Querido Manuel,
Cómo me alegró tu rápida contestación. De la gente
de la “U***” puedo decirte que sólo he tenido pequeños contactos con Nando «El
Sosqui», a partir de coincidir con él en Jerte, hará 10 años. A Alesillos, el
pelirrojo, me lo encontré en el metro y me dio la impresión de que seguía siendo
el de siempre, no sé si me explico. Navas me escribió una vez y me dijo que se
había hecho testigo de Jehová y que andaba por Almería. También a Marino, el que
se pasaba todo el rato cantando a Sandro Giacobbe, le vi durante una buena
temporada, pues vivía (ahora no sé) no lejos de mi pueblo, pero luego
desapareció o cambió de trabajo o de casa. Y últimamente mantuve contacto con
Amarilla, que trabajaba en el hospital de Getafe, con Belenguer, que tiró para
Granada. Amarilla tuvo un accidente y anda un poco cojo de una pierna, así que
le dieron la jubilación y se compró un apartamento en Cullera, donde vive como
Dios. Algún día iré a verle. Tampoco he sabido nada de Juárez, de Maxi o de
Castaños, que creo fue alcalde de Viandar de la Vera. Un día, en el periódico,
leí un artículo sobre ti y me dije que con esa cara y esos apellidos, fijo que
tenías que ser quien compartía cuarto con Majarón, el que perdió la olla y luego
montó la que montó —dios, aún me entran escalofríos—, y ya nada fue lo mismo.
Pero, claro, tú ya no estabas para verlo y, en cierto sentido, te envidio,
porque es jodido ver cómo el lugar donde has pasado los últimos cinco o seis
años de tu vida se derrumba de la noche a la mañana. Del resto de compas, nada,
como si se los hubiese tragado la tierra. ¿Se habrán convertido en sal, habrán
perdido la llave, se habrán desvanecido? Ya sin bromas, fueron tiempos duros,
pero en el fondo no nos fue tan mal. Al menos yo guardo buenos recuerdos de esos
años.
RUFINO LUENGO
(e-mail, Madrid, 3 de marzo de 2006)
Entonces.
Justo entonces. Entonces me prometí salir de allí
aunque fuera lo último que hiciese en toda mi vida. A bocados, si fuese preciso.
Estábamos los dos en la habitación. Yo con el entripado aquel que no me había
dejado dormir en los últimos tres días y él a lo suyo, haciendo por milésima vez
el as de guía, ¿tú te imaginas, chacho, cuando salgamos de este sitio? Si es que
salimos, respondí.
—Alegría, chaval, que papá Ignacio nos mostrará el camino
del cielo.
—¿El camino del cielo? El camino de las sombras, querrás decir.
La frase retumbó en mí, como si en vez de una frase fuera una piedra que
cayera en el agua helada de un pozo. Booooooom. El camino del cielo y el camino
de las sombras, me repetí, y de pronto me imaginé al padre Ignacio, como un
pastor, con sus polainas de borrego, su zurrón, su cayado, su honda y su todo,
bordeando los abismos, conduciéndonos por el camino del cielo, jo, qué gracia.
—¿De qué te ríes?
—Del fuego divino.
Desde la ventana, el pueblo
parecía un lagarto pudriéndose al sol. Lo había visto pudrirse allí durante los
últimos cuatro años, pero no me acostumbraba. No acababa de acostumbrarme.
—Chacho, tú te imaginas.
—¿Imaginar qué? —Respondí casi sin darme
cuenta, porque mi cabeza estaba ya ocupada en otras cábalas.
—Coño, que esto
se pusiera a arder de buenas a primeras, tú. Los pabellones, el jardín, el
estanque, los peces... Como en unos fuegos artificiales, Troyita. Chac, chac,
todo ardiendo y nosotros echando leches por esos campos de dios, Troyita, ¿tú te
imaginas?, con el corazón capaz de reventarnos dentro del pecho.
