Pero, sobre todo, el volumen es un estudio vertiginoso y
atormentado de ese gesto que realiza Suárez (y con él Gutiérrez Mellado y
Carrillo). Es el análisis de una epifanía, de un acto final que ilumina todo lo
que precede.
Este motivo es
una constante en Javier Cercas. Como en
Soldados de
Salamina o en
La
velocidad de la luz, también
Anatomía de un
instante trata de la gesta imprevista o del acto inesperado; trata de una
redención. No son las hazañas de un titán, sino la acción finalmente heroica de
un hombre corriente. En efecto, esos actos puede realizarlos cualquiera de
nosotros en un momento de lucidez o de locura, de arrojo o de temeridad. Todo
ser humano es capaz de emprender la acción más sublime (o la más abyecta): sólo
hace falta algo de trastorno o de clarividencia. Las circunstancias son
extremas, los hechos nos obligan, los otros nos empujan. Hay un instante en que
dejamos la comodidad muelle de lo ordinario para componer figuras ignotas: la de
un héroe o la de un villano que se afirman ante lo que ocurre, personajes
nuestros de los que no nos creíamos capaces. Todos tenemos un momento de gloria
o de infamia, todos podemos realizar una hazaña o una felonía.
Como
indicó Vladímir Propp, en los cuentos hay un conjunto de funciones que se
reiteran, acciones que desempeñan ciertos personajes y que sirven para narrar
siempre la misma historia con idéntica moraleja. El orden se ha roto, la
estabilidad de lo cotidiano se ha fracturado, el mal acecha: algún villano
arruina lo poseído o lo deseado, esa felicidad ordinaria de la vida corriente.
Pero es entonces, precisamente en ese instante, cuando alguien se sacude sus
miedos, se afirma en su modestia y se comporta como un coloso. En Cercas, el
personaje de la acción no es el militar que emprende un acto de guerra, sino el
héroe humilde e impensado. “¿Tiene razón Borges y es verdad que cualquier
destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo instante,
el instante en que un hombre sabe para siempre quién es?”, se pregunta Cercas.
Quizá sea demasiado novelesca esa conclusión, pero la literatura y el
cine nos han acostumbrado a ver así las cosas, con esa simetría: al final, en la
vida real, las cosas acaban ocurriendo de ese modo. “La historia fabrica
extrañas figuras y no rechaza las simetrías de la ficción”, admite Cercas.
Pensemos sobre ello. La idea de simetría se repite en
Anatomía de un
instante y es nuevamente de inspiración borgiana: el tema del traidor y del
héroe es sólo una de sus manifestaciones, pero Cercas la explora con detalle.
“Eran tres traidores; quiero decir: para tantos a quienes debían lealtad por
familia, por clase social, por creencias, por ideas, por vocación, por historia,
por intereses, por simple gratitud, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago
Carrillo eran tres traidores (…). Los tres cometieron errores políticos y
personales a lo largo de su vida, pero esa valerosa renuncia los define”.
Encarnan la figura del “héroe de la retirada”. La historia no se repite, pero
las analogías son posibles. A explorar esas analogías dedica Javier Cercas
numerosas páginas, unas páginas que se leen con vértigo, con aceleración. Es un
logro verdaderamente notable: las simetrías de la vida o las semejanzas de la
historia se desvelan aquí para hechos que son muy conocidos y que, sin embargo,
nos interesan gracias a la habilidad narrativa del autor.
El cronista se
vale de todo tipo de informaciones, de la bibliografía abundante que ya hay
sobre el 23-F, sobre sus protagonistas, sobre la historia reciente. Es un
novelista documentándose: como lo hace todo escritor que construye un mundo
propio, coherente, sin anacronismos. Como lo haría el autor de una novela total.
Años atrás y a partir de ciertos ejemplos eximios, la etiqueta fue común: la
mayor ambición a que podía aspirar un literato era ésa, la de escribir una
novela total o, en los términos de Franco Moretti, una
opera-mondo. Con
esta categoría, el crítico italiano se refería a aquellas narraciones
generalmente extensas que contienen en sí mismas un repertorio abundante de
referencias e informaciones, las suficientes como para constituir una realidad
alternativa.
