El libro de Rubio trata sobre los indigentes de Madrid,
pilláos, chungos, purria, en la cuerda floja de Philippe Petit,
el equilibrista de Man on wire. A quienes no se los llevó la puta
heroína, les mató las apuestas en el póquer, timbas desquiciadas en las que se
ponía sobre el tapete a la madre, el piso y la pensión; y a quienes no repudió
la familia se los tragó la máquina del Limón-Limón-Cereza. “Esta es la historia
de unos tíos que viven en la calle, es un homenaje a los implicados, es el
contacto directo con la miseria.” El círculo “mágico, negro y duro” de esta
novela con vocación de ensayo transcurre en un solo día, como el Boomsday del
Ulises de Joyce.
Miguel Rubio se flipó, quería
ser músico. Ex componente de Treze (“nací un 13 de diciembre”), una cueva
pura de rock, como la de Tequila, los Trogloditas y Burning: “Adoro el
soul y el blues, y el viejo rock. ¡El 21 de julio voy al concierto de los
Eagles!”. Las dos maquetas que grabó circulan entre los coleguis. “En la
novela hay guiños, ellos lo saben.”
Ahora que estamos muertos vamos a
contar un cuento.
Alguien fuma en el cajero y sueña que tiene la
televisión prendida.
—Al final de una de las presentaciones del libro en
Madrid, una mujer se me acercó y me dijo: “Por primera vez me he fijado en la
gente que está tirada en la calle”.
Miguel Rubio, licenciado en Ciencias
Políticas y Sociología, es un currele que empezó su historia laboral como
Sacarinos: “Con 14 años, me coloqué de botones en una empresa. Les hacía los
recados. Luego he sido cartero, dijey, administrativo..., de todo un
poco, macho”. Lector voraz y desordenado de lo que cae en sus manos, siente
predilección por la novela negra (Block, Highsmith, McBain, Thompson,
Chandler), y aún le ha de dar una patada en los huevos al profesor que
le aconsejó a su madre: “Este niño mejor que se ponga a trabajar, no vale”. Le
den.
Qué triste cuando se apaga la vida durmiendo en la calle.
—Voy al gimnasio y me lío a puñetazos con un notario.
Miguel Rubio, peso
medio, practica el boxeo por disciplina: “Es un deporte completo. Los golpes de
boxeo salen de los pies”. En el ring le pega, le mete la del pulpo, baila el fox
trot. Cuando descansa, le da vueltas a la chota, hasta que le patina la
mandarina y la castaña se le va. Se ralla con la misma mierda de siempre: “En la
pobreza hay mucha hipocresía. Nos dan pena los indigentes cuando salen en la
tele, pero no les queremos cerca de nuestro portal. Por otro lado, los servicios
sociales hacen agua por todas partes. No entiendo que algunos acogidos lleven 30
años viviendo en un albergue. El efecto perverso de estos centros es que cuanto
más tiempo pasas en ellos, más difícil te resulta salir y volver arriba”, se
desahoga Miguel, rebotado por las injusticias de cada día. “En cierto modo, por
eso tenía la inquietud de escribir esta historia”.
En un hotel de mil
estrellas y con mil recuerdos de única compañía.
—Me descojonaba con las
personas sin hogar.
En el tajo, Miguel y sus compañeros desarrollaron un
humor negro delicioso, ideal para combatir las peores situaciones de las que
sudaba todo el mundo, e ideal para combatir ese puto frío: “Quería escribir la
cara oculta de la Movida madrileña, que no era sólo el colorín de
Almodóvar y sus presentaciones de Pegamoides, sino
también Los Chichos, Los Chunguitos y la heroína”. El puto
caballo: “Lo vi. Hubo una generación entera masacrada”.
El
mundo está lleno de fantasmas durmiendo en la calle cerca de tu casa.
—A
los sin hogar se les trata como tontos.
Se considera Miguel un tipo
con principios, serio y riguroso, exigente consigo mismo. “Les hablo de frente.
A los sin techo, que antes recibían el nombre de carrilanos –los
que iban por el carril–, no se les van a acabar los problemas por muchos
bocadillos que les repartan. Son personas que sufren una desestructuración
interna que requiere respuestas mucho más complejas. Se ha de invertir en medios
técnicos, materiales y humanos, capacitar a profesionales que les hagan ver a
muchos que si no están dispuestos a dejar la droga, no podrán salir del hoyo”,
insiste Miguel, un hombre de la noche con alergia al sol, por el amor que le
dispensa a unas gafas de sol con las que pretende pasar de incógnito en las
Ramblas barcelonesas, escondido entre la multitud de Sant Jordi, entre capullos
a quienes los apestosos vagabundos, los perracos de la calle, se la pelan. “Yo
quería explicar el recorrido invisible de las personas sin hogar, ese carrusel
de los bocatas de las monjas, de los comedores populares... Pero si por mí
fuera, una vez escrito, desaparecería con un escueto: “Ahí tenéis, me largo”.”
Uno que pateó el tablero, otro que sueña con las mejores bebidas.
—Creo en la historia que he escrito.
Retocó los diálogos, los pulió, los
afiló, y le dejó un borrador a una profesora de Universidad, que le alentó con
los brazos abiertos: “Es buenísimo, mándalo a las editoriales”.
Se fue a la
fotocopistería, encargó nueve juegos, los grapó, los metió en sendos sobres, y
esperó, manteniendo su estómago caliente con los shawarmas de los badulaques. A
las tres semanas le llamó el editor José Membrive, y le hizo
uno de los hombres más felices del mundo: “Me da buenas vibraciones. Lo edito”.
En el cielo las estrellas y toda la frente adornada con espinas.
—Pillamos un ciego hablando de la novela.
En una de las tres
presentaciones de Ahora que estamos muertos que Miguel ha hecho en
Madrid, el cineasta José Manuel González, director de El
hombre de arena, asistió como ponente. Alguien le preguntó: “¿Para cuándo
una película?”.
A la semana, José Manuel le escribió un correo electrónico
que jamás será borrado: “He leído dos veces el libro, mi mujer también. ¡Qué
cojones, adelante!”.
Autor y director se citaron en un antro regentado por
chinolis: “Quedamos para unas cervezas y me pone el borrador de la película
encima de la mesa”. A partir de ahí, más tapas, más cañas, más ganas de ir a
mearla. Miguel Rubio, con el punto, ha quedado contentillo: “Estamos trabajando
juntos en el guión. José Manuel pretende ser superfiel a la novela con los
diálogos y los flashbacks de los protagonistas. Aún no hay nada firmado.
Veremos en qué queda todo”
La noche está llena de tristeza durmiendo
en la calle cerca de mi casa.
—Creo en los miserables.
Miguel Rubio
nombra a su tocayo Unamuno para insuflarse ánimos, antes y después de cargar su
furia contra el saco de la lona, el mosqueo que le despabila, la misma sensación
de los noventayochistas que perdieron Cuba y que no se rajaban, pero que sentían
que algo iba asquerosamente mal. No se calla la boca: “Hemos pasado de ser un
país con boina a creernos el centro del mundo, pero España sigue siendo un lugar
de incógnitas, caspa y envidias”.
La noche está llena de
tristeza.
—¡Joder, qué puto frío!