MANSON
F.
Scott Fitzgerald tenía razón: los ricos son diferentes. Y los muy ricos
son muy diferentes. Esto era especialmente cierto, quizá, en el Londres
de finales de los años sesenta, donde un número relativamente bajo de modernos
conspicuamente acomodados, o bribonamente aristocráticos, ocuparon su espacio
junto a millones de prójimos para los que las colas interminables, las huelgas y
la televisión en blanco y negro seguían siendo la norma. Para los pocos que
prosperaban y, más pertinentemente, para sus representantes, la palabra
“millonario” se volvió de uso corriente, y los coches psicodélicos como el de
Lennon, las casas señoriales, las residencias secundarias en Chelsea y los
chalés en el extranjero no eran motivo para emocionarse. Ocasionalmente, sin
embargo, una “escena” en particular capturaba la imaginación colectiva en mayor
medida que sólo el último golpe antidroga entre celebridades, y se con vertía en
uno de esos momentos que definieron la época. Una de ellas fue la boda de
Polanski con Sharon Tate, el 20 de enero de 1968.
Aunque
Tate encontró alguna resistencia inicial al respecto, Polanski era lo bastante
sensible para comprender que su educación católica y sus instintos naturales
hacían que fuera importante para ella contar con un “festejo adecuado”. Los
preparativos fueron ágiles, sin embargo: la pareja se decidió por Londres en
lugar de Los Angeles en el último momento, por la sencilla razón de que la
mayoría de sus amigos vivían allí. La despedida de soltero fue un festejo
característicamente bullicioso, ofrecido por Victor Lownes en su nueva casa de
la plaza Connaught, con asistencia de Sean Connery, Michael Caine y Rolling
Stones varios, así como numerosas amistades femeninas y un solo mayordomo
alterado, con razón, por la decoración de la casa (dicen que los caros muebles y
alfombras de Lownes fueron reemplazados más tarde). Polanski y Tate se casaron a
las once de la mañana del día siguiente, en el Juzgado de Paz de Chelsea, el
lugar más buscado por el Swinging London para esta clase de actos.
Animaron la ocasión varios cientos de fotógrafos, periodistas y fans, pero hubo
relativamente pocos invitados. El padre y la madrastra de Polanski volaron desde
Cracovia, y pronto se vieron alternando con gente como Keith Richards, Vidal
Sassoon y David Bailey. Gene Gutowski y el médico de los Polanski, Tony
Greenburgh, fueron los testigos, y Barbara Parkins, de El valle de las
muñecas, la dama de honor. La novia llevó una minifalda de tafetán color
crema, y el novio una chaqueta color verdoso de corte eduardiano, con plastrón
ribeteado en torno al cuello. «Éramos un espectáculo grotesco », reconoce
Polanski.
Las
numerosas fiestas que vinieron luego adquirieron un halo casi iconográfico en
los años siguientes. El Playboy Club de Lownes fue el escenario del almuerzo
nupcial “oficial”, que duró hasta las cinco de la mañana. Una serie de
recepciones menos formales y otros actos ad hoc corrieron paralelos a éste,
infestados de tipos creativos ataviados con medallones, desde Rudolf Nureyev
hasta el miembro más modesto del equipo técnico de La semilla del diablo;
a John Mills, también invitado, éstos le recordaron a nada más elevado que
un «casting abierto para una revista de transformistas de Broadway». Polanski y
Tate se escaparon temprano y pasaron la noche en West Eaton Place Mews, antes de
viajar a Cortina para la luna de miel.
1968
iba a resultar un año difícil de recordar, tanto para el Swinging London
en general como para Polanski en particular, como descubrirá cualquiera que
lea su autobiografía. Escribe Polanski que «cuando poco después se estrenó La
semilla del diablo en París hubo una reanudación -casi una continuación- del
jolgorio nupcial». En realidad, ni siquiera la hospitalidad de Victor Lownes
llegó a extremos tales: la película salió en Francia el 17 de octubre de 1968,
unos nueve meses después de que se hubiera barrido el confetti del Juzgado de
Paz de Chelsea. La confusión es comprensible, quizá, dado el hecho de que los
Polanski pasaron gran parte del año desplazándose casi semanalmente entre Gran
Bretaña, Francia y Estados Unidos, y que Sharon, por lo menos, seguía una dieta
regular de brownies de hachís de confección propia. Después de volver del
estreno de la película en Nueva York, en junio, la pareja dividió su verano
entre la casa de los mews de Londres y una suite en el L’Hôtel, un
establecimiento pequeño, pero proporcionado, con una escalera de caracol central
sobre la que la luz del sol se derrama a través de un techo abovedado de
cristal, y, con alguna diferencia, el mejor equipado de los lugares de
residencia que Polanski había tenido en París hasta entonces. Tate consiguió
romperse un tobillo al levantarse de la cama una mañana. Poco tiempo después
hubo un incidente desagradable cuando, al regresar del cine, Polanski se
encontraba ayudando a su mujer a renquear por la avenue Wagram. Al enfilar una
bocacalle oscura en dirección a su coche, la pareja pasó ante un grupo de
bulliciosos jóvenes españoles que salían de un bar. Estos repararon en Tate.
Hubo algunos silbidos de admiración, además de otras ternezas, mientras un
miembro de la panda pellizcaba en las nalgas a la impotente mujer. Polanski se
desquitó derribando de un golpe al infractor principal, pero sus amigos lo
apalearon. Cuando la pareja de Hollywood, tan glamourosa en circunstancias
normales, acudió a un pase previo de La semilla del diablo esa misma
semana, ella lo hizo con muletas, él con la boca suturada.
***
La
boda de Polanski había llevado a una reconciliación tentativa con su familia
inmediata, con algunos de cuyos miembros no había cambiado más que unas pocas
palabras en seis años. Lo que ocurrió exactamente entre él y su padre en el
invierno de 1967-68 no está claro, como no lo está gran parte de la relación
entre ambos. Según la versión de Roman, él invitó a Ryszard y a su mujer, Wanda,
a visitarlo en Los Angeles, y esta vez los dos habían estado apropiadamente
«orgullosos de Sharon, de la casa y de mi nueva vida». Pero la evidencia más
sólida sugiere que Ryszard, aunque sin duda apreciaba el éxito de Roman,
encontraba desagradable «el mundo de Hollywood», y pensaba, no sin razón, que su
hijo estaba siendo utilizado por sus amigos recientes. La mayor parte de éstos
solían ser jóvenes, vagamente artísticos e insolventes. Una fiesta constituyó
claramente un motivo de preocupación especial para Ryszard. Más tarde se refirió
a una habitación llena de «invitados ruidosos, poco atractivos, [con] gente que
tiraba del brazo de Romek a cada momento». Fue la antes hostil Wanda la que,
cautivada por los pasteles de hachís de Tate, pareció disfrutar de la ocasión
más que nadie.
Los
padres de Sharon también habían visitado la casa de Santa Monica, y luego el
Château Marmont. El coronel Paul Tate se había inquietado manifiestamente por el
hecho de que su hija se relacionara con «esa gente de Sodoma», pero parece haber
simpatizado enseguida con su yerno (que sólo era nueve años más joven que él),
con el que compartía una afición a las historias de espías. De la madre de Tate,
Doris, cuentan que, ilusionada sólo por encontrarse en la vecindad de las
estrellas de cine, estaba «encantada» con la situación. Algún tiempo después
regaló a Sharon y a Roman un cachorro de Yorkshire terrier, al que llamó Doctor
Sapirstein, por el médico infernal de La semilla del
diablo.
Porque
eran jóvenes, triunfadores y dispuestos a experimentar, Polanski y Tate también
se vieron integrados en el «grupo de Peter Sellers», un lugar peligrosamente
combustible donde estar. El actor de 42 años, que atravesaba entonces su fase de
caftán y abalorios, cortejaba entonces a Mia Farrow, una de esas mujeres
ligeramente aturdidas, feéricas, cuya compañía buscaba el actor. Durante unos
pocos meses alimentados de marihuana, las dos parejas fueron casi inseparables;
a menudo viajaban al desierto, una de las pocas ventajas de vivir en Los
Angeles, a la hora del crepúsculo, para tumbarse sobre mantas, encender un
cigarrillo colectivo y contar historias. En uno de estos viajes, Sellers y
Farrow se alejaron para «buscar a Dios» y fueron seguidos en secreto por
Polanski, que se escondió detrás de una piedra y arrojó palos a sus pies. «¿Has
oído eso?», susurró Sellers. «¿Qué ha sido?», pió Farrow. «No lo sé, pero ha
sido fantástico. Fantástico».
