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Jorge Majfud: <i>La ciudad de la Luna</i> (Baile del Sol, 2009)

Jorge Majfud: La ciudad de la Luna (Baile del Sol, 2009)

    AUTOR
Jorge Majfud

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Tacuarembó (Uruguay), 1969

    BREVE CURRICULUM
Es profesor de Lincoln University y se dedica a la literatura y a sus artículos en diferentes medios de comunicación. Es colaborador habitual de El País y La República de Montevideo, Milenio de México, La Vanguardia de Barcelona, Tiempos del Mundo de Washington, Monthly Review y Political Affairs de Nueva York, Jornada de La Paz, Página/12 de Buenos Aires. Sus trabajos han sido traducidas al inglés, francés, portugués y alemán

    NOVELAS Y ENSAYOS
Hacia qué patrias del silencio. Memorias de un desaparecido (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayos, 1998), La reina de América (novela, 2001), La narración de lo invisible / Significados ideológicos de América Latina (ensayos, 2006) y Perdona nuestros pecados (cuentos, 2007)

    PREMIOS
En 2001 fue finalista del Premio Casa de las Américas, Cuba, por la novela La reina de América. Ha obtenido el Premio Excellence in Research Award in humanities & letters, UGA, Estados Unidos, 2006




Creación/Creación
Jorge Majfud: La ciudad de la Luna
Por Jorge Majfud, lunes, 1 de junio de 2009
La novela La ciudad de la Luna (Baile del Sol, 2009), de Jorge Majfud, está ambientada en Calataid, ciudad amurallada al sur de Argelia entre 1955 y 1992. Esta ciudad posee la particularidad de estar habitada casi exclusivamente por blancos europeos, en su mayoría cristianos, recluidos a un rincón silencioso y desconocido después de la independencia de Argelia en 1962. Es la metáfora de la violencia ideológica que nos manipula en nombre de nuestro propio bien y también una metáfora de la vacuidad final de todo poder humano.
SI POR ALGO SE CARACTERIZABA CALATAID era por sus gemidos nocturnos, por aquellos ecos fantasmales que rebotaban en los callejones oscu­ros de San Patricio, entre las espesas murallas de Compasión y Gitanera desde tiempos de la colonia, desde los tiempos de su dolorosa funda­ción. Aquellos gemidos que nunca se definían por el placer o por el dolor, entre el éxtasis y el martirio de la locura, entre la santidad y el pecado. Gemidos de Calataid que eran precedidos por las últimas campanadas del centro y, más recientemente, por el absurdo tronar de la trompeta de Basilisco —estruendos sin orden ni armonía, como un llamado del demonio a la entrada de la ciudad Santa de Calataid.

