Toni de la Rosa (Badalona, 1964) sabe qué significa sentirse diferente.
Saber que no todos somos iguales y que esto poco tiene que ver con la
inteligencia, altura, belleza o gustos personales y sí mucho con nuestro origen.
Porque Toni de la Rosa es un
charnego, hijo de cordobés y aragonesa, que
nació y vivió en una Cataluña que dista de ser ese paraíso cosmopolita y abierto
del que tanto presume su capital. Una Cataluña en la que, afirma, “los andaluces
hemos padecido racismo y del duro”, un racismo que, tal y como recoge en su
libro, va desde las pintadas racistas del tipo “xarnegos fora” hasta los
insultos gratuitos del mismísimo presidente de la
Generalitat, pasando
por los chistes y tópicos sobre la supuesta vagancia andaluza frente a la
eficacia de los catalanes –de pro-.
Hoy en día, en la España de los
inmigrantes, el racismo y el clasismo han pasado a ser equivalentes, pero lo que
sigue igual es que la exclusión siempre acaba afectando a los que están debajo,
a los que llegan los últimos, a aquellos que, a pesar de no haber conocido otro
suelo ni otra gente, se sienten ajenos y extranjeros en la misma tierra que les
vio nacer y que, sin embargo, les rechaza como una madre avergonzada de unos
bastardos por los que no corre sangre conocida.
De la Rosa se atreve a ponerle
nombre, adjetivo y verbo al drama de la exclusión y la xenofobia en uno de los
ámbitos más sensibles de nuestra sociedad: la
escuela
Precisamente porque sabe qué se
siente cuando se te discrimina por ser uno de “los otros” –“de los que no son
catalanes del todo”-, este profesor de instituto es el más adecuado para
entender qué se le pasa por la cabeza a un adolescente gambiano que, a pesar de
haber nacido y crecido en España, se siente extranjero en una tierra que le es
ajena frente a un África imaginada que se perfila en sus fantasías como la
Tierra Prometida en la que por fin dejará de ser extranjero.
De la Rosa
se atreve a ponerle nombre, adjetivo y verbo al drama de la exclusión y la
xenofobia en uno de los ámbitos más sensibles de nuestra sociedad: la escuela.
Los niños, como bien explica al principio del libro, absorben e imitan lo que
ven a su alrededor y no nos puede sorprender que ataquen al diferente, por miedo
o por desprecio, cuando los comportamientos racistas y clasistas son el pan
nuestro de cada día de sus mayores. Qué se puede esperar de unos adolescentes
cuando la misma directora de su instituto increpa al padre de un alumno africano
diciéndole que “esto no es la selva”, o cuando en un confuso caso de supuesto
tráfico de drogas –que al final acaba revelándose como una chiquillada- de los
tres implicados, el único que acaba siendo expulsado del centro es un chaval
marroquí de trece años, mientras que los otros dos, españoles de pura cepa, se
van de rositas. Cuando la raza, el origen social o el color de la piel se
convierten en razones de peso suficientes para colocar a un chaval en la clase
B, el aula de ‘apoyo’, eufemismo alegal que sólo sirve para aumentar aún más el
abismo existente entre las ‘elites’ con futuro y los ciudadanos de segunda.
A través de nombres falsos, De la Rosa relata los preocupantes hechos
que acaecieron en su instituto –que tampoco se nombra en el libro-, el IES
Barres i Ones del barrio de Llefiá de Badalona, el pasado 2007, denuncia que le
ha costado la apertura de un expediente por parte de la dirección del centro. El
instituto asegura que el expediente contra De la Rosa no tiene nada que ver con
la publicación del libro y sí con algunas opiniones sobre miembros del claustro
que vertió en su blog.
De la Rosa simplemente muestra la
realidad tal cual es, se niega a cerrar los ojos para, precisamente, tratar de
alcanzar soluciones eficaces que logren integrar a los hijos de los inmigrantes
en una sociedad que no consideran suya porque ella tampoco los acepta como
iguales
Sea como sea, con una prosa sencilla,
cantada a viva voz, el autor relata la historia de Keita un muchacho gambiano de
quince años que explota tras años de soportar estoicamente las humillaciones e
insultos de un grupo de compañeros. Sin caer en más maniqueísmos que la simple
denuncia de lo inadmisible y saltándose sin reparos la
granhermaniana
corrección política, De la Rosa señala la hipocresía que supone culpar
únicamente al chico africano sin molestarse en investigar qué le lleva a atacar
violentamente a sus compañeros de instituto. Lindezas como “negro de mierda” o
“vuelve en la patera en la que llegaste”, junto con un conato de linchamiento
ante la mirada impasible, impotente o cobarde de los profesores en el patio, no
excusan pero sí explican la reacción furibunda de un quinceañero tímido y
pacífico que hasta entonces nunca se había metido en líos.