Cuando
aquella Navidad regresó a Londres (Polanski afirma que fue un año antes, en
diciembre de 1967), el director invitó a unos amigos a un restaurante chino para
planear un viaje a esquiar juntos. En un momento dado, Sellers inició un debate
sobre ética médica con Tony Greenburgh. El último observó, no sin razón, que, en
el caso de que un paciente se dedicara a destruirse con alcohol y drogas, era
poco lo que él, como médico generalista, podía hacer. En un giro aterrador, los
dos hombres iniciaron súbitamente una violenta discusión. «¡No tienes razón,
doctor!», aulló Sellers, histérico. «¡No tienes razón! ¡No tienes razón,
joder!». La paz fue restaurada sólo cuando Polanski separó físicamente las
manos de Sellers del cuello de Greenburgh. Aunque el anfitrión intentó,
diplomáticamente, quitar importancia al incidente, en atención a sus invitados,
tuvo que reconocer que la reunión fue una experiencia
«deprimente».
Durante los fines de semana en
los que no se entregaba a la asociación libre entre las rocas del Mojave,
Polanski concertó unas clases de artes marciales con un vecino y aspirante a
actor llamado Bruce Lee. Como Sellers en su papel de inspector Clouseau, aunque
con resultados muy diferentes, Lee instaba continuamente a su famoso alumno a
atacar cuando él estuviera desprevenido. Un entusiasta del kung fu que los
visitó presenció la primera y al parecer única ocasión en que Polanski lo hizo
así. «Bruce sacó una mano y Roman acabó boca abajo en el jardín
delantero».
Tate,
mientras tanto, les dijo a unos amigos que el matrimonio y la perspectiva de la
maternidad eran más importantes para ella que sus antes “acuciantes” ambiciones
profesionales, y añadió que, a sus 25 años, sus mejores años habían quedado
atrás. A El valle de las muñecas siguió un proyecto que empezó llamándose
The House of Seven Joys y se convirtió en una plomiza parodia de
Goldfinger, protagonizada por Dean Martin y Elke Sommer, llamada The
Wrecking Crew (La mansión de los siete placeres). Dino, en un tremendo error
de casting, interpreta el papel de un periodista mujeriego y bebedor que, como
forma de relajación, presumiblemente, combina esta ocupación con la de espía
mujeriego y bebedor. El personaje de Sharon fue descrito por un crítico como «el
florero oficial». Público y crítica saludaron la película con mesura a su
estreno en febrero de 1969. Aquel verano Tate encabezó el cartel, sobre nada
menos que Orson Welles, de una farsa italiana llamada 12+1.
Aquélla ofreció una interpretación encomiable, pero de la película dijeron
que era «vacua», «absurda» y «una estupidez».
El
matrimonio de Tate no era nada de eso. Alrededor de quince años después,
Polanski escribió, con cierta sequedad, que su primera mujer, Basia, «no era ama
de casa [ni] sabía cocinar». Tate, en cambio, era muy capaz de volver a la casa
que la pareja acababa de alquilar frente al Club de Campo de Beverly Hills,
después de pasar doce horas en el set de La mansión de los siete placeres,
para servir una completa cena sureña a Roman y su miriada de invitados. La
mujer de Ken Tynan, Kathleen, atesoró durante mucho tiempo un recuerdo de una
velada tal, en la que «Sharon, una chica dulce, huesuda, [se sentó] con las
piernas cruzadas, repartiendo un brownie de hachís que acababa de hacer».
Jerzy Kosinski tenía la impresión de que Tate «dedicó su vida entera a una sola
causa: complacer a Roman». Cuando a Polanski se le ocurría mencionar que le
gustaba un vestido de su mujer, ésta compraba doce más del mismo estilo. Una
amiga inglesa, «feminista feroz», acompañó una vez a Tate en el Ferrari desde
Harrods a la casa de los mews, donde contempló con horror cómo la
glamourosa actriz se colgaba prestamente un mandil «y corría por la cocina [en]
frenética anticipación de Roman y los demás».
Tate
lo sabía todo acerca del resto de los apetitos de Polanski (sus llamados
«hábitos externos»), que al parecer aceptó de buen grado hasta el momento en que
se casaron y tal vez después. «No te preocupes», le había dicho una vez,
calmando su temor a la monogamia. «Yo no quiero devorarte como hacen otras».
Dicen que Tate confió a una amiga que ella y Polanski tenían «un buen acuerdo.
Roman me miente y yo hago como que me lo creo». Pero había límites, aun así. A
principios de 1969, mientras su marido seguía viajando por el mundo y, como ella
decía, «no cumpliendo nuestros votos nupciales», Sharon reconoció sentir cierta
impaciencia. La indulgencia de Tate había sido sometida duramente a prueba
durante la época, unas semanas antes de la boda, en que ella y Polanski vivieron
juntos en Santa Monica. Durante un fin de semana en que Tate estuvo descansando
en un balneario, a unos 500 kilómetros al norte, en la costa, en Big Sur, el
director había invitado a una joven modelo balinesa a pasar la noche en su casa.
Gene Gutowski y su mujer, Judy, se encontraban también, casualmente, pasando
unas semanas en la casa. Polanski, al parecer, no le había dado importancia: el
domingo por la noche la chica se había ido otra vez, a tiempo para que él
pudiera acudir al aeropuerto a recibir a Sharon. Además, Judy Gutowski también
tenía una relación, con un productor de Broadway llamado Hilly Elkins; conocía
el percal; Polanski, escribe éste, pensaba que «podía confiar en la discreción
[de los Gutowski]».
Judy
le contó a Sharon lo de la modelo en cuanto ésta regresó.
Tate
ya había oído cosas así, y volvería a oírlas después, razonando que eran lo que
«hacía que Roman fuera Roman». Con una o dos excepciones notables, parece haber
sido heroicamente tolerante a las faltas de él, fortalecida, quizá, por la
convicción de que ninguna de ellas «significaba» nada. Como observa una amistad
íntima de la pareja, «Sharon sabía que no tenía nada que temer de ninguna de
aquellas mujeres. Pretendía ser la legítima esposa de Roman hasta que la muerte
los separara, y no estaba dispuesta a arriesgar eso por que él se follara a
alguna starlette».
Con
una esposa guapa y una película de éxito a sus espaldas, Polanski parece haber
vivido su momento más feliz en la segunda mitad de 1968. El mencionado Hilly
Elkins lo conoció en aquella época, y recuerda a «un hombre encantador,
totalmente hecho a sí mismo, la clase [de] genio intuitivo que era capaz de
hojear el guión más complejo y destilarlo a unas pocas palabras bien escogidas»,
una capacidad que Elkins sólo había encontrado antes una vez, en su ex cliente
Steve McQueen.
Aunque
ciertos amigos ofrecen otras interpretaciones de los «hábitos externos» del
director, y del efecto que éstos causaban en su mujer, todos coinciden en
afirmar que Polanski amaba a Tate, y que los dieciocho meses de su matrimonio
representaron su primer contacto real con algo semejante a una vida familiar
estable. Cuando estaba del humor adecuado, «Roman era la mejor compañía del
mundo», escribió Ken Tynan, un «semihippy» al que gustaba cantar “If You’re
Going to San Francisco” mientras arrastraba los pies descalzos por la casa. En
cualquier momento dado, la casa californiana de los Polanski podía incluir a
tres o cuatro expatriados polacos, o amigos errantes que llegaban de paso,
procedentes de Londres o París, así como supuestos colegas, como un joven
guionista, Simon Hessera, y su hermano cantante, Henri, todos los cuales
disfrutaron de la prolongada hospitalidad de sus anfitriones. Brian Morris, el
dueño del primer Ad Lib de Londres, que acaba de cerrar por los daños causados
por un incendio, llegó a Los Angeles con pocos recursos, pero dispuesto a montar
una versión americana del local; Polanski le dio 7.000 dólares. Otro amigo
recuerda «haber salido de un bar con Roman, y que un vagabundo se acercó a él y
le dijo: “Oye, qué abrigo más bonito llevas, es precioso”». En el acto, Polanski
se lo quitó (en realidad era una chaqueta de ante nueva), y se lo entregó al
vagabundo: «Sin vaciarse los bolsillos siquiera», añade el
amigo.