EN PARTE SU MADRE TENÍA RAZÓN. Tocar jazz o ese maldito tango en la estación del tren, en un país que se había vuelto intolerante a todo lo occidental, ¿no era una forma de exponer peligrosamente a un pueblo de europeos, refugiados de otras miserias humanas defini­tivamente superadas? Un pueblo que había sido la avanzada de la aventura espiritual de Europa —según el mismo doctor Uriburu—, mucho antes de que llegaran los insaciables colons, y que por entonces se había convertido en el rezagado del desbande, acurrucado desde 1962 en un rincón del infinito Sahara, procurando no moverse ni hacer ruido para no ser visto, para que no se oiga hablar de él ni en los cuentos infantiles, a la espera siempre de salvar al mundo del último estremecimiento, del caos, del trágico pero necesario derrumbe final.
Todos sabían que un día se correría la voz de que, escondido en el endemoniado desierto de Barbaria, un músico tocaba jazz y, en menos de lo que canta un gallo, los fanáticos de la gran secta de los moros vendrían por él y encontrarían a todo un pueblo de infieles (según su concepción equivocada de Dios), con sus iglesias llenas de imágenes y sus bodegas llenas de vino, con su orgullosa Libertad.
«Borrosa libertad —había escrito el padre del Basilisco, el doctor Uriburu, siete años atrás, en un cuaderno que desapareció junto con otros libros un día después de su muerte—, libertad que nunca fue bien­venida en Calataid, pero que ahora se rescata como un trasto viejo de un baúl abandonado en el sótano, descubierto por casualidad y con desesperación por algún miembro asustado de la familia que fue corriendo a refugiarse en la oscu­ridad de una casa a punto de derrumbarse, a punto de ser aplastada por el vómito infernal del Vesubio.»
Un pueblo que no tendría tiempo de explicar —según otros— que nada tenía en común con los opresores de la colonia, con el ser y la nada de París ni con los socialistas ni con Budiaf ni con Alí Kafí ni con la Organisation Armée Secrète. Y aunque le concedieran milagrosa­mente el derecho occidental de demostrarles todo eso, no podrían ocultar sus iglesias y sus santos de yeso; ni sus vírgenes de mármol con un seno hermosamente insolente; la descalza y desarropada San­ta Teresa en su mejor momento de éxtasis, a punto de ser varias ve­ces atravesada por la lanza de aquel hermoso ángel, en uno de los rincones discretos de la iglesia Matriz; ni sus criaderos de cerdos en las afueras que servían de basureros; ni sus nobles reproducciones de Fra Angélico en las paredes de la Alcaldía y la imagen largamente odiada del semidesnudo David; ni sus libros paganos conservados en los sótanos de las cinco torres ciegas, con sus miradores definitiva­mente tapiados en 1962; ni sus biblias ignorantes de Mahoma; ni sus aldabas anunciando el monstruoso fetichismo de cada morador; ni sus jardines y sus plazas llenas de lavandas de Francia y amapolas de China; ni sus mujeres sin chador ni sus hombres que de vez en cuan-do practicaban la calma del vino y la conversación racional, de Aristóteles y San Agustín, del queso y de la carne en Ramadán. Arran­carían la aldaba de piedra que precede a Puerta del Poniente; abrirían las murallas, como en 1847; quemarían las iglesias, derrumbarían las cinco torres ciegas y darían vuelta las sagradas sepulturas; colgarían del pescuezo a la viuda del cine con dos metros de Casablancc; dego­llarían al alcalde y arrastrarían por las calles al ruso de la tienda Pales­tina. ¿Y no era todo eso, acaso, el deseo secreto de un ser deforme y rencoroso como el Basilisco?

