoy en día, ha
perdido influencia y poder. Y pierde difusión. Y perdiendo difusión, se pierde
también publicidad... Estamos abocados a la ruina, moral y
material."
Mallofré recuerda.