Entre
los visitantes polacos de larga duración figuraba Krzysztof Komeda, cuya música
de La semilla del diablo había enriquecido la película y de paso le había
dado a él una candidatura a un Globo de Oro. Muy solicitado a raíz de aquello,
el compositor y su mujer, Zofia, se habían quedado en California. Había en la
pareja, por lo visto, alguna tensión conyugal, exacerbada por la presencia de
una joven actriz israelí, que posiblemente contaminó la visión de Zofia de
Hollywood en general. En la fiesta del 37 cumpleaños de Komeda, en abril de
1968, una animada reunión a la que acudió la mayor parte de la comunidad polaca
local, Polanski había saltado sobre una mesa para recitar versos de “Pan
Tadeusz”, una popular balada sobre su patria, y luego había pronunciado un
gentil discurso homenajeando a Krzysztof, diciendo que se lo debía todo a él y a
la devoción desinteresada de otras personas, demasiado numerosas para
mencionarlas. Más tarde, el compositor conoció cierto éxito con su partitura de
Motín (Riot), una violenta película producida por Bill Castle, al tiempo
que solía beber, observó tristemente Castle, «como un galón de vodka». Después
de una borrachera nocturna en diciembre siguiente (y no, como escribe Polanski,
un año antes), Komeda, extrañamente, se encontró vagando por las colinas de
Hollywood, donde se cayó y se dio un golpe en la cabeza. Uno de sus compañeros
lo recogió y de nuevo lo dejó caer, haciendo que se golpeara en la cabeza otra
vez. Komeda volvió en sí, aseguró que estaba bien y fue conducido a su casa,
donde se derrumbó después de presentar síntomas de gripe y de tener dificultades
para respirar. El compositor fue hospitalizado tardíamente y se le diagnosticó
un coágulo en el cerebro. Entró en coma poco después, en el curso del cual dicen
que sufrió “muerte” clínica y fue reanimado por el equipo médico. Polanski
recuerda haber corrido al hospital y, en una tremenda escena, haberse sentado
junto a la cama de su amigo, hablándole en polaco y apretándole la mano con
suavidad. La mujer de Komeda, que para entonces se había separado de él, ofreció
a sus entrevistadores una versión distinta, tal vez subjetiva de los hechos.
«Cuando yo llegué», observa, «Krzys se estaba muriendo ya, pero de Polanski no
supe nada, no supe nada en los tres meses que pasé allí. No crucé una sola frase
con él. [...] Una vez, cuando fui al hospital a visitar a Krzys, Romek y su
gentuza estaban allí. Él hablaba muy alto y hacía mucho ruido, me di cuenta de
que estaba molestando a Krzys, de modo que le pedí al hospital que no dejaran
que el señor Polanski entrara a verle nunca más».
Zofia
Komeda trasladó a su marido a Varsovia en avión, donde éste murió el 23 de abril
de 1969. «Sólo entonces», dice ella, «me llamó Romek, y pronunció una sola
frase: “¿Cómo puedo ayudar?”. Yo contesté: “Soy yo quien puede ayudarte a
ti. Intenta convertirte en un ser humano otra vez, porque eres un
animal”».
Polanski y Tate, a todo esto,
habían acudido como invitados al festival anual de Cannes, donde él iba a ser
jurado y ella a promocionar El valle de las muñecas. Casi todos los
visitantes llegarían a tener su momento favorito de la historia de Cannes, ya
fuera Jean-Paul Sartre paseando por la Croisette en bañador en 1947, ya Brigitte
Bardot haciendo lo mismo, para otro efecto, en 1953. En términos de pura
ostentación, sin em bargo, nada pudo igualar la electrizante llegada de los
Polanski al Hôtel de la Figuière en la tarde del domingo 12 de mayo de 1968. La
pareja hizo su aparición a las siete en punto, con su Ferrari rojo brillante,
matrícula de California, decorado con cojines op-art, varillas de
incienso y un equipo de sonido con volumen de concierto, que en ese momento
descargaba el todavía inédito “Jumpin’ Jack Flash” de los Stones. Los dos
ocupantes, con su aspecto de muñecas, sus coordinados trajes de ante de Rodeo
Drive y sus abalorios y medallones, fueron acompañados a su suite por media
docena de mozos de equipaje abrumados bajo el peso de varias maletas marcadas
con monograma, una acaso sobreaprovisionada biblioteca portátil y el amplio
guardarropa de primavera de Sharon, una caravana que fue contemplada con
admiración por un grupo de invitados, turistas y periodistas. Polanski
distribuyó una generosa propina.
Aunque
estaba lejos de ser el director mejor pagado de la profesión, Sharon reconoció
que La semilla del diablo había significado «un nuevo peldaño para
Roman», algo que le permitió «fijarse nuevos parámetros» de riqueza, fama y
glamour. Estos parámetros eran la materia misma de la fantasía de Hollywood, y
algo que inyectó, a su vez, algún resentimiento entre aquellos a los que se
había negado, por cualquier razón, el mismo grado de éxito material. Parte de
esta hostilidad profesional ayuda tal vez a explicar lo que ocurrió a
continuación.
En la
mañana del 16 de mayo, Polanski se despertó con una llamada telefónica de
François Truffaut, que le hizo una petición inusual. Quería que su colega se
reuniera con él enseguida en el Palais du Festival, donde estaba teniendo lugar
una animada discusión sobre cómo responder a los desórdenes estudiantiles que
estaban estallando en París y, más específicamente, al despido, por parte del
Gobierno, de Henri Langlois, el director de la Cinémathèque financiada con
fondos públicos, o escuela-filmoteca, un organismo que entonces se encontraba en
plena fase maoísta. Los cineastas reunidos coincidían en afirmar que debían
dejar de repartirse premios entre sí para de alguna manera «demostrar su
solidaridad». Cuando Polanski llegó, se encontró en medio de un debate que podía
haber tenido lugar en Cracovia, o en cualquier comunidad del Bloque Oriental, en
los años inmediatamente posteriores a la guerra. «Camaradas», gritó uno de los
oradores, «¡abajo el festival de la decadencia! ¡Abajo el festival de las
estrellas! ¡Lo que necesitamos es un festival del
diálogo!».
Fue en
esta atmósfera ya cargada de por sí en la que Polanski irrumpió, vestido con su
ropa de Beverly Hills y sus gafas de sol apoyadas en el pelo. Su discurso, en el
que vino a defender Cannes en su formato establecido, fue sólo un éxito parcial.
Aunque algunos aplaudieron cuando recordó que «ninguno de nosotros estaría aquí
si no fuera por estrellas de Hollywood como Cary Grant», entre los que estaban
sentados detrás de él en el escenario, incluido su viejo enemigo Jean-Luc
Godard, hubo abucheos y pitidos groseros. «Yo quería explicarme», se quejó
Polanski después, comentando su experiencia en el festival, «pero cada vez que
abría la boca para decir algo, Godard me interrumpía».
El
fondo del debate parecía ser la cuestión de si el cine francés, como proponía el
grupo de directores radical États Generaux, debía estar bajo «el control de los
trabajadores». Para algunos, como Godard, el festival de Cannes representaba una
industria superficial, movida por el afán de lucro, sumida en un lodo de
frivolidad y decadencia. Desde las ventanas mismas del Palais du Festival, los
oradores podían divisar el otro lado de la Croisette flanqueada de palmeras,
sembrada de starlettes medio desnudas, y disfrutar del espectáculo de algunos de
los yates más lujosos del mundo anclados en la bahía. Para Roman Polanski no
había nada remotamente malo en hacer películas que aspiraban a entretener tanto
como educar a sus espectadores. Es más, a diferencia de la mayoría de sus
ideológicamente inmaculados colegas, él tenía alguna experiencia real de lo que
era vivir en un estado comunista. «La gente como Truffaut y Godard son como
niños jugando a ser revolucionarios», observó después. «Yo ya he pasado esa
etapa. Yo me crié en un país en el que esas cosas pasaron de
verdad».
Con
varios de sus jurados e invitados empeñados en un boicot, el festival progresó
más bien al azar. El estreno de Peppermint frappé, de Carlos Saura, se
animó cuando el propio Saura, marxista convencido, intentó perturbar la
proyección. En el tumulto que siguió, facciones rivales de espectadores se
desmandaron entre los pasillos, gritando eslóganes, rasgando asientos y
tirándose al suelo entre sí. Destrozaron las cortinas de terciopelo rojo y oro
de la sala, decoradas con el emblema del festival. Saura y su compañera,
Geraldine Chaplin, consiguieron trepar por una cuerda de seguridad y lanzarse
desde los telares, cual monos. Al padre de Chaplin no le habría disgustado el
potencial cómico de la escena, que llegó a su fin cuando el telón y sus
ocupantes se estrellaron contra el suelo. Cuando consiguió hacerse oír, Polanski
informó serenamente a Godard que intentar nacionalizar el cine francés era
problemático, y que la única obligación del artista era para consigo mismo y
para con su público. Godard le dijo a Polanski que «se largara a
Hollywood».