Javier Cercas explora todos los
personajes posibles que Adolfo Suárez encarnó en su trayectoria política,
encontrando en la novela o en el cine los patrones de su conducta mudable. Se
sirve, pues, de esquemas para tipificar a quien muchos sólo veían como “un
falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin
formación”
Esas obras nos aportan datos y más datos, páginas y más
páginas que nos permitirían vivir una experiencia interna, con personajes de los
que sabemos mucho o todo lo que deberíamos saber y con circunstancias de las que
acabamos teniendo vivencia propia, prácticamente nuestra experiencia personal.
Las opere-mondo crean una geografía local y universal, con lugares
reconocibles, tal vez semejantes a los auténticos, pero en todo caso espacios
que se sostienen por sí solos al margen de que sean calco o remedo del exterior.
Las obras totales lo son no sólo porque sus autores demuestren ambición
totalizadora: lo son porque, además, erigen un mundo en que es posible juzgar
moralmente los comportamientos de sus protagonistas, un mundo en que se nos
presenta el escenario humano de la elección, de la opción. De algún modo, esas
obras nos sirven para dictaminar acerca de nuestros congéneres… de ficción.
“A mediados de marzo de 2008 leí que según una encuesta publicada en el
Reino Unido la cuarta parte de los ingleses pensaba que Winston Churchill era un
personaje de ficción”, dice Cercas al principio de Anatomía de un
instante. “Por aquella época yo acababa de terminar el borrador de una
novela sobre el golpe del 23 de febrero, estaba lleno de dudas sobre lo que
había escrito y recuerdo haberme preguntado cuántos españoles debían de pensar
que Adolfo Suárez era un personaje de ficción, que el general Gutiérrez Mellado
era un personaje de ficción, que Santiago Carrillo o el teniente coronel Tejero
eran personajes de ficción. Sigue sin parecerme una pregunta impertinente”,
añade. Javier Cercas se toma en serio esa posibilidad: la de que los
protagonistas históricos del 23-F se vean ya como personajes cada vez más
irreales, cada vez más distantes, con comportamientos que hoy nos resultan quizá
menos evidentes. De lo que se trata, pues, es de tomarse en serio la irrealidad
que la imagen televisiva o el pasado transmiten, ese punto de extrañamiento que
se da cuando la conducta no es ordinaria o común, cuando los hechos son remotos.
¿Qué hace Suárez manteniendo el tipo cuando el resto de los diputados acata las
órdenes pretorianas de los golpistas (¡al suelo!, ¡al suelo!)? ¿Por qué Carrillo
se mantiene enhiesto, fumando, como un viejo gallardo al que no parece
importarle morir? ¿Qué sentido del honor mueve al general Gutiérrez Mellado
cuando se levanta de su escaño, encarándose a los sediciosos?
Para poder
interpretar dichos comportamientos, Cercas emprende una vasta reconstrucción
documentada del instante, de ese momento singular, breve, que condensa un
repertorio inacabable de historias personales y de derroteros colectivos. Se
informa, sí, pero también imagina. ¿Imaginación? La calidad de una pesquisa no
se reduce al dato, sino a las conjeturas documentadas de que un investigador es
capaz. Las conjeturas no son ocurrencias, sino respuestas potenciales que no
siempre pueden basarse en fuentes. O, como dice el propio Cercas, hay algún
aspecto del golpe “que a menudo sólo puede intentar reconstruirse a partir de
testimonios indirectos, forzando los límites de lo posible hasta tocar lo
probable y tratando de recortar con el patrón de lo verosímil la forma de la
verdad”. ¿Por qué se hace esto? ¿Por pereza investigadora? No: porque es la
única manera de acceder a “la verdad, o de imaginarla”, según precisa. No basta
con predicar la verdad documentada. Hay que imaginarla: es decir, se trata de
explorar no sólo lo factual, sino también lo conjetural, lo fantasioso que
entonces o después se ha dicho.
