SI POR ALGO SE CARACTERIZABA CALATAID era por sus gemidos nocturnos, por
aquellos ecos fantasmales que rebotaban en los callejones oscuros de San
Patricio, entre las espesas murallas de Compasión y Gitanera desde tiempos de la
colonia, desde los tiempos de su dolorosa fundación. Aquellos gemidos que
nunca se definían por el placer o por el dolor, entre el éxtasis y el martirio
de la locura, entre la santidad y el pecado. Gemidos de Calataid que eran
precedidos por las últimas campanadas del centro y, más recientemente, por el
absurdo tronar de la trompeta de Basilisco —estruendos sin orden ni armonía,
como un llamado del demonio a la entrada de la ciudad Santa de
Calataid.
EN PARTE SU MADRE TENÍA RAZÓN. Tocar jazz o ese maldito tango
en la estación del tren, en un país que se había vuelto intolerante a todo lo
occidental, ¿no era una forma de exponer peligrosamente a un pueblo de europeos,
refugiados de otras miserias humanas definitivamente superadas? Un pueblo
que había sido la avanzada de la aventura espiritual de Europa —según el mismo
doctor Uriburu—, mucho antes de que llegaran los insaciables
colons, y
que por entonces se había convertido en el rezagado del desbande, acurrucado
desde 1962 en un rincón del infinito Sahara, procurando no moverse ni hacer
ruido para no ser visto, para que no se oiga hablar de él ni en los cuentos
infantiles, a la espera siempre de salvar al mundo del último estremecimiento,
del caos, del trágico pero necesario derrumbe final.
Todos sabían que un día
se correría la voz de que, escondido en el endemoniado desierto de Barbaria, un
músico tocaba jazz y, en menos de lo que canta un gallo, los fanáticos de la
gran secta de los moros vendrían por él y encontrarían a todo un pueblo de
infieles (según su concepción equivocada de Dios), con sus iglesias llenas de
imágenes y sus bodegas llenas de vino, con su orgullosa Libertad.
«Borrosa libertad —había escrito el padre del Basilisco, el doctor
Uriburu, siete años atrás, en un cuaderno que desapareció junto con otros libros
un día después de su muerte—,
libertad que nunca fue bienvenida
en Calataid, pero que ahora se rescata como un trasto viejo de un baúl
abandonado en el sótano, descubierto por casualidad y con desesperación
por algún miembro asustado de la familia que fue corriendo a refugiarse
en la oscuridad de una casa a punto de derrumbarse, a punto de ser
aplastada por el vómito infernal del Vesubio.» Un pueblo que no tendría
tiempo de explicar —según otros— que nada tenía en común con los opresores de la
colonia, con el ser y la nada de París ni con los socialistas ni con Budiaf ni
con Alí Kafí ni con la
Organisation Armée Secrète. Y aunque le
concedieran milagrosamente el derecho occidental de demostrarles todo eso,
no podrían ocultar sus iglesias y sus santos de yeso; ni sus vírgenes de mármol
con un seno hermosamente insolente; la descalza y desarropada Santa Teresa
en su mejor momento de éxtasis, a punto de ser varias veces atravesada por
la lanza de aquel hermoso ángel, en uno de los rincones discretos de la iglesia
Matriz; ni sus criaderos de cerdos en las afueras que servían de basureros; ni
sus nobles reproducciones de Fra Angélico en las paredes de la Alcaldía y la
imagen largamente odiada del semidesnudo David; ni sus libros paganos
conservados en los sótanos de las cinco torres ciegas, con sus miradores
definitivamente tapiados en 1962; ni sus biblias ignorantes de Mahoma; ni
sus aldabas anunciando el monstruoso fetichismo de cada morador; ni sus jardines
y sus plazas llenas de lavandas de Francia y amapolas de China; ni sus mujeres
sin chador ni sus hombres que de vez en cuan-do practicaban la calma del vino y
la conversación racional, de Aristóteles y San Agustín, del queso y de la carne
en Ramadán. Arrancarían la aldaba de piedra que precede a Puerta del
Poniente; abrirían las murallas, como en 1847; quemarían las iglesias,
derrumbarían las cinco torres ciegas y darían vuelta las sagradas sepulturas;
colgarían del pescuezo a la viuda del cine con dos metros de
Casablancc;
degollarían al alcalde y arrastrarían por las calles al ruso de la tienda
Palestina. ¿Y no era todo eso, acaso, el deseo secreto de un ser deforme y
rencoroso como el Basilisco?