Con
Francia presa de una huelga general, los Polanski decidieron abandonar Cannes y
disfrutar de unas vacaciones no programadas en Roma. Aunque no tenían visado
italiano, la combinación del Ferrari rojo, su matrícula estadounidense y la
admirable capacidad de argumentación de la pareja superó las objeciones de los
agentes de aduanas. El 1 de junio, Polanski regresó a Londres y, justo en
vísperas del estreno de La semilla del diablo, el día 12, tomó un vuelo a
California, trasladando el coche por mar para recogerlo en Los Angeles.
A mediados de 1968, la brecha entre cómo era percibido Polanski en
privado y cómo era percibido en la prensa no era ya inusual, sino abismal. La
imagen pública del «joven de palabra suave» al que conoció Kathleen Tynan era
excepcionalmente turbia y morbosa, una imagen que él no siempre se molestaba en
repudiar. No faltaron los testigos de carácter de cierta clase, pues, cuando
Polanski menos los necesitó, poco más de un año después. Un poco arrogante,
cuando no (como dijo “The Facts”) un «megalómano patológico», proverbialmente
vanidoso, colérico, combativo y ambicioso, con amigos raros, y «aficionado» al
ocultismo: tales eran los mensajes que la prensa reciclaba sin cesar. La clase
de director en cuyo armario tenía que haber, casi con toda seguridad, unos
pantalones de montar y una fusta.
Polanski era una especie de híbrido,
pues. Por debajo de lo que Truffaut llamaba su «fachada de pavo real» y de una
evidente afinidad con lo macabro había un huérfano sorprendentemente dulce,
leído, intensamente sensible, un actor nato que sabía llevar un disfraz. Jerzy
Kosinski, uno de sus amigos más íntimos durante treinta y siete años, con el que
rompía y se reconciliaba «casi anualmente», dejó la mejor descripción de esta
«ave rara»: «un hombre distinto en momentos distintos. [...] Yo conocí a cuatro
o cinco Polanskis».
Para la gran mayoría de los que leyeron sobre él en
relación con La semilla del diablo, era como si Polanski hubiera vendido
su alma al diablo, como un equivalente de la vida real del pacto fáustico que
han firmado los torturadores de Rosemary. Un periodista que lo entrevistó a
mediados de 1968 recuerda que para la ocasión, el director convirtió su
habitación en una gruta iluminada por velas, «con cortinas de camuflaje, docenas
de rosas rojo sangre y un cráneo que parecía humano» (que luego resultó ser una
inocente réplica) como decorado principal. Una especie de «cántico» flotaba en
el aire. Aparte del asunto del día hubo una conversación «extremadamente
animada» sobre la vida del violinista Niccolo Paganini, otro artista cuyos
conocimientos de magia negra había sido, dicen, algo más que someros. Por lo
demás, un súbitamente categórico Polanski disertó acerca de una variedad de
cuestiones. «Me gusta la desnudez femenina», confirmó. «Incluso me gusta la
desnudez masculina. A veces las inteligencias muy limitadas tienen cuerpos
bonitos». Uno de sus principios artísticos, que fueron divulgados entonces o en
el futuro cercano, era que «hay que mostrar la violencia tal como es. Si no la
mostramos de forma realista, entonces es inmoral y dañina. Si no perturbamos a
la gente, entonces es obscenidad». Y: «El amor normal no es interesante. Le
aseguro que es aburridísimo». No es de extrañar, quizá, que un muy citado
titular de la época dijera así, parodiando los anuncios de la semilla del
diablo: “Recen por Roman Polanski”.
Los comentarios de la prensa
fueron amables en comparación con los detractores anónimos de Polanski, algunos
de los cuales empezaron a enviarle cartas escritas con su propia sangre,
diciendo que su película, en todo caso, no era lo bastante reverencial con el
Maligno. El director recibió entonces sus primeras amenazas de muerte, incluida
una, que leyó un amigo, que «prometía que él o ella les cortaría la cabeza a
Roman y a su familia», entre otros comentarios de carácter poco cordial. El
propio Polanski reconoció que su imagen pública era «extremadamente negativa»
cuando habló de los horrendos hechos de agosto de 1969 con el teniente Earl
Deemer, del departamento de policía de Los Angeles. Como parte de la prueba
poligráfica, Deemer preguntó a su sujeto si había recibido correspondencia
hostil a causa de La semilla del diablo. Polanski reconoció que sí, y
concluyó: «Podría tratarse de alguna clase de brujería. Un maniaco o así. Esta
ejecución, esta tragedia, me indica que esto es cosa de un loco».
«No me
sorprendería que el objetivo fuera yo. No me sorprendería nada. A pesar del
asunto de las drogas, de los narcóticos. Creo que a la policía le gusta seguir
esa clase de pistas con demasiada precipitación».
Para varios millones
de lectores más refinados de publicaciones convencionales como “Time” y “Life”,
Polanski era un showman autopromocionador cuya última película había
tenido un toque de genialidad. Algunos críticos, claro, se habían molestado con
él, convirtiendo en una cuestión de honor demostrar su independencia
censurándolo. Polanski se ganó algunos de esos ladridos y mordiscos en la
espinilla que inevitablemente acompañan a la clase auténtica, y estaba más o
menos acostumbrado a ser «despedazado por pigmeos». Para lo que estaba
inmunizado, sin embargo, era la animadversión de los gacetilleros y mediocres
bien pagados que escribían, como en “The Facts”, que Polanski tenía «una visión
insalubre y antiamericana de la maternidad ». Esta censura podía ignorarse con
facilidad. Polanski había caricaturizado amablemente a aquella gente a la menor
ocasión, y ahora era justo pagar. Pero el desprecio de la mayoría moral era una
cosa; las amenazas de decapitarlo a él y a su mujer y luego «mear sobre sus
cráneos» era otra. Según una versión, Polanski era «el director más odiado de
Hollywood [desde] Elia Kazan», el hombre que había cantado ante el Comité de
Actividades Antiamericanas del Congreso, y que como resultado se había marchado
temiendo por su vida.
***
Antes de seis semanas del triunfal estreno de La semilla
del diablo, la Paramount prescindió de los servicios de Polanski. No sólo
asignó El descenso de la muerte a un director rival, sino que rechazó su
idea de una «parodia picante de las películas de cowboys», cinco años antes de
que Mel Brooks definiera el género con Sillas de montar calientes (Blazing
Saddles). Polanski parecía en peligro de acabar la década de los sesenta
como la había empezado, siguiendo por Europa a una esposa que tenía más éxito
que él. Su única perspectiva inmediata, aparte de la película sobre el
presidente norteamericano y los delfines, era escribir el guión de una
curiosidad llamada A Day at the Beach. Este cuento sobre un alcohólico
que trastabilla por las calles de una ciudad costera, con parte del reparto de
El baile de los vampiros y un cameo memorable de Peter Sellers como
tendero homosexual, conoció un estreno limitado en 1970. Polanski también aceptó
escribir dos episodios cortos de la revista erótica de Ken Tynan Oh!
Calcutta, a los que el director dio el título genérico “El voyeur”. En el
primero aparecería una chica que se desnuda, pero sus pechos y su ingle
permanecen tapados por los muebles estratégicamente situados, un gag que Austin
Powers empleó con fortuna treinta años después. A continuación entra otra chica,
se desnuda también e, igualmente velada, hace el amor con su amigo. En el
segundo sketch, el guión de Polanski arranca con un hombre y una mujer sentados
frente a frente en un compartimento de tren. Los personajes descubren sus
cuerpos por turnos, un acto sugerido sólo por la expresión facial del compañero,
antes de desaparecer bajo el marco de la ventana, quedando así decorosamente
fuera de plano, follando, al parecer. Para Tynan, las dos piezas pertenecían a
esas clásicas películas calientabraguetas» de Polanski, pero al final, por
razones presupuestarias, nunca las usó.
***
En la semana anterior a la Navidad de 1968, Tate le dijo a su
amiga Mia Farrow que estaba esperando un hijo. Era un embarazo no planificado;
le preocupaba la probable reacción de Polanski. Aunque una fuente insiste en que
el director saltó sobre una silla, gritando «¡Abandonen el barco! ¡Abandonen el
barco!» en su estupefacción, Polanski sólo reconoce que la noticia le
«sorprendió un poco». Aparte de la cuestión de sus dificultades para
comprometerse -la única cosa viva de su vida a la que se había abandonado alguna
vez, en una «desinhibida efusión de irresponsabilidad, felicidad y amor» era su
perro Jules-, estaba el hecho de que Tate se había comprometido a rodar una
extravagancia italiana llamada 12+1, que la obligaría a ausentarse
para rodar en localizaciones de Londres y Roma.