EL JUEZ CABALLERO NO ERA EL ÚNICO CON ESTA CONVICCIÓN. La mayoría era de la idea de que la trompeta era un instrumento diabó­lico y degenerado: tocar la trompeta era como tocarse el sexo, decía el pastor Ruth Guerrero; una costumbre propia de los africanos del sur, descendientes de Onán, personaje bíblico que había sido cubier­to de sombra por su vergonzoso pecado. Y esto iba para los pocos negros que había en Calataid, llegados la mayor parte de Mozambique con sus entusiasmados diablos de pau pnío, huyendo del hambre, la locura y la guerra comunista. Los negros escuchaban avergonzados, sermón tras sermón y domingo tras domingo, en las dos últimas filas de la iglesia; no porque fueran negros, sino porque su naturaleza des­pedía un insoportable olor pimienta y cebolla cruda, imposible de disimular con el humo de los inciensos. Por algo —se sabía— Dios había establecido la costumbre de quemar inciensos, no para que prevalecieran olores inmundos cerca del altar, como los olores del libio cuando se bajaba del camello o los olores de las mujeres cuando estaban impuras o practicaban el lascivo arte de la imaginación.
Como resultado de los sermones, estos descendientes de Onán fueron los únicos que no se masturbaban en Calataid, aunque nunca hayan sido reconocidos por ese esfuerzo, ni siquiera por el padre d’Ángelo que, se sabía (lo sabían los sacristanes), había fracasado repetidamente en el mismo intento. Este hombre de piel blanca, casi transparente por las eternas sombras del confesionario y de la sagra­da siesta, jamás perdonó que aquellos negros se bañaran casi todos los días, en una tierra donde agua era lo que más escaseaba; y menos que confesaran no haberse tocado el miembro inferior por años, a no ser para orinar, por lo cual habitualmente recibían el castigo de cien avemarías bajo acusación de falso testimonio unas veces y de verda­dera soberbia las demás. Pero como los negros eran pobres e ignoran­tes —según pensaba la hermana del Basilisco— y servían como tra­po de piso para las conciencias de la Segunda Guerra, tampoco eran mal recibidos. Incapaces de mirar siquiera a una mujer blanca direc­tamente a los ojos, servían como enoucos terapéuticos. Las señoras del centro solían contratar estos hombres del sur como sirvientes, para que les cocinaran y les lavaran la ropa limpia, para cambiarse de vestidos delante de ellos, en la confianza de sus maridos de que los negros no sentían nada, pese al tamaño privilegiado de sus miem­bros inferiores (o por eso mismo). «Cuanto más grande la linga, más difícil parar élla e menos goce produce» decían en los bazares, en los clubes de armas, como si algún día hubiesen poseído alguna de seme­jantes dimensiones. «Nadie sabía ni nadie podrá saber qué sentía un negro de Calataid, mas nos desnudamos delante dellos cada poco, que es mejor que andar buscando amantes para pecar contra Dios. Ellos no podían sentir nada, mas nosotras imaginábamos cosas fasta que nos fervía la sangre e quedábamos prontas para nostros mari­dos». En la intimidad de las mujeres, se supo que muchos maridos —también fue alarde del alcalde María de Rodrigo, una noche de copas en el Club de Armas— los hacían esperar en un rincón mien­tras practicaban el acto matrimonial, secretamente conscientes de los beneficios de testigos mudos e insensibles en el ánimo de sus deprimidas esposas.
Los negros que llegaron a Calataid eran más bien inocentes, con la única excepción del negro Diablo, que apenas había aprendido a hablar hispano se había dedicado a criticar las contradicciones de Calataid, hasta que la lepra terminó por comerle la lengua y se volvió más violento aún. Estuvo dos días desaparecido hasta que regresó dando gritos animales, rompiendo cuanto se le cruzaba delante hasta que el alcuazil de María lo encerró un par de meses y logró rehabili­tarlo en parte. Sus pocas aptitudes mentales no le dejaban percibir sus propias contradicciones; nadie lo había llamado, era libre de aban­donar la ciudad santa cuando quisiera, pero prefería morder la mano que le daba de comer. Desde que ya no pudo pronunciar palabra por semejante castigo divino, fue objeto de la compasión de los habitan­tes de esta ciudad. Durante un tiempo se lo vio recogiendo monedas en la puerta de la iglesia, con tal avaricia que no se le escapaba la moneda más pequeña aunque rodase hasta el mismo infierno. Los otros negros, por el contrario, siempre se mantuvieron en virtud de humildad; apenas sabían tocar unos tamborcitos pequeños y siempre se cuidaban de no ser vistos por los blancos. No tenían dedos para el violín ni para el órgano. Carecían de las habilidades y del gusto necesario para hacer música. Pero lo reconocían. Los negros americanos, en cambio, llevaban un doble pecado: el orgullo, que, por si fuera poco, estaba injustificado.
Al poco tiempo, los nuevos negros, los shetanis, se juntaron con los negros de extramuros en una casa de oración donada por el alcal­de don Villaraigosa a principio de los setenta. Muchos de ellos, aprovechándose de su demostración de fe religiosa, lograron quedar­se intramuros en las casas abandonadas de la calle Compasión, entre San Patricio y la muralla de los muertos, a resguardo del viento y las habubs del desierto. De esa forma, los barrenderos aumentaron en número y las calles disminuyeron en arena hasta mediados de los años ochenta, aunque las donaciones continuaron en lo establecido por la costumbre, lo que se tradujo en permanentes fricciones y dis­putas entre los sudorosos y fornidos callejeros.
Entre los negros que vivían extramuros existía la creencia de que los abuelos de sus abuelos habían colaborado en la construcción de las murallas y de las cisternas de Calataid y que habían vivido en los obradores del camposanto por muchas generaciones. Para hacer las cosas más difíciles entre los negros y también entre los ciudada­nos del centro, el doctor Uriburu, que para entonces había confundido la práctica de la medicina con el estudio de la arqueología y de las creencias sociales, decía haber probado esta creencia silenciosa deco-dificando el orden de las grandes piedras. Pero esta teoría de los alba-ñiles africanos era la teoría de un aficionado a la arqueología y no la revelación de algún libro sagrado. La famosa Historia del padre Juan II, escrita en el siglo XIX, mencionaba la existencia de los nigros intra­muros de Compasión, como refugiados de la violencia y del hambre de Agadez, en Níger, pero no los relacionaba con la construcción o reconstrucción de alguna muralla (y la historia se basa en documen­tos o no es historia). Se sabía que los africanos, sobre todo los del sur, eran incapaces de trabajar la piedra y mucho menos de concebir algo más perdurable que el sonido de un tambor o los colores hechos en base de adobe. Todo lo cual se evidenciaba en las casas arruinadas de Compasión y en la arena que había invadido sus puertas de entrada.

