La primera de éstas se centra en la obra de F. Umbral,
Mortal y Rosa;
el motivo es sencillo, su lectura nos fascinó porque hemos hallado en ella,
magistralmente unidos, los tres temas que anteriormente hemos mencionado. Así
pues bajo el título
Mortal y Rosa: atalaya del dolor y del amor
intentamos ahondar en el triángulo temático ya mencionado.
En
segundo lugar, en
Alma y Paisaje nos sumergimos en la prosa de Azorín a
través de su libro
Castilla. La riqueza lingüística que el lector puede
percibir gracias a sus descripciones llenas de vida son una auténtica muestra de
impresionismo literario. Y no es de extrañar porque si nombramos las palabras
luz, color, cielo, llanura, mar, figuras, vida… todas tienen en definitiva,
cabida y presencia casi constante en los “cuadros literarios” de
Castilla. Lógico, por otra parte, porque la generación del 98, a la que
pertenece Azorín y a la que él dio nombre, es la que inicia la exploración
física de España, hasta entonces casi enteramente desconocida, y el propio autor
de
Castilla era consciente de que un escritor-artista ha de saber
interpretar la emoción del paisaje. Él lo hizo.
En tercer lugar, la
admiración hacia la obra literaria de M. Unamuno unida a su personal concepción
de la novela-nivola, como él la definió, nos llevó literariamente hablando, y de
la mano de Augusto Pérez, personaje protagonista de
Niebla, a considerar
esta obra como una tragedia bufa, de ahí el título de este apartado. En ella
aparecen la ficción y la realidad bajo el denominador común de la bufonería y la
tragedia, porque es un loco empeño quijotesco querer sortear la muerte, según
nos dice su autor.
Y, finalmente, el lector se hallará con
Camino
paralelo del amor y de la muerte a través de textos poéticos. Surge al
considerar que la conexión de la muerte con el amor es uno de los grandes temas
de la literatura y del arte en general. Hemos seleccionado diferentes fragmentos
significativos correspondientes a distintas épocas literarias que reflejan como
el amor, en toda su gama de manifestaciones, es un impulso vital que ha dado
páginas bellísimas a nuestra lírica.
ALMA Y PAISAJE: José
Martínez Ruiz (Azorín) (1873-1967) Hace ya muchos años
en uno de nuestros primeros artículos -publicados en El Correo de la Unesco de
Barcelona- sobre “Alma y paisaje” nos formulábamos la siguiente pregunta, ¿es el
alma la que influye en el paisaje o es éste, por el contrario, el que invade
nuestro espíritu? Inevitablemente, al adentrarnos en la obra de Azorín, objeto
de nuestro estudio, han llegado por los extraños caminos del tiempo y de la
memoria, aquellas interrogaciones como eje central del citado artículo.
En realidad, el paisaje nace de la contemplación humana y cada uno de
ellos se recrea en cada espectador, bien lo sabía Azorín, o, dicho de otro modo,
es distinto según los ojos que lo contempla. Según el autor nosotros somos el
paisaje, éste es nuestro espíritu, sus melancolías y sus anhelos.
Volvemos, en definitiva, a aquel artículo mencionado y nos atrevemos a
afirmar que si un paisaje es un estado del alma, cabría decir, paradójicamente,
que también el alma es un estado de paisaje por ser mutua la relación entre lo
contemplado y el espectador. Así pues, el campo o ciudad, caminos y gentes,
nubes y sol… son, a la vez, objeto estético y objeto afectivo porque reflejan el
espíritu, en definitiva, el alma de las cosas y el propio “sentir” de quien las
contempla.
Azorín capta el color: el color del monte, del río, de las
piedras, de los árboles y sus diferentes tonalidades, del cielo en una meseta de
infinitos horizontes. Llega al alma de las cosas y vive a “tempo lento” lo
vetusto y decadente de los pequeños pueblos castellanos en una prosa de
incomparable riqueza y estilo inequívoco en el que resalta el rasgo estilístico
por excelencia de Castilla: la adjetivación, que podremos “leer y contemplar”,
“ver y sentir” a través de los siguientes fragmentos seleccionados como ejemplo
todos ellos de impresionismo literario:
[…] Sí; tienen una profunda
poesía los caminos de hierro. La tienen las anchas, inmensas estaciones de las
grandes urbes, con un ir y venir incesante -vaivén eterno de la vida- de
multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras, que repercuten bajo
las vastas bóvedas de cristales; el borbotar clamoroso del vapor en las
calderas; el zurrir estridente de las carretillas; el tráfago de la muchedumbre;
el llegar raudo, impetuoso, de los veloces expresos; el formar pausado de los
largos y brillantes vagones de los trenes de lujo que han de partir un momento
después; el adiós de una despedida inquebrantable, que no sabemos qué misterio
doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y
calladas, hacia los mares azules. Tienen poesía las pequeñas estaciones, en que
un tren lento se detiene largamente, en una mañana abrasadora de varano; el sol
lo llena todo y ciega las lejanías; todo es silencio; unos pájaros pían en las
acacias que hay frente a la estación; por la carretera polvorienta, solitaria,
se aleja un carricoche hacia el poblado, que destaca con su campanario agudo,
techado de negruzca pizarra.