Polanski continuaba en
un marasmo profesional, dividiendo su tiempo entre sus tratos con productores
«obtusos, cernícalos», y con «guionistas enfermos mentales», que seguían
derramando sobre él sus proyectos sobre sectas satánicas, pocos de los cuales
estuvieron cerca de producirse alguna vez. A falta de nada mejor que hacer, pasó
varios días de febrero de 1969 en los estudios Twickenham, devolviendo a Peter
Sellers el favor con un cameo no remunerado en Si quieres ser millonario no
malgastes el tiempo trabajando (The Magic Christian). Polanski interpretó a
un bebedor solitario que sujeta la barra de un local gay, mientras un Yul
Brynner vestido de mujer le canta una serenata. A principios de marzo colaboró
con el escritor británico Ivan Moffat en un guión basado en la vida de Paganini,
sólo para abandonarlo otra vez, por no estar convencido de que la película
«pudiera tener alguna utilidad [en] la tierra de Disney». A Paganini siguió a su
vez un proyecto sólo un poco más accesible, Donner’s Pass, a veces
conocido como The Donner Party. Se trataba de la historia real de un
grupo de los primeros colonos californianos víctimas de canibalismo, un asunto
que Polanski había visitado siete años antes en Aimez-vous les femmes?,
su adaptación de la pequeña y oscura fábula sobre un club de París que sirve
carne de mujer.
Como parte del proceso de documentación, Polanski se
carteó con Charles Champlin, el jefe de espectáculos de “Los Angeles Times”, y
uno de los relativamente pocos críticos de cine a los que admiraba. Champlin,
por su parte, habla con afecto de «Roman, una fuerza de la naturaleza. Después
de La semilla del diablo se volvió inevitable, y yo siempre esperaba con
ganas mi siguiente encuentro con él. Aparte de su pronunciado humor negro, era
uno de los hombres mejor informados de Hollywood, ofrecía opiniones mordaces
sobre casi todo, y ocasionalmente se detenía a anotar ideas y chistes para su
uso posterior».
El 19 de febrero de 1969, Polanski escribió a Champlin
sobre el guión del canibalismo, subrayando algunos de los hechos principales de
la historia:
El 4 de enero de 1847, Fosdick murió, y el
cadáver fue abandonado a una milla de donde acamparon aquella noche. Por la
mañana, la señora Fosdick, sintiendo que debía besar una vez más los fríos
labios de su muerto, emprendió el camino de vuelta para hacerlo así. Dos
individuos la acompañaron; cuando llegaron hasta el cadáver, ellos, a pesar de
los reproches, las súplicas y las lágrimas de la viuda afligida, arrancaron el
corazón y el hígado y seccionaron los brazos y las piernas del finado esposo.
[...] La señora Fosdick tomó un hatillo que había dejado y regresó con estas dos
personas a uno de los campamentos, donde vio cómo un emigrante atravesaba el
corazón con un palo y lo tiraba al fuego, con la intención de asarlo. [...] El
grupo había consumido casi cuatro cadáveres, y los niños estaban sentados en un
tronco de árbol, con la cara manchada de sangre, devorando el hígado a medio
asar de su padre.
La carta concluye: «Recuerdos, Charles, y bon
appétit! Roman».
En la Semana Santa de 1969, tras la suspensión de
The Donner Party, Polanski invirtió dinero en una farsa británica,
italiana y suiza titulada Las aventuras de Gerard (The Adventures of Gerard),
que dirigió su coautor de El cuchillo en el agua, Jerzy Skolimowski.
Aquello fue una debacle tal que ningún distribuidor reputado quiso siquiera
estrenarla. A causa de estas decepciones, Cadre Films, la sociedad de reparto de
beneficios que habían fundado Polanski y Gene Gutowski al amparo de La
semilla del diablo en 1965, había dejado prácticamente de existir. Aquel mes
de abril, la firma se disolvió de forma oficial. Polanski aún pudo disfrutar de
un viaje gratuito al Festival de Cine de Rio, aunque éste también terminó mal,
cuando las autoridades brasileñas perdieron su codiciado pasaporte. Es en este
punto cuando cualquier otro hombre, indocumentado como él, podría haber
recapacitado sobre su plan de hacer una rápida visita sorpresa a su mujer en
Roma. Una vez en suelo italiano, Polanski halló que los funcionarios de
inmigración eran menos complacientes que en mayo de 1968 y pasó un día retenido
en una «oficina que parecía una celda», antes de ser embarcado en un vuelo de
regreso a Londres, sin haber podido ver ni un momento a Tate, que estaba rodando
una escena en otro lugar del aeropuerto.
Más tarde, esa misma semana,
Polanski concertó su siguiente proyecto por fin; no el de Paganini ni el del
canibalismo, sino el guión de los delfines asesinos. Para endulzar el trato,
Sandy Whitelaw, el vicepresidente de United Artists, escribió una nota diciendo
que estaba encantado de trabajar con el mejor director del mundo, y que
garantizaba personalmente el respaldo «pleno» y «sin reservas» del estudio, sin
importar el coste. «”Ro Ro”» -Roman- «es un visionario, y debe ser tratado como
tal», indicaba la circular que acompañaba a la nota.
Polanski y Tate,
mientras tanto, habían firmado el contrato de arrendamiento de una casa nueva,
en Hollywood, una apartada propiedad estilo rancho, en el número 10.050 de Cielo
Drive, que habían alquilado, por 1.200 dólares al mes, a un representante
teatral llamado Rudi Altobelli. Situada al final de una estrecha calle sin
salida ubicada en un cañón, la casa contaba con un florido jardín inglés, con su
piscina y su pozo de los deseos. El interior era de planta abierta: paredes
encaladas, vigas vistas y lo que el folleto llamaba una «galería de trovadores»,
o pequeño loft, al que se accedía por medio de una escalera de mano en un
extremo del cuarto de estar. Al otro lado de las puertaventanas, una amplia
vista panorámica daba directamente al mar y, en el este, a la mancha roja de
Beverly Hills. Para acceder a la puerta principal el visitante tenía que pulsar
un botón que accionaba una verja eléctrica, aunque esta solía permanecer
abierta. En la parte de atrás había una casita de invitados ocupada por un
encargado de 19 años llamado William Garretson, y por los tres perros de
Altobelli. Rodeaba la finca una rústica cerca de madera, en la que los
inquilinos anteriores, la actriz Candice Bergen y su novio, un productor
discográfico llamado Terry Melcher, habían colgado luces de Navidad. Los
Polanski encendían las luces todas las noches, que añadían un permanente toque
festivo y servían de faro a cualquiera que se acercara a la casa desde Sunset
Boulevard, dos kilómetros más allá.
Los Polanski se hicieron cargo del
alquiler de Cielo Drive, a la que Tate llamaba su «nido de amor», el 12 de
febrero de 1969. Poco más de un mes después dieron una fiesta de inauguración
para más de un centenar de invitados. Fue el típico sarao de Hollywood: grande,
ruidoso, caótico, con algunos desconocidos alternando con los asistentes
invitados. Uno de los infiltrados se peleó con Bill Tennant, el representante de
Polanski, y el director ordenó expulsarlo. Tennant declaró luego a la policía
que durante los cuatro meses siguientes, este individuo y sus amigos habían
vuelto a la vivienda a intervalos regulares, con la aparente intención de vender
drogas.
El domingo 23 de marzo, Tate estaba en la casa con algunos
amigos, pues Polanski se había marchado a Londres dos días antes. A eso de las
ocho de la noche, una figura pequeña, ligeramente encorvada, con melena castaña
y media barba enmarañada, cruzó la verja abierta, llamó a la puerta y preguntó
por Terry Melcher. Un fotógrafo amigo de Tate le había informado bruscamente que
«la gente a la que busca está al fondo del callejón» -refiriéndose a la casa de
invitados-, una expresión que, según comentó luego el invitado, le había hecho
sentir como un «mendigo». Pasando ante los caros coches deportivos aparcados en
el camino de entrada, el visitante se había topado con Rudi Altobelli, que
estaba haciendo algún trabajo de mantenimiento en la propiedad, y que había
hablado un momento con él y luego le había pedido que se marchase. A la mañana
siguiente, Altobelli y Tate tomaron el mismo avión a Roma. En pleno vuelo,
Sharon se inclinó y le preguntó: «¿Viste a ese tío tan siniestro que estuvo en
casa ayer?». Altobelli había conocido al «tío tan siniestro» en una ocasión, en
compañía de Melcher, y le conocía como Charles Manson.