EL JUEZ CABALLERO NO ERA EL ÚNICO CON ESTA
CONVICCIÓN. La mayoría era de la idea de que la trompeta era un instrumento
diabólico y degenerado: tocar la trompeta era como tocarse el sexo, decía
el pastor Ruth Guerrero; una costumbre propia de los africanos del sur,
descendientes de Onán, personaje bíblico que había sido cubierto de sombra
por su vergonzoso pecado. Y esto iba para los pocos negros que había en
Calataid, llegados la mayor parte de Mozambique con sus entusiasmados diablos
de pau pnío, huyendo del hambre, la locura y la guerra comunista. Los
negros escuchaban avergonzados, sermón tras sermón y domingo tras domingo, en
las dos últimas filas de la iglesia; no porque fueran negros, sino porque su
naturaleza despedía un insoportable olor pimienta y cebolla cruda,
imposible de disimular con el humo de los inciensos. Por algo —se sabía— Dios
había establecido la costumbre de quemar inciensos, no para que prevalecieran
olores inmundos cerca del altar, como los olores del libio cuando se bajaba del
camello o los olores de las mujeres cuando estaban impuras o practicaban el
lascivo arte de la imaginación.
Como resultado de los sermones, estos
descendientes de Onán fueron los únicos que no se masturbaban en Calataid,
aunque nunca hayan sido reconocidos por ese esfuerzo, ni siquiera por el padre
d’Ángelo que, se sabía (lo sabían los sacristanes), había fracasado
repetidamente en el mismo intento. Este hombre de piel blanca, casi transparente
por las eternas sombras del confesionario y de la sagrada siesta, jamás
perdonó que aquellos negros se bañaran casi todos los días, en una tierra donde
agua era lo que más escaseaba; y menos que confesaran no haberse tocado el
miembro inferior por años, a no ser para orinar, por lo cual habitualmente
recibían el castigo de cien avemarías bajo acusación de falso testimonio unas
veces y de verdadera soberbia las demás. Pero como los negros eran pobres e
ignorantes —según pensaba la hermana del Basilisco— y servían como
trapo de piso para las conciencias de la Segunda Guerra, tampoco eran mal
recibidos. Incapaces de mirar siquiera a una mujer blanca directamente a
los ojos, servían como enoucos terapéuticos. Las señoras del centro solían
contratar estos hombres del sur como sirvientes, para que les cocinaran y les
lavaran la ropa limpia, para cambiarse de vestidos delante de ellos, en la
confianza de sus maridos de que los negros no sentían nada, pese al tamaño
privilegiado de sus miembros inferiores (o por eso mismo). «Cuanto más
grande la linga, más difícil parar élla e menos goce produce» decían en los
bazares, en los clubes de armas, como si algún día hubiesen poseído alguna de
semejantes dimensiones. «Nadie sabía ni nadie podrá saber qué sentía un
negro de Calataid, mas nos desnudamos delante dellos cada poco, que es mejor que
andar buscando amantes para pecar contra Dios. Ellos no podían sentir nada, mas
nosotras imaginábamos cosas fasta que nos fervía la sangre e quedábamos prontas
para nostros maridos». En la intimidad de las mujeres, se supo que muchos
maridos —también fue alarde del alcalde María de Rodrigo, una noche de copas en
el Club de Armas— los hacían esperar en un rincón mientras practicaban el
acto matrimonial, secretamente conscientes de los beneficios de testigos mudos e
insensibles en el ánimo de sus deprimidas esposas.
Los negros que llegaron a
Calataid eran más bien inocentes, con la única excepción del negro Diablo, que
apenas había aprendido a hablar hispano se había dedicado a criticar las
contradicciones de Calataid, hasta que la lepra terminó por comerle la lengua y
se volvió más violento aún. Estuvo dos días desaparecido hasta que regresó dando
gritos animales, rompiendo cuanto se le cruzaba delante hasta que el alcuazil de
María lo encerró un par de meses y logró rehabilitarlo en parte. Sus pocas
aptitudes mentales no le dejaban percibir sus propias contradicciones; nadie lo
había llamado, era libre de abandonar la ciudad santa cuando quisiera, pero
prefería morder la mano que le daba de comer. Desde que ya no pudo pronunciar
palabra por semejante castigo divino, fue objeto de la compasión de los
habitantes de esta ciudad. Durante un tiempo se lo vio recogiendo monedas
en la puerta de la iglesia, con tal avaricia que no se le escapaba la moneda más
pequeña aunque rodase hasta el mismo infierno. Los otros negros, por el
contrario, siempre se mantuvieron en virtud de humildad; apenas sabían tocar
unos tamborcitos pequeños y siempre se cuidaban de no ser vistos por los
blancos. No tenían dedos para el violín ni para el órgano. Carecían de las
habilidades y del gusto necesario para hacer música. Pero lo reconocían. Los
negros americanos, en cambio, llevaban un doble pecado: el orgullo, que, por si
fuera poco, estaba injustificado.