-Los ferrocarriles-
Precisa y
exacta descripción que permite al lector adentrarse en este “recorrido poético”.
***
[…] Llevan
dibujo y mapa esta leyenda: “Hízolo con la pluma Don Ramón César de Conti.
Londres, 20 de octubre de 1829.” Por primera vez, acaso, debía aparecer, ante la
generalidad de los españoles que contemplaran el dibujo aludido, la imagen de un
ferrocarril. Imagen casi microscópica por cierto. El dibujante ha representado
un pedazo de mar y un alto terreno en la costa. En el mar se ve un vapor con una
alta y delgada chimenea; allá arriba, en la costa, se divisa, en el fondo, una
fábrica ,que lanza negros penachos por sus humeros, y luego, acercándose al
borde del acantilado, aparece una extraña serie de carruajes. Delante de todos
está un diminuto y cuadrado cajón con una chimenea que arroja humo; luego vienen
detrás otros cajoncitos, separados por anchos claros –un metro o dos tal vez- y
unidos por cadenas. Debajo de tan raro tren se divisa una raya, sobre la que
están puestas las ruedas de los vagones. (pp. 26 -27).
-El primer
ferrocarril español-
Descripción no exenta de ironía y llena de
afectividad. Parece que “contemplamos” un dibujo infantil.
***
[…] En
el fondo se destaca el portalón de la casa; en la vasta cocina, bajo la ancha
campana de la chimenea, borbollan unos pucheros, dejando escapar un humillo
tenue a intervalos, produciendo un leve ronroneo. En los días de verano -el
ardiente verano de Castilla-, el sol ciega con sus vivas reverberaciones el
paisaje; en el patio de la venta suena de tarde en tarde el estridor de la
roldana del pozo; unas abejas se acercan a las pilas y beben ávidas, mientras su
cuerpecillo vibra voluptuosamente. […] Las posadas, en su
variedad, se muestran pintorescas y múltiples. Unas están en estrechas
callejuelas: las mismas callejuelas en que flamean las mantas multicolores en
las puertas de los pañeros y en que resuenan los golpes de los porcoceros y
orives. Otras se levantan en las anchas plazas de soportales con arcos
disformes, irregulares, desiguales; unos, anchos; otros, angostos; unos, altos
con columnas de piedras; otros, derrengados, con postes viejos de madera. Tal
posada tiene un balconcillo con los cristales rotos, sobre la puerta; tal otra
tiene un zaguán largo y estrecho, empedrado de puntiagudos guijarros.
[…] ”Todo está en silencio; en la fondita destartalada, un criado,
con la blanca pechera ajada, dormita en una butaca. Hay en la pared un cartel de
toros. Allá arriba se abre un pasillo al cual dan las puertas de los cuartos. Se
oye a lo lejos, en la serenidad de la noche, el campanéo –a menudas
campanaditas- de un convento. […] A la mañana siguiente
examinamos la fondita destartalada, al levantarnos. El pasillo largo
-embaldosado de ladrillos rojizos, algunos sueltos- da a una galería…
[…] ¡Oh ventas, posadas y fonditas estruendosas y sórdidas de mi vieja
España - Ventas posadas y fondas-
¿Acaso no “ve y
siente” el lector el silencio de estos entrañables rincones ya desaparecidos y
ese recurso, tan característico del autor, que es el empleo de diminutivos
llenos de afectividad?