Manson, 34 años,
lleva entrando y saliendo de instituciones desde los doce años, la edad en que
su madre soltera le había declarado «incorregible» y lo había hecho encerrar en
un reformatorio de Terre Haute, Indiana. Once meses después se escapó y volvió
con su madre. El reencuentro fracasó, y Manson emprendió una carrera de pequeño
delincuente profesional, cuyo abanico de delitos -robos de coches,
allanamientos, agresiones, estafas con tarjetas de crédito y falsificación de
cheques, entre otros-, así como una subespecialidad en delitos sexuales
-sodomía, proxenetismo- sólo se podía comparar con su incompetencia. Mucho antes
de convertirse en objeto de una atención internacional más general, Manson había
disfrutado de lo que venía a ser un abono de temporada para el sistema judicial
del Sur de California. Condenado a diez años en junio de 1960 por violar los
términos de su última libertad condicional, iba a disfrutar de una excarcelación
prematura en marzo de 1967. La noche anterior a su puesta en libertad, Manson se
arrodilló y literalmente suplicó al funcionario que le permitiera quedarse en la
cárcel. Aquél era su «único hogar», insistió; había pasado diecisiete de sus
treinta y dos años en diversos centros correccionales. Su petición de asilo fue
denegada; en lugar de ello se dirigió a Haight-Ashbury, una zona de San
Francisco donde intentó, como muchos de sus vecinos más cercanos, establecerse
como compositor de canciones. Aunque su capacidad musical resultó modesta, su
credo -drogas, amor libre y seudocienciología- iba a atraer la compañía de otras
veinticinco o treinta ovejas descarriadas, la mayoría de ellos chicas
adolescentes de clase media en plena rebelión contra sus padres, a los que él
llamaba cariñosamente su “Familia”.
Una tarde de mayo de 1968, Dennis
Wilson, el batería que cantaba de los Beach Boys, recogió a una pareja de
atractivas autostopistas y las devolvió amablemente a su casa señorial de Sunset
Boulevard. Las chicas, Ella Jo Bailey y Patricia Krenwinkel, obsequiaron a su
anfitrión con «todo un Kama Sutra» de las artes eróticas, antes de
hablarle de un «tío fantástico, Charlie», que también era músico y que se había
instalado hacía poco en Los Angeles. Al día siguiente, en plena noche, el propio
Manson se presentó en casa de Wilson, consiguió que le permitieran pasar y acabó
quedándose durante tres meses. Wilson calculó más tarde que su hospitalidad le
había costado alrededor de 100.000 dólares. Manson, cuya «espontaneidad» la
estrella del rock decía admirar, originó tal vez la mitad del total de los
préstamos personales, y algunos miembros de su familia también sacaron buen
provecho de la propiedad. Otro músico llamado Victor Tomei visitó a Wilson una
tarde de junio de 1968 y recuerda que la casa tenía, a primera vista, «el aire
de una granja abandonada, más que un casón de lujo». Un cerdo grande, amarrado
por una pezuña trasera, estaba tendido en mitad del camino de entrada, y un
surtido de ovejas y cabras vagaban libremente por el jardín delantero. También
había un perro de tres patas, que gruñía a las visitas cuando éstas pasaban ante
él con precaución, y otras mascotas y amigos de Manson repartidos por la casa
propiamente dicha. El cuarto de estar, el dormitorio y el estudio de Wilson
habían sido «demolidos». Su nuevo Mercedes Benz de 20.000 dólares, que uno de
los socios de Manson acababa de estrellar contra un barranco, yacía en el
garaje, sin reparación posible.
A través de Wilson, Manson conoció a una
serie de personas de la profesión musical y aledaños, Terry Melcher entre ellas.
El productor de 26 años, hijo de la actriz Doris Day, había conocido algún éxito
profesional con grupos como los Byrds, pero últimamente le había dado por
someter a prueba, reconoció él más tarde, «más o menos a cualquiera que tuviera
una guitarra». Entre éstos estaba Manson. Melcher acabó conduciendo en dos
ocasiones hasta la nueva residencia de la Familia, un ruinoso decorado de
películas de vaqueros llamado Rancho Spahn, para ver actuar a Manson y sus
amigos. Más tarde describió su reacción como «poco entusiasta». En la segunda
ocasión, Wilson había llevado a Melcher de regreso a la casa de Cielo Drive, y
Manson se había unido a la excursión, cantando y tocando su guitarra durante los
cuarenta minutos que duró el viaje. Wilson había dejado a Melcher en la verja y
luego había llevado a Manson de regreso al centro de la ciudad. Poco tiempo
después, Melcher y Candice Bergen habían decidido súbitamente abandonar su
apartada finca de las colinas para instalarse en un chalé de primera línea de
mar del que era propietaria la madre de él. Nada de esto se consideró digno de
mención cuando los Polanski firmaron su contrato de arrendamiento en febrero de
1969, e incluso Wilson pensaba ya que «Charlie no [era] más que uno de esos tíos
marginales que abundan en Los Angeles». Cinco semanas después, Sharon se
encontró cara a cara con Manson, cuando éste regresó a Cielo Drive buscando a
Melcher. Aunque el dueño de la casa le expulsó, en los meses siguientes Manson
apareció en la verja principal de la propiedad por lo menos en dos ocasiones
más, subiendo y bajando la colina en su buggy a toda velocidad, mientras
Tate se encontraba en Roma. Victor Tomei recuerda que para entonces, «Terry
estaba francamente paranoico con lo de Charlie», y tal vez con razón. El 30 de
julio, en su casa de la playa, Melcher recibió una nota que decía que Manson
había estado en la vecindad, y que le dolía que su «productor favorito» lo
estuviera evitando. A la mañana siguiente, la policía de Los Angeles acudió a un
domicilio de Old Topanga Road, situada a unas manzanas de la casa de Melcher en
Malibu. Encontraron el cadáver en descomposición de Gary Hinman, un hippy de 34
años y profesor de música ocasional, de quien sabían había visitado el Rancho
Spahn. Había muerto apuñalado.
***
Durante su estancia en Europa, los Polanski acordaron que
Wojtek Frytowski, el viejo amigo de Roman, se alojaría en su casa. El artista
siempre precario, que ahora tenía 32 años, se había instalado en Nueva York a
principios de 1968, y había fracasado conspicuamente en su intento de triunfar
como actor y como escritor. Un miembro de la comunidad polaca expatriada local,
Josef Oziecka, lo consideraba un personaje «que tenía algo de dibujo animado», y
que quería ser «más americano que los americanos»: acostumbraba a llevar
pantalones de campana, camisa abierta y una gorra desenfadadamente ladeada,
mientras «adoptaba el último argot [sin] llegar a dominarlo nunca». La única
perspectiva profesional real de Fryko seguía siendo el propio Polanski, quien un
año después demostró una encomiable lealtad cuando le confió al parecer una
serie de proyectos de investigación para su película sobre delfines asesinos. El
informe policial sobre Frykowski señaló después: «No tenía ningún medio de vida.
[...] Consumía concaína, mescalina, LSD, marihuana y hachís en cantidades
elevadas. [...] Era extrovertido e invitaba a casi todo el que conocía a
visitarle en su vivienda. Las fiestas narcóticas estaban a la orden del día».
Durante su estancia en Nueva York, Frykowski había conocido a una
asistente social de 24 años llamada Abigail (“Gibby”) Folger, la heredera de la
fortuna del café Folger. La suya no fue la más fácil de las relaciones, en gran
parte gracias a las drogas, aunque Fryko llegó a proponer matrimonio por lo
menos una vez. En agosto de 1968, la pareja cruzó Estados Unidos por carretera y
alquiló una casita en el número 2.774 de Woodstock Road, en la zona más alta de
Beverly Hills. La residencia, a la que sólo se podía acceder a través de una
«carretera estrecha y muy tortuosa», apareció ante un visitante, en su escarpado
aislamiento, como «una especie de versión mini de Cielo Drive». Aunque de
aspecto bastante vulgar, sobre todo comparada con las estrellas de cine amigas
de los Polanski en cuya compañía «adoraba» estar, Folger era mucho más que una
mera groupie de Hollywood. Mientras estuvo en Los Angeles siguió
trabajando para el departamento de asistencia social del condado, levantándose
todos los días laborables antes del amanecer para conducir hasta los peores
guetos de la ciudad. También parece haber sentido un afecto sincero por Tate y
por Jay Sebring –invirtió 3.700 dólares en el negocio de peluquerías-. Algunos
amigos pensaban que en el verano de 1969, Folger se había empezado a cansar de
Frykowski, y que se sentía especialmente preocupada por su cocainomanía
compartida.
Polanski, por su parte, pareció llegar a simpatizar con la
idea de su inminente paternidad, aunque, como comenta él mismo en uno de esos
sinceros incisos de sus memorias, «el amor y la ternura que sentía por [la
embarazada Tate] iban de la mano de una incapacidad total para hacerle el amor».