PERO BELISARIO, QUE HABÍA REFLEXIONAdo sin éxito sobre las implicaciones de su arte y de su trompeta, decía que en Calataid odia­ban más a los negros que a los americanos en general, ya que éstos apenas si eran seres imaginarios. No sólo porque de Europa central había llegado el mito del blanco ario, o blanco a secas, no sólo porque Calataid era un oasis de cristianos blancos en el desierto, definitiva­mente solos desde la independencia de Argel, sino porque estaban rodeados de mauros salvajes, que para un blanco sin bello en la cara era la misma cosa. Lo que no evitaba que cada una de las variaciones sobre el blanco implicara odios inimaginables en un viajero despre­venido. A su vez, estos odios secretos no impedían que los habitan­tes de Calataid se considerasen la reserva moral del mundo, por lo cual cada uno de ellos adolecía de un patriotismo crónico que se expresaba en la idolatría de los símbolos del pueblo. Los unía el orgu­llo, un orgullo ciego e incontestable, frío como el hielo, impenetrable como la muralla que protege el templo donde habita Dios. Un orgullo —confesó, en los fondos de la cisterna donde fue recluido en 1979—que me dejó sin palabras tantas veces, triste tantas veces, preocupado tantas veces, temeroso a veces, definitivamente desesperanzado. La bandera de Santa Inmaculada de Calataid, un triángulo rojo con una cruz dorada en el baricentro, era capaz de emocionar hasta las lágrimas a cualquiera. Sobre todo cuando se repetía por mles en las calles y en los comercios, los días de fiesta. Entonces, no importaba si era blanco o negro, rico o pobre, hombre o mujer, jinete o alazán. La altura de las cinco torres ciegas y el espesor inhumano de sus antiguas murallas eran, ante los ojos de sus habitantes, pruebas irre­futables de un espíritu excepcional, moldeado sin duda por la gracia de Dios.
¿De dónde procedía este admirable orgullo? Tampoco los ha­bitantes de Calataid lo sabían, pero evitaban formularse la pregunta adelantando las respuestas, decía el padre de Basílides. Según su teo­ría de arqueólogo aficionado, cualquiera podía haberse dado cuenta que un pueblo que sufre de fragmentaciones necesita una bandera que diga Unión, necesita de esa mentira para sobrevivir a su propia disolución, para hacerse monstruosamente fuerte, hasta que final­mente triunfe la uniformización y la decadencia definitiva.



Nota de la Redacción: este texto pertenece a la novela de Jorge Majfud, La ciudad de la Luna (Baile del Sol, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la editorial Baile del Sol por facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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