Decía González Ruano que no hay nada más objetivo que la subjetividad.
También Umbral era defensor de ese extraño mecanismo que parece seguir sus
propias leyes y que es el de dejar abierta la caja de la imaginación y de la
creación libre. Así abordó su primer libro, Umbral, una biografía sobre Larra,
con la que, todo sea dicho, no llegó muy lejos.
Parece como si Luis
García Montero, amigo íntimo de Ángel González (Oviedo, 1925 – Madrid, 2008) se
hubiera propuesto radicalmente lo contrario: ser objetivo al contar la infancia
del poeta amigo. No lo llega a ser tanto como para quitarse la chaqueta poética,
pero sí que se acerca a la vida de González con precisión entomológica. Un rigor
biográfico que puede ser una virtud quizá en biografías de aquellos que gozan de
una reputación quizá injusta y que el biógrafo trata de ajustar con una nueva
mirada, avalada con datos, fechas y diversas referencias. Pienso, por ejemplo,
en el interesante ¿Qué hacemos con Baroja?, de Víctor Moreno Bayona,
editado por Pamiela en 2008, en el que se aportan abundantes pruebas de los
coqueteos filofascistas del ilustre escritor vasco. En el libro que nos ocupa,
como iremos viendo, puede resultar un error de cálculo apostar tanto por un
deseo de contarlo todo que lanzarse en pos de una subjetiva selección de
acontecimientos.
En la obra de García Montero, no se aprecia ese prurito
desmitificador, claro está, del caso de Baroja. Tampoco estamos ante un
panegírico, sino ante una biografía hecha desde la admiración y el cariño hacia
uno de los poetas más relevantes de la segunda mitad del siglo XX, punta de
lanza de la Generación del 50. La que denuncia el hastío, la grisura y la
estrechez de miras y horizontes del franquismo. La del recuerdo del pasado
ominoso sobre los hombros, la del discreto discurrir de las vidas de los
vencidos, ante la euforia y despreocupación de los vencedores, aquellos que,
como recuerda Esther Tusquets en su libro reciente, Habíamos ganado la
guerra. Y la infancia de Ángel González es clave para entender su poesía de
después, su dimensión, su capacidad para diseccionar con cuatro versos ese
tiempo complejo que fue el franquismo. Plácido para unos, insoportable para
otros.
Estamos ante una biografía hecha
desde la admiración y el cariño hacia uno de los poetas más relevantes de la
segunda mitad del siglo XX, punta de lanza de la Generación del 50. La que
denuncia el hastío, la grisura y la estrechez de miras y horizontes del
franquismo
A lo largo de 420 páginas, que comprenden sólo la infancia
y adolescencia del futuro poeta, Luis García Montero recrea con exactitud la
vida de Ángel González. Se sirve de numerosas conversaciones que grabaron en los
veraneos en Rota y de la carpeta azul, un valioso archivador de
documentos claves en la historia de la familia González Muñiz. Una carpeta en la
que se encuentra, por ejemplo, un pliego de cargos contra la madre del
biografiado, con acusaciones del tipo: Cargo 2º, Haber manifestado
ideología izquierdista. Con esos mimbres, vuelca García Montero todo ese
material sin renunciar a la voz lírica, ni a la voz historicista, ni a la voz
biográfica en su vertiente más fidelísima. Se permite, pues, poetizar la vida
del poeta, e inserta ráfagas literarias de una cierta intesidad estética, a lo
largo de todo el libro: “La gente que se dirige al campo de fútbol camina de
forma especial, con un nervio controlado, con una ilusión brillante, como si
todo el mundo se hubiese tomado dos copas de vino...”. También el biógrafo se
muestra firme al situar las distintas coordenadas históricas, Revolución de
Octubre, toma de Oviedo, presencia de los legionarios y de los “moros” en la
ciudad para asegurar el aguante rebelde, el trabajo de un organismo como la
Comisión Depuradora de la Enseñanza, los 13 diputados del Frente Popular frente
a los tres de la CEDA, en las elecciones de febrero del 36 y así. Por último,
las referencias a la verdad más sencilla, como las notas que sacaba Ángel
González en la escuela, los ingreso que percibía la familia, si daban o no para
hacer frente a los gastos, o todo el universo de vecinos, amigos, tías y
comerciantes que trenza la vida en una capital de provincia. Y cuyo interés, al
menos para este lector, es relativo.
Porque hay sucesos en la vida de
Ángel González que son fundamentales para entender la Guerra Civil, la
posguerra, el drama de España y su posterior desarrollo poético. Sucesos que
luego se materializarían en poemas como los que se recogen en libros como
Áspero mundo; Grado elemental o Sin esperanza, pero con
convencimiento. Sucesos como la muerte del padre por enfermedad, que deja
una familia desamparada ante esa cosa tan tristemente viril que es la guerra.