Para llenar este vacío seguía persiguiendo a una impresionante variedad de
mujeres jóvenes, aunque sólo fuera como acompañantes de sociedad. En su mayor
parte, estas starlettes y modelos del Whisky à Go-Go o de las páginas de la
revista “Spotlight” sabían muy bien lo que se esperaba de ellas, y estaban más
que encantadas de darlo. No necesitaban cortejo ni preliminares. Entre estas
cortas relaciones de Polanski hubo una con una aspirante a actriz a la que se
recuerda sólo por el nombre de Lola, y otra con Michelle Phillips, la mujer, ya
separada, del cantante de The Mamas & the Papas, John Phillips. Ninguna de
ellas parece haber sido una falta completamente aislada, esa primavera, a los
votos matrimoniales del director, aunque debemos subrayar que esto no afectó en
modo alguno, necesariamente, a su compromiso más general con su mujer, o a una
situación que evidentemente funcionaba para su mutua satisfacción. La propia
Tate solía contar una historia, siempre con un buen humor excepcional, sobre una
ocasión en que Polanski iba conduciendo su Ferrari por Sunset Boulevard cuando,
al descubrir a una chica guapa caminando ante él, gritó: «Señorita, qué bo-ni-to
culo tiene usted». Sólo cuando la chica se giró reconoció a su mujer.
Durante los ensayos de La semilla del diablo, Polanski había
convencido a la Paramount para que le prestara uno de los primeros aparatos de
vídeo que salieron al mercado comercial, para poder grabar escenas y ponérselas
a los actores. Cuando el rodaje terminó, el estudio accedió a venderle la
máquina con un descuento. Polanski instaló su nuevo juguete en Cielo Drive,
donde, con el conocimiento y consentimiento pleno de los participantes, rodó una
serie de indiscretas películas caseras, así como un largometraje bastante más
sorprendente. Cuando la policía acudió más tarde a registrar la propiedad,
encontró una lata de metal sin referencia, escondida bajo unos cojines en la
galería del cuarto de estar. Los agentes se llevaron la lata al centro de la
ciudad, donde descubrieron que contenía un carrete de película en el que
aparecían Polanski y Tate, antes del embarazo, haciendo el amor. A pesar de que
más tarde se dijo que las autoridades también se habían incautado de «una amplia
colección de material pornográfico» en la casa, en el que aparecían «personajes
famosos de Hollywood en acción», las únicas fotografías ligeramente inusuales
fueron, aparte de aquellas, una colección de retratos de boda de enero de 1968,
en los que Polanski había garabateado algunos comentarios despectivos sobre su
propio aspecto.
Aparte de las frustraciones profesionales y personales
del director, éste llevaba, según cuentan que escribió en carta a un familiar de
Cracovia, spokojny: «un rumbo estable». Todos los testimonios directos
sobre el matrimonio de los Polanski lo describen como la época más feliz en la
vida de los dos. Sharon estaba, al parecer, absorta en la perspectiva de la
maternidad y notablemente relajada sobre las aventuras extracurriculares de su
marido. A ella también le gustaba estar en contacto con algunos de sus ex
novios, entre ellos David Hemmings y Jay Sebring. Roman, por su parte, decía a
sus amigos que estaba superando su viejo miedo al compromiso, así como esa
«obsesión polaca» de que «cuando las cosas van bien, tengo una sensación
terrible». «¡Rock and roll!», solía gritar en sus momentos más
optimistas, en el verano de 1969; o si no, «Yeah, baby».
***
Después de su deportación efectiva de Roma, Polanski se
dispuso a pasar varias semanas trabajando en The Day of the Dolphin, como
ahora se llamaba ésta, en su casa de los mews de Londres. La pérdida al
menos temporal de su pasaporte polaco también le obligó a reflexionar sobre la
cuestión de su nacionalidad. Aunque el director llevaba ya cinco años viviendo
en Gran Bretaña, de forma intermitente, parecía que ahora debería demostrar que
era una persona «de buena reputación», entre otras cualificaciones, antes de
convertirse en súbdito. En algún momento de aquel verano se le ocurrió que,
habiendo nacido en París, la ciudadanía francesa podía ser una apuesta más
segura para él. Este paso «de pura conveniencia» (que luego decidió no intentar
durante varios años más) acabaría resultando uno de los mayores golpes de suerte
de la vida de Polanski.
Mientras tanto, los numerosos problemas que
suponía hacer que los delfines hablaran entre sí sobre su plan de asesinato
presidencial se prolongó durante junio y julio. El interés de Polanski por
dirigir la película disminuyó apreciablemente cuando se sentó en la calle
Wardour una mañana para escuchar una grabación de archivo sonoro de las
criaturas comunicándose en su idioma nativo. Alrededor de diez minutos después
se quitó los auriculares despacio, se encogió de hombros con gesto de
desesperación y finalmente murmuró: «En fin, haré lo que pueda». (Resumiendo el
problema luego ante un colega, comentó: «Chillidos, gruñidos, ¿qué coño? Se van
a reír de nosotros»). Tampoco le gustaba el primer borrador del guión. Ni a la
United Artists. El estudio ya había empezado a prevender la película como un
«thriller de suspense erótico», y en lo que hubiera sido un calendario infernal
estaba decidido a estrenarlo antes de Navidad, «cueste lo que cueste». Con un
presupuesto calculado en más de cuatro millones de dólares en juego, alguien de
los despachos centrales habló con Robert Towne, el salvaguiones al que Warren
Beatty había llamado en un momento similar de Bonnie y Clyde. Al no estar
disponible Towne, Polanski reclutó a un joven autor norteamericano llamado
Michael Braun, que se instaló en un pequeño estudio del piso superior de West
Eaton Place Mews durante algunos de los días de julio más calurosos que se
recordaban.
En Los Angeles, Frykowski permanecía colgado del teléfono,
haciendo lo que él insistía en llamar «labores de producción» para Polanski.
Cuando, de vez en cuando, una llamada en particular movía a Fryko a la acción,
éste era muy capaz de correr a su coche y desaparecer con destino a puntos
indeterminados de la ciudad durante doce horas seguidas. En una mañana de éstas
atropelló y mató accidentalmente al querido perrito de Tate, Dr. Sapirstein. En
Roma, Polanski, prudentemente, sólo le dijo a su mujer que el perro había
«desaparecido», y enseguida adquirió un sustituto. Un mes después, la mascota
acompañó a su nuevo dueño en una travesía por mar y tierra hasta Cielo Drive,
donde se incorporó a una colección de quince o veinte gatos -nadie había hecho
un inventario completo- que Terry Melcher había dejado atrás. Con una
generosidad y una sensibilidad que podrían haber sorprendido a sus críticos,
Polanski también le compró a Tate un segundo obsequio: un Rolls Royce Dawn
clásico, que apenas podía permitirse, pero que insistió en que ella merecía, ya
como (las versiones varían) regalo de primer aniversario de boda tardío o como
«prima de maternidad» (1).
Como ha dicho John Phillips, «el matrimonio
de Roman y Sharon era estupendo, y ellos nos lo decían a menudo». Cada vez que
Polanski se tomaba un descanso del guión de Day of the Dolphin, parecía
no hacer otra cosa que alabar a su «bella» y «exuberantemente embarazada» esposa
ante sus amigos. Incluso encontró tiempo para comer con su viejo adversario
Michael Klinger, quien halló a un hombre distinto del «cabrón brillante» que
había dirigido Repulsión y Callejón sin salida. En la segunda
semana de julio, Tate terminó por fin de sonorizar 12+1 y viajó a Londres
para reencontrarse con su marido. Salía de cuentas a mediados de agosto, cerca
del cumpleaños de Polanski, el día 18, y ninguna compañía aérea quería llevarla
al otro lado del Atlántico. Después de algunas acaloradas conversaciones al
respecto con su agencia de viajes británica, Polanski decidió reservar un pasaje
para Tate en el “QE2”, prometiendo que se encontraría con ella en Los
Angeles a principios de agosto, tan pronto como se lo permitiera The Day of
the Dolphin.
En una perfecta mañana de verano, Polanksi condujo
hasta Southampton y acompañó a su mujer hasta el interior del barco. A pesar de,
o debido a, su gloriosa felicidad, Polanksi dice que tenía la sensación de que
no volvería a verla nunca más. Después de «abrazarla con fuerza, mientras
[Sharon] apretaba su vientre contra mí como no lo había hecho nunca», Polanski
condujo de regreso hasta Londres, hasta una fiesta en casa de Victor Lownes,
donde coqueteó desganadamente con algunas chicas, «mientras Victor se tiraba a
una tía en su habitación».