Al poco tiempo, los nuevos negros, los
shetanis, se juntaron con los negros de extramuros en una casa de oración
donada por el alcalde don Villaraigosa a principio de los setenta. Muchos
de ellos, aprovechándose de su demostración de fe religiosa, lograron
quedarse intramuros en las casas abandonadas de la calle Compasión, entre
San Patricio y la muralla de los muertos, a resguardo del viento y las habubs
del desierto. De esa forma, los barrenderos aumentaron en número y las calles
disminuyeron en arena hasta mediados de los años ochenta, aunque las donaciones
continuaron en lo establecido por la costumbre, lo que se tradujo en permanentes
fricciones y disputas entre los sudorosos y fornidos callejeros.
Entre
los negros que vivían extramuros existía la creencia de que los abuelos de sus
abuelos habían colaborado en la construcción de las murallas y de las cisternas
de Calataid y que habían vivido en los obradores del camposanto por muchas
generaciones. Para hacer las cosas más difíciles entre los negros y también
entre los ciudadanos del centro, el doctor Uriburu, que para entonces había
confundido la práctica de la medicina con el estudio de la arqueología y de las
creencias sociales, decía haber probado esta creencia silenciosa deco-dificando
el orden de las grandes piedras. Pero esta teoría de los alba-ñiles africanos
era la teoría de un aficionado a la arqueología y no la revelación de algún
libro sagrado. La famosa
Historia del padre Juan II, escrita en el siglo
XIX, mencionaba la existencia de los
nigros intramuros de Compasión,
como refugiados de la violencia y del hambre de Agadez, en Níger, pero no los
relacionaba con la construcción o reconstrucción de alguna muralla (y la
historia se basa en documentos o no es historia). Se sabía que los
africanos, sobre todo los del sur, eran incapaces de trabajar la piedra y mucho
menos de concebir algo más perdurable que el sonido de un tambor o los colores
hechos en base de adobe. Todo lo cual se evidenciaba en las casas arruinadas de
Compasión y en la arena que había invadido sus puertas de entrada.
PERO
BELISARIO, QUE HABÍA REFLEXIONAdo sin éxito sobre las implicaciones de su arte y
de su trompeta, decía que en Calataid odiaban más a los negros que a los
americanos en general, ya que éstos apenas si eran seres imaginarios. No sólo
porque de Europa central había llegado el mito del blanco ario, o blanco a
secas, no sólo porque Calataid era un oasis de cristianos blancos en el
desierto, definitivamente solos desde la independencia de Argel, sino
porque estaban rodeados de mauros salvajes, que para un blanco sin bello en la
cara era la misma cosa. Lo que no evitaba que cada una de las variaciones sobre
el blanco implicara odios inimaginables en un viajero desprevenido. A su
vez, estos odios secretos no impedían que los habitantes de Calataid se
considerasen la reserva moral del mundo, por lo cual cada uno de ellos adolecía
de un patriotismo crónico que se expresaba en la idolatría de los símbolos del
pueblo. Los unía el orgullo, un orgullo ciego e incontestable, frío como el
hielo, impenetrable como la muralla que protege el templo donde habita Dios. Un
orgullo —confesó, en los fondos de la cisterna donde fue recluido en 1979—que me
dejó sin palabras tantas veces, triste tantas veces, preocupado tantas veces,
temeroso a veces, definitivamente desesperanzado. La bandera de Santa Inmaculada
de Calataid, un triángulo rojo con una cruz dorada en el baricentro, era capaz
de emocionar hasta las lágrimas a cualquiera. Sobre todo cuando se repetía por
mles en las calles y en los comercios, los días de fiesta. Entonces, no
importaba si era blanco o negro, rico o pobre, hombre o mujer, jinete o alazán.
La altura de las cinco torres ciegas y el espesor inhumano de sus antiguas
murallas eran, ante los ojos de sus habitantes, pruebas irrefutables de un
espíritu excepcional, moldeado sin duda por la gracia de Dios.
¿De dónde
procedía este admirable orgullo? Tampoco los habitantes de Calataid lo
sabían, pero evitaban formularse la pregunta adelantando las respuestas, decía
el padre de Basílides. Según su teoría de arqueólogo aficionado, cualquiera
podía haberse dado cuenta que un pueblo que sufre de fragmentaciones necesita
una bandera que diga Unión, necesita de esa mentira para sobrevivir a su propia
disolución, para hacerse monstruosamente fuerte, hasta que finalmente
triunfe la uniformización y la decadencia definitiva.
Nota de la Redacción: este texto pertenece a la novela de
Jorge
Majfud,
La
ciudad de la Luna (Baile del Sol, 2009).
Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la editorial
Baile del
Sol por facilitar la publicación en
Ojos
de Papel.