Esa frase
es la que se me vino a la cabeza cuando una semana más tarde —pero, dios,
parecía que hubiera pasado un siglo— vi a
aquel tipo tendido sobre el
terrazo. Los fuegos artificiales. Troyita, chacho, ¿no te das cuenta?, es gratis
soñar. Tú lo que estás es majarón. No era aquella la primera vez que había visto
a un muerto tan de cerca, a mis pies. Durante cuatro años y medio había llevado
a mi padre agarrado a los huevos y ahora todo lo que quería era desprenderme de
aquello, hacer mi camino, empezar en otra parte, muy muy lejos de allí. En fin,
los acontecimientos se habían ido precipitando a mi alrededor de una manera que
hasta yo estaba sorprendido, porque no dejaba de ser desconcertante que las
cosas, generalmente esquivas, tortuosas, poniéndose siempre en contra de
nuestros deseos, decidieran tomar ahora los cauces precisos que les había ido
abriendo mi imaginación. Porque, de pronto, todo el horizonte nocturno que me
había rodeado después de la última conversación con mi madre, se había iluminado
como si acabaran de abrirlo con unos alicates. Fuegos artificiales, había dicho
Majarón. Durante más de cuatro años me habían tenido allí, chapoteando en el
fango, y ahora sólo me quedaba esperar a que llegaran los papeles para marcharme
con los del otro ala, y allí acabar de pudrirme de una vez. Porque estaba
seguro... ya nadie iba a mover un solo dedo por mí. Después de que el cielo se
me hubiera caído encima varias veces a lo largo de las dos últimas semanas, era
de imbécil creer en un destino distinto al que tenía asignado. Ya hablaremos tú
y yo, me había soltado un par de días antes el gilis aquel y eso sólo podía
significar que para mí los días en la U*** estaban contados, pero yo no estaba
dispuesto a dejarme cazar así como así, y, en todo caso, tenía que concebir un
plan para que, pasara lo que pasara, no me encerrasen donde los locos. Cualquier
cosa menos eso. Pero no sabía cómo empezar. Después del lío que había montado mi
tía, y que amenazaba con llevarse todo aquello por delante, me veía de cabeza en
el mundo de las sombras. En los últimos días, todos andaban muy ocupados
tratando de salvar sus culos. Pero cuando había perdido toda esperanza y me veía
atravesando ese largo corredor de la demencia y del vacío, me llegó la luz.
Querían caldo, pues les lloverían las tazas. El gilis, el primero. Mientras veía
a Majarón hacer una vez más el as de guía o ahorcaperros, el nudo que les gusta
hacer, Troyita, a los lobos de mar, me golpeó la luz como si viniera envuelta en
un guante de boxeo. Y lo curioso es que esa luz, esa misma luz, había estado
girando sobre mí los últimos cuatro años, y yo, a fuerza de tenerla tan cerca,
tan al alcance de la mano, no la había visto hasta entonces. Dios santo, cómo no
se me había ocurrido. Escaparía. Saltaría el muro de la única manera en la que
alguien como yo podía saltarlo. Y comencé a dar vueltas y más vueltas al plan,
mientras me ejercitaba en el as de guía, Troyita, primero haz un lazo al final
de la cuerda, así, ¿ves?, luego pasas el cabo por detrás y lo metes por el lazo,
bien, y ahora viene lo difícil porque tienes que pasar... Un plan sencillo,
claro, sin riesgos, que dejase las cosas claras desde el principio.
—¿Un
plan?, chacho, ¿tú te imaginas?
—¿Cómo que pasar la cuerda por detrás...?
—Pues pasándola, Troya, Troyita, Troya, tríncame la polla, pasándola.
Nota de la Redacción: este texto pertenece a la novela de
Manuel
Moya,
Majarón
(Baile del Sol, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a Ediciones
Baile del Sol por facilitar la
publicación en
Ojos de
Papel.