Sucesos como las peripecias de los hermanos, que acaban con Manuel fusilado
cuando quería escapar de Oviedo y cuya trágica noticia comunica a su desolada
madre un jovencito Ángel González. Sucesos como las argucias de la madre -raspar
las afiliaciones políticas de los profesores que ella representaba, de unas
fichas- para evitar que fueran depurados. Sucesos como la enfermedad de
tuberculosis que contrae un Ángel González ya adolescente y que fue clave en su
formación poética y en el desarrollo de una introspección necesaria para la
poética. En una de sus últimas visitas a los cursos de verano de El Escorial, el
poeta daba capital importancia a esa convalencia en Páramo de Sil, en la que
pidió libros que no se agotaran nunca. Y qué mejor que los versos de Juan Ramón
Jiménez, Segunda antolojía poética, sobre todo, para leer y releer
encontrando nuevos matices e iluminaciones.
El libro acoge esos pasajes
fundamentales y lo que es mejor, la visión del niño, el inocente niño, en el
corrupto y derrumbado escenario de la guerra. Un escenario en que los peritos
tasan los daños de los bombardeos, en que el estraperlo comienza a ser moneda de
cambio, en el que un “moro” se hace amigo de un chaval y se lo lleva lejos, a un
aparte de la ciudad. Cuando el pequeño, que luego será poeta, se siente
intimidado por la mirada sucia del otro, éste le pregunta que dónde puede
conseguir “mujera”. Con toda su buena fe, el niño González acepta el duro que le
da el moro y se lo da a una tal Trini, tabernera, y ésta se escandaliza y un
sargento se entera de las intenciones del legionario, al que le cae una
morterada de golpes de fusil que éste encaja con total dignidad y silencio, ante
la mirada atenta ya menos ingenua e infantil de Ángel
González.
Puede que sea un excesivo respeto,
no lo sabemos, hacia el género novelístico, hacia la prosa, vaya, el que haga
que esta obra no acabe de conmocionar al lector, o al menos a este que
firma
Mañana no será lo que Dios quiera es una biografía
sobre un poeta escrita por un poeta y que nació con vocación de novela, o ese al
menos fue uno de sus reclamos comerciales. En el acto de presentación del libro,
Joaquín Sabina tuvo la ocurrencia de decir que era toda una osadía que un poeta
que duerme junto a una de las más importantes novelistas actuales [Almudena
Grandes] se atreviera a novelizar una vida. Puede que sea un excesivo respeto,
no lo sabemos, hacia el género novelístico, hacia la prosa, vaya, el que haga
que esta obra no acabe de conmocionar al lector, o al menos a este que firma.
“Hay mucho ahí”, decía Samuel Beckett sobre la ópera. Otro de los grandes,
Stefan Zweig, no lograba quedarse tranquilo hasta que eliminaba toda la paja del
grano, y tan sólo lo esencial tenía el privilegio de quedar impreso. “Me irrita
toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo
innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición
intelectual”, decía.
Están los capítulos fundamentales y también están
muy bien traídos los principales poemas del biografiado. Pero también hay un
exceso de otras cosas, detalles, nombres, amigos de González, los Taibo, la
librería Cervantes, la tienda de comestibles, la tía Clotilde, la asistenta
Sole, que crean un cierto ruido y embarullan la esencia de una infancia que
quizá mereciera un enfoque menos acaparador. Exceso éste que trata de
equilibrarse con el recurso al lirismo, a la digresión poética, pero que se
traduce en más y más páginas que se juzgan prescindibles. Porque, a veces, los
hechos pueden ser perfectamente elocuentes y desgarradores, y ahí está esa
pequeña autobiografía de Patrick Modiano, Un pedigrí, que tanto sedujo a
la crítica internacional hace unos años. El problema, en este caso, es que son
demasiados los hechos. Y es en esa selección en donde reside la mágica
manipulación, la gracia, el arte, en suma.
Querer contar una infancia
desde la objetividad, es a veces, matarla, por mucho que luego se intente
poetizar la cosa con añadidos. Sucede como con ciertas fotos, a todo color, que
revelan la infancia sin la pátina deformadora de los recuerdos. Una deformación,
que acaba siendo realidad, porque es así como la aprecia el propio interesado.
Como el violín que evocamos en nuestra cabeza al pensar en violín. Seguramente
se acercará más a los violines cubistas que pintó Picasso que a violín realista
de otras escuelas pictóricas más antiguas.
Concluyamos con un poema de
González, que aparece en las últimas páginas del libro titulado La verdad de
la mentira, y que aparece en el poemario Nada grave:
Al
lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le
susurró al oído:
¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
-Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.
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