La rabia e
impotencia de De la Rosa se cuela entre las palabras del libro cuando explica
cómo el frágil futuro de Hassan, un inquieto marroquí de trece años, se fue por
la borda por una injusta expulsión permanente del instituto. Cómo la ignorancia,
los prejuicios y las cuestiones personales pudieron más que la obligación moral
de evitar que un niño travieso acabe convirtiéndose en un adolescente
conflictivo y, finalmente, en un adulto fracasado. Cómo Hassan paseó ufano unas
hojas de marihuana –sin ningún efecto narcótico ni carácter ilegal- entre sus
compañeros de instituto después de que sus dos amigos le pidieran que les
consiguiera algo de fumar. Y de cómo, tras someter al niño a un interrogatorio
policial, sin el consentimiento de sus padres, se le expulsó del instituto
acusándole de tráfico de drogas, con dos “bolsas vacías de marihuana” como única
prueba.
Ambas expulsiones fueron investigadas por el
Síndic de Greuges, que pidió la revisión de los
expedientes e, incluso, en el caso del estudiante marroquí, intervino la ONG SOS
Racismo. Sin embargo, la cosa no paso de algunas amonestaciones sobre las formas
en las que se llevaron ambos casos.
Sin caer en tópicos partidistas ni
buenistas –algo de agradecer en un tema tan susceptible de teñirse de blanco o
negro como éste-, el autor de La escuela rota critica a la derecha y a la
izquierda, a nacionalistas y no nacionalistas, enfrentándonos a una realidad
desasosegante
Con el libro, De la Rosa no
pretende hacer un alegato en favor del derecho a la venganza y el revanchismo de
los afectados. Cuando afirma que resulta absurdo pretender que un chaval de
quince años no acabe atacando con violencia inusitada a quienes llevan años
humillándole, no está exculpando su comportamiento. Simplemente muestra la
realidad tal cual es, se niega a cerrar los ojos ante la naturaleza humana para,
precisamente, tratar de alcanzar soluciones eficaces que logren integrar a los
hijos de los inmigrantes en una sociedad que no consideran suya porque ella
tampoco los acepta como iguales.
Con una sinceridad y valentía dignas de
elogio, este profesor no se casa con nadie y no tiene reparos en disparar dardos
certeros contra todo aquel que considera culpable de los casos particulares de
Hassan y Keita y de la situación en general. Desde la directora del centro, más
preocupada por preservar su autoridad y avanzar en su carrera profesional que
por el bienestar de sus alumnos y sus familias, hasta los profesores del
instituto que no se atrevieron a posicionarse abiertamente en contra de aquélla,
pasando por los servicios sociales o las psicopedagogas miopes… Incluso asume su
propia culpa como tutor que no supo ver a tiempo los problemas que estaban
ocurriendo bajo sus narices.
No todo son reproches y no le duelen
prendas a De la Rosa a la hora de reconocer la valía y valentía de los alumnos
que apoyaron incondicionalmente a sus compañeros, terciando a su favor, incluso
a través de cartas –algunas de ellas recogidas en el libro- o de figuras
“angelicales” como la mediadora cultura Laila o los pocos profesores que se
atrevieron a dudar de la versión oficial.
Y es que ésta es, al fin y al
cabo, la intención de De la Rosa. Mostrar lo que se enmascara bajo la versión
oficial. Sin caer en tópicos partidistas ni buenistas –algo de agradecer en un
tema tan susceptible de teñirse de blanco o negro como éste-, el autor de
La
escuela rota critica a la derecha y a la izquierda, a nacionalistas y no
nacionalistas, enfrentándonos a una realidad desasosegante que nos iguala a
todos: a nadie le importa lo que pase con los negritos, los moritos o los
machu pichus, a nadie le importa mientras su rabia y odio frente al
españolito que les desprecia y humilla, no salga de las cocinas en las que
trabajan o de los guetos en los que los confinamos. Este libro no va a cambiar
el mundo pero al menos sí hará reflexionar a quienes lo lean sobre un drama del
que nos guste o no, todos somos cómplices.