Lo importante para Cercas es
explicar y explicarse una generación: la de su padre. La figura del padre, en
efecto, es decisiva en este volumen. Y aquí, en sus páginas, leemos el examen
del hijo, una vez muerto el progenitor. Quizá esté haciendo el duelo y quizá
esté intentando comprender con afecto y con distancia en qué tenía razón aquel
tipo que no era un héroe: sólo un padre adaptado al franquismo, sólo “un
veterinario competente”, sólo un suarista. Nada más. O nada
menos
“En este punto principal tenemos conjeturas y tenemos
posibilidades, pero no tenemos certezas, ni siquiera tenemos probabilidades;
quizá podamos acercarnos a ellas…”, dice Cercas en algún capítulo. “De esa forma
terminó la entrevista entre Tejero y Armada, o de esa forma imagino que
terminó”, añade en otro momento. Cuando una conjetura se expone como tal no es
un fraude. Es, por el contrario, un examen de las posibilidades reales. Ahora
bien, para que lo posible no ocupe el lugar de lo real, la presentación ha de
ser explícita. Por eso tiene tanta importancia esta fórmula honesta que Cercas
repite en una misma página: “Tal vez Suárez pensó (…). Tal vez pensó (…).Tal vez
pensó (…).Tal vez pensó (…).Tal vez pensó (…): al fin y al cabo, pensaría, un
gobernante de verdad (…); al fin y al cabo, pensaría, (…); al fin y al cabo,
pensaría, (…); al fin y al cabo, pensaría, (…); al fin y al cabo, pensaría, (…).
Tal vez fue eso lo que sintió con los años Adolfo Suárez; eso o una parte de eso
o algo muy semejante a eso”.
¿Y qué era lo pensó o sintió? Hay lectores
de este libro que destacan la crónica de hechos o el análisis político. Con ser
importantes, yo no creo que eso sea lo fundamental. La clave de esta obra
radica, precisamente, en la construcción del personaje real a partir de
analogías propiamente literarias. Es decir, el novelista –ahora cronista-- se
vale de ficciones para comprender gestos, conductas, acciones de un individuo
real. No es una licencia fraudulenta. Es un procedimiento humano común y
razonable. En efecto, a falta de experiencia propiamente humana y directa, la
historia, la literatura, el cine nos sirven para conocer a los individuos. Las
personas nos revestimos con una máscara protectora, nuestro perfil o nuestro
rostro más favorecedores, y en público ensayamos los ademanes que nos embellecen
o nos mejoran. Al carecer de datos abundantes, tendemos a tipificar a nuestros
contemporáneos según modelos reconocibles que proceden de las novelas, de las
películas, de las biografías. Suárez –como otros personajes públicos— es un
individuo al que sólo podremos conocer superficialmente.
Por eso, Cercas
se vale de esquemas narrativos en los que encajar las conductas, los actos del
ex presidente. Algo semejante solemos hacer con tantos y tantos protagonistas de
la vida pública, egregias figuras y personajes folletinescos en situaciones
corrientes o extremas. La ficción nos sirve, ya digo, para inspirarnos. Leyendo
esta o aquella novela o viendo esta o aquella película, descubrimos personajes
más o menos duraderos, caracteres que luego no olvidamos: tipos humanos que
tienen un gran parecido con personas reales. Con los restos, con los tics, con
los rasgos de aquellos personajes damos sentido a los múltiples seres con
quienes tratamos o nos tropezamos, seres a quienes más tarde distinguimos
veladamente. Creemos reconocer aquel carácter o al menos ciertos elementos de su
conducta.
La redención imperfecta es una
constante en Cercas: también está, finalmente, en Anatomía de un instante
y, con toda probabilidad, son las páginas más emocionantes de este volumen que
tiene mucho de crónica colectiva pero también de memoria personal, de
autoexamen
Por eso, lo nuestro es un tanteo descriptivo, una forma de
hallar calcos evidentes, remedos aproximados o repeticiones cercanas. Y así
vamos tirando. En buena medida, la vida se nos consume identificando los
caracteres que creemos ya conocer. Todos desempeñamos papeles variados, aunque
alguno de ellos acabe teniendo una función primordial en nuestra vida: al final
nuestro comportamiento se acopla a ese rol principal. Nos simplificamos, pues.
Como simplificamos a nuestros contemporáneos, en quienes aparecen partes o
funciones que nos resultan bien sabidas.
Javier Cercas explora todos los
personajes posibles que Adolfo Suárez encarnó en su trayectoria política,
encontrando en la novela o en el cine los patrones de su conducta mudable. Se
sirve, pues, de esquemas para tipificar a quien muchos sólo veían como “un
falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin
formación”. Suárez había sido un político puro. ¿Qué significa eso? Pues que
sentía “una necesidad apremiante de ser admirado y querido y, como todo el mundo
en el pequeño Madrid del poder franquista, había forjado en gran parte su
carrera política a base de adulación, hechizando a sus interlocutores con su
simpatía, sus ganas insaciables de agradar y su repertorio arborescente de
anécdotas hasta convencerlos no sólo de que él era un ser extraordinario sino de
que ellos eran todavía más extraordinarios que él, y de que por tanto iba a
hacerles objeto de toda su confianza, su atención y su afecto”. Pero ese
personaje cobra después una dimensión imprevista: la de un individuo que, en el
momento extremo, está “dispuesto a jugarse el tipo por la democracia”,
desmintiendo lo que había sido.