***
[…] En los meses de
marzo y agosto, súbitas tolvaneras se levantan en la llanada y corren
vertiginosas a lo largo de los caminos. No hay ni árboles ni fontanas. La siega
ha sido hecha; todo el campo está de un color amarillento, ocre. Llega la fiesta
del patrón. En la plaza Mayor han cercado las bocacalles con recias talanqueras
y carromatos; llamean los cubrecamas rojos, encendidos, en los balcones. Se va a
celebrar la corrida. Todos los mozos del pueblo se hallan congregados aquí;
tienen los carrillos tostados y bermejos. En las ventanas asoman las beldades
aldeanas: algunas, redondas de faz, con las dos crenchas de pelo lucientes,
achatadas; otras, de cara fina, aguileña, y ojos verdes, de un transparente,
maravilloso verde; mozas que, en medio de esta rudeza, de esta tosquedad
ambiente, tienen -acaso regazo secular- una delicadeza y señorío de ademanes,
una melancolía e idealidad en la mirada que nos hacen soñar un momento
profundamente.
- Los toros-
De nuevo el estilo lento con técnica
impresionista que permite observar los pequeños detalles de una fiesta popular.
***
[…] En el
primer balcón de la izquierda, allá en la casa de piedra que está en la plaza,
hay un hombre sentado. Parece abstraído en una profunda meditación. Tiene un
fino bigote de puntas levantadas. Está el caballero sentado, con el codo puesto
en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada en la mano. Una honda tristeza
empaña sus ojos. ¡Eternidad, insondable eternidad del
dolor! Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más
fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa,
siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la
mano.
-Una ciudad y un balcón-
Junto a los rasgos
físicos vemos otros elementos que sugieren estados de ánimo, actitudes y, sobre
todo, nostalgia. Nadie podrá arrebatarle su dolor; nos remitimos a la Égloga I
de Garcilaso de la Vega, verso que encabeza este “cuadro”… “No me podrán quitar
el dolorido sentir”.
***
[…] La catedral es
fina, frágil y sensitiva. La dañan los vendavales, las sequedades ardorosas, las
lluvias, las nieves. Las piedras areniscas van deshaciéndose poco a poco; los
recios pilares se van desviando; las goteras aran en los muros huellas hondas y
comen la argamasa que une los sillares. La catedral es una y varia a través de
los siglos; aparece distinta en las diversas horas del día; se nos muestra en
distintos aspectos de las varias estaciones. En los días de espesas nevadas, los
nítidos copos cubren los pináculos, arbotantes, gárgolas, cresterías, florones;
se levanta la catedral entonces blanca sobre la ciudad blanca. En los días de
lluvia, cuando los canales de las casa hacen un ruido continuado en las
callejas, vemos vagamente la catedral a través de una cortina de agua. En las
noches de luna, desde las lejanas lomas que rodean la ciudad divisamos la torre
de la catedral, destacándose en el cielo diáfano y claro. Muchos días del
verano, en las horas abrasadoras del mediodía, hemos venido con un libro a los
claustros silenciosos que rodean el patio: el patio con su ciprés y sus rosales.
- La catedral-
Visión de la catedral como algo permanente
y eterno, pero que a la vez varía a través del tiempo; semejante a un cuadro
cuyos colores parecen transformarse según sea la luz hacia él dirigida.
***
[…] No puede ver el
mar la vieja Castilla; Castilla, con sus vetustas ciudades, sus catedrales, sus
conventos, sus callejuelas llenas de mercaderes, sus jardines encerrados en los
palacios, sus torres con chapiteles de pizarra, sus caminos amarillentos y
sinuosos, sus fonditas destartaladas, sus hidalgos que no hacen nada, sus
muchachas que van a pasear a las estaciones, sus clérigos con los balandranes
verdosos, sus abogados -muchos abogados, infinitos abogados- que todo lo
sutilizan, enredan y confunden. Puesto que desde esta ventanita del sobrado no
se puede ver el mar, dejar que aquí, en la vieja ciudad castellana, evoquemos el
mar.
[…] Vemos los puertos populosos, cuajados de barcos de todos
los tamaños y de todas las naciones, con el boscaje de sus velámenes, con las
proas tajantes, con las recias chimeneas; en el ambiente se respira un grato
olor a brea; van y vienen por los muelles hileras de carros…
[…] Pero nuestras evocaciones han terminado; desde las lejanas
costas volvemos a la vieja ciudad castellana. Por la ventanita de este sobrado
columbramos la llanura árida, polvorienta; el aire seco, caliginoso. Suenan las
campanadas lentas de un convento. Castilla no puede ver el mar.
-El mar-
Descripción llena de añoranza que permite al
lector sentir la llanura castellana que, a través del recuerdo del autor, evoca
al mar.
Nota de la Redacción: el texto de esta prepublicación pertenece al
ensayo de
María Dolores Benito Alonso,
Paisajes de vida, de
amor y de muerte (Ediciones Carena, 2009).
Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al director de
Ediciones
Carena,
José
Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.