Por eso, Cercas irá detallando los
sucesivos personajes que su cultura literaria le permite reconocer: el “joven
arribista de novela decimonónica francesa” (Julien Sorel, Lucien Rubempré,
Frédéric Moreau), el “pícaro adulto convertido en héroe aristocrático de
película neorrealista italiana” (Emmanuele Bardone, De la Rovere), o,
finalmente, el “viejo, piadoso y devastado príncipe de novela rusa”. Son
distintos roles que se van encarnando o revelando y que no necesariamente
desaparecen. Cercas insiste en esos caracteres y en sus metamorfosis y
adherencias hasta llegar a ese héroe viejo y trágico que tanto nos conmueve,
todo un “príncipe pecador y arrepentido de una novela de Dostoievski”. En
efecto, “en mayo de 2001 murió su mujer; tres años más tarde murió su hija. Para
entonces su mente había abdicado y él estaba en otro lugar, lejos de sí mismo”.
Cuando creíamos que la historia se acababa con un retiro de lenta, de inexorable
consunción, la vida nos sorprende con una tragedia abrupta y lamentablemente
literaria, una especie de venganza inexplicable.
Cercas extrae todas las
consecuencias de esas analogías, pero, llegado un punto, pone fin a esas
comparaciones que sólo son calcos imperfectos de que se sirve el espectador o,
en este caso, el autor. Porque, a la postre, lo importante no es sólo esto: la
dimensión propiamente literaria y trágica de un líder político caído. Lo
importante para Cercas es explicar y explicarse una generación: la de su padre.
La figura del padre, en efecto, es decisiva en este volumen. Y aquí, en sus
páginas, leemos el examen del hijo, una vez muerto el progenitor. Quizá esté
haciendo el duelo y quizá esté intentando comprender con afecto y con distancia
en qué tenía razón aquel tipo que no era un héroe: sólo un padre adaptado al
franquismo, sólo “un veterinario competente”, sólo un suarista. Nada más. O nada
menos. “El 17 de julio de 2008, la víspera del día en que Adolfo Suárez apareció
por última vez en los periódicos (…), yo enterré a mi padre. Tenía setenta y
nueve años, tres más que Suárez, y había muerto el día anterior en su casa,
sentado en su sillón de siempre, de una forma mansa e indolora, tal vez sin
comprender que se estaba muriendo”. En estas frases, en las que distinguimos una
emoción incontenible, habla un hijo que no tuvo a un titán como padre, pero
habla también un individuo que ha crecido, que ha madurado y que finalmente
evoca a su padre con ternura y con piedad: la que todos nos merecemos si no
cometemos villanías o infamias. Cercas ve nuevamente paralelismos o simetrías en
la vida real. Entre su padre y ese héroe modesto, ambos de una misma generación
y con afinidades previsibles.
“No es verdad que la gente votase a Suárez
porque se engañara sobre sus defectos y limitaciones, o porque Suárez
consiguiera engañarles: le votaban en parte porque era como a ellos les hubiera
gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por
sus defectos, era igual que ellos”. Suárez “construyó para ellos un futuro, y
construyéndolo limpió su pasado, o intentó limpiarlo”. La redención imperfecta
es una constante en Cercas: también está, finalmente, en Anatomía de un
instante y, con toda probabilidad, son las páginas más emocionantes de este
volumen que tiene mucho de crónica colectiva pero también de memoria personal,
de autoexamen: pues, al final, según confiesa, “yo no pude evitar preguntarme si
había empezado a escribir este libro no para intentar entender a Adolfo Suárez o
un gesto de Adolfo Suárez sino para intentar entender a mi padre”. El padre ya
no pudo leer la obra del hijo, y la frustración y el dolor se aprecian, pero se
distingue también la generosidad que da la madurez. “Que yo no soy mejor que él,
y que ya no voy a serlo”: una confesión que aún nos conmueve.
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