El lunes 21 de julio, el hombre caminó por la
Luna por primera vez. Polanski vio el acontecimiento por televisión, en West
Eaton Place Mews, y dedicó el resto de la semana a continuas reuniones de guión
con Michael Braun y el diseñador Richard Sylbert. El día 25 supo que la embajada
estadounidense tenía «la intención de aceptar» su solicitud de permiso de
trabajo para Marie Lee, una niñera inglesa a la que Tate había contratado para
cuidar al bebé. La aprobación definitiva del visado de Lee dependía de que
Polanksi informara satisfactoriamente a la embajada sobre el «estado de su
residencia presente y futura». La entrevista que siguió, de tres cuartos de hora
de duración, se celebró, por lo visto, con un funcionario y él de pie en el
pasillo, bajo un retrato del presidente Nixon. Parece que no aprovechó la
ocasión para obtener la renovación de su propio visado de entrada a Estados
Unidos. Tate y su perro Prudence, entre tanto, habían llegado con bien a Cielo
Drive, que estaba sufriendo una ola de calor californiano. En la primera semana
de agosto Sharon hizo una serie de llamadas telefónicas a Londres, protestando,
medio jocosamente, por que Roman la hubiera dejado sola en la casa con Frykowski
y Folger. Fryko y sus contactos narcóticos solían estar en un extremo de la
casa, un decorador llamado Frank Guerrero en el otro, pintando el cuarto del
niño. William Garretson, el encargado, salió a la piscina una mañana temprano y
encontró a Frykowski y a dos hombres más haciendo fotografías de una desconocida
mujer desnuda. Después de escuchar las protestas de ella, Polanski le recordó a
su esposa, y decía la verdad, que se había comprometido a terminar aquel guión.
En una de las últimas llamadas entre ambos, Tate anunció que le había
matriculado en un curso para futuros padres, que empezaba el 18 de agosto, el
día, casualmente, en que Polanski cumplía 36 años. Polanski sospechó, con razón,
que aquél era el plazo que le daba para regresar.
El 8 de agosto,
viernes, Polanski llamó y habló con Tate durante treinta o cuarenta minutos. Una
asistenta llamada Winifred Chapman estaba trabajando en Cielo Drive y escuchó un
lado de la conversación. Sharon seguía preocupada por la «fecha límite» de su
marido, como ella decía, y le dijo enfáticamente que quería sacar de la casa,
«sin ofenderlos», a Frykowski y a Folger. Polanski, al parecer, decidió en ese
instante que solicitaría su visado norteamericano cuando abriera la embajada el
lunes por la mañana y que regresaría esa misma semana, el 12 o 13 de agosto,
seguramente. Tate, «encantada», le comunicó la noticia a Winifred Chapman. En
ese momento era mediodía en Los Angeles.
Alrededor de media hora
después, dos amigas de Tate, Joanna Pettet y Barbara Lewis, llegaron a Cielo
Drive para comer. Sharon, por lo visto, dedicó buena parte de una hora a
lamentar la ausencia de su marido durante las tres últimas semanas. La reunión
se disolvió sobre las tres y media de la tarde. Winifred Chapman, el decorador
Frank Guerrero y dos jardineros que trabajaban para Rudi Altobelli abandonaron
la casa en el curso de aquella tarde. Contrariamente a muchas informaciones
publicadas, aquella noche no se proyectaba celebrar fiesta alguna en Cielo
Drive, y por tanto gente como Frank Sinatra, Kirk Douglas, Steve McQueen, Peter
Sellers, Bruce Lee y Jerzy Kosinski no declinaron misteriosamente la invitación
en el último momento, aunque la hermana de Tate, Debra, de 16 años, preguntó si
podía acercarse con unos amigos. Sharon dijo que se sentía «cansada» y «gorda» y
que lo dejaran para otra ocasión. En torno a las siete y media de la tarde,
Tate, Frykowski y Gibby Folger se reunieron con Jay Sebring en el restaurante El
Coyote, en Beverly Boulevard, para cenar. Fryko se encontraba en el noveno día
de un continuo viaje de mescalina y discutió con Gibby durante toda la comida.
El grupo de cuatro condujo entonces hasta Cielo Drive por la sinuosa carretera
del cañón. A las diez, la señora Folger llamó a la casa y habló con su hija, a
la que encontró lúcida, pero «un poco colocada». En algún momento de las dos
horas siguientes, según parece, Tate se desnudó hasta quedarse en ropa interior
–el doble calvario del calor y el embarazo había liberado sus inhibiciones- y
llevó a cabo algunas labores domésticas antes de retirarse a su dormitorio,
donde Jay Sebring la acompañó. Sebring se sentó en un lado de la cama,
completamente vestido, fumando un porro. La habitación, pequeña y más bien
espartana, contenía una silla de madera, un televisor y un armario, sobre el
cual había un moisés de bebé. Abigail Folger estaba sentada en su habitación,
leyendo un libro. Frykowski se había desmayado en el sofá del cuarto de estar,
donde permanecía tumbado, cubierto en parte por una gran bandera norteamericana.
***
Unos treinta kilómetros al noroeste, en el Rancho Spahn,
Manson y su clan habían inventado un juego nuevo al que llamaban creepy-crawl
[abordaje silencioso]. Cinco o seis miembros de la Familia escogían
una casa al azar, en cualquier parte de un vecindario adinerado, la allanaban
mientras sus ocupantes estaban dormidos, y en silencio cambiaban los muebles de
sitio, de forma que el televisor, por ejemplo, acababa en la bañera. Durante
estas excursiones todos llevaban cuchillos. La casa de Terry Melcher había sido
“abordada” recientemente, y éste se había despertado para descubrir que un
telescopio y algunos discos de oro habían sido cambiados de sitio en su guarida
del piso superior.
En torno a las diez de la noche del 8 de agosto,
Manson salió por la puerta giratoria de la cantina de antiguo decorado
cinematográfico del rancho, paseó su mirada por la Familia reunida bajo el
resplandor de la lámpara klieg, y despacio, señaló a cuatro de ellos, uno por
uno. Se trataba de Charles “Tex” Watson, de 23 años, Patricia Krenwinkel (una de
las dos mujeres a las que Dennis Wilson había recogido en su coche quince meses
antes), de 21, Susan Atkins, de 21, y Linda Kasabian, de 20. Manson se llevó
aparte, al paseo entarimado, a cada uno de ellos, donde, paseando con sus botas
de vaquero raspadas, repitió su anuncio de aquel mismo día -«Helter Skelter está
aquí»-, antes de ordenarles que cogieran una muda de ropa y un cuchillo. Las
“tías” debían obedecer las órdenes del corpulento Watson, que había sido jugador
de fútbol. Convencidas ya de que Charles Manson era Jesucristo, ninguna de las
tres chicas protestó. Los cuatro montaron en un Ford oxidado, amarillo y blanco,
donde Susan Atkins observó que en el asiento trasero había un cortapernos, una
soga y un revólver de cañón largo. Cuando Watson empezó a alejarse, Manson
apareció de pronto ante ellos, parado ante los faros delanteros del coche, y
gritó: «Esperad». Entonces se inclinó ante la ventanilla delantera del lado del
copiloto y dijo: «Dejad una señal. Ya sabéis lo que podéis escribir, chicas.
Algo como brujil». Y los despachó con un gesto de la mano. Hasta que estuvieron
a alguna distancia de Benedict Canyon, Watson no comunicó a las mujeres, en
palabras de Atkins, que «iban a una casa de más arriba, que antes era de Terry
Melcher» y que él, Tex, no sólo había «reconocido» la propiedad con Manson,
conduciendo un moon hubby por las calles vecinas, sino que incluso habían
estado en la casa principal, en un infructuoso intento de que Melcher les
prestara dinero. Según Linda Kasabian, Watson no llegó a mencionar su destino,
el lugar que, suponía ella, iba a ser el escenario de otro abordaje silencioso.
Éste repitió, sin embargo, que él y Manson se habían llegado a la casa y que él
«conocía el lugar». A continuación, y a pesar de estas seguridades, Watson se
había perdido en algún punto del oscuro laberinto de calles que rodeaban Cielo
Drive. Fue «jodido» localizar la alta casa. Cuando encontraron el desvío y
aparcaron delante de las luces de Navidad del número 10.050 eran casi las doce
de la noche. Sin hablar, Watson sacó las tijeras del asiento trasero, bajó del
coche, trepó al poste telefónico y cortó el alambre, que cayó sobre el morro del
vehículo con un ruido metálico. No hubo ruido o reacción alguna en el interior
de la casa. Un minuto después, los cuatro miembros de la Familia bajaron un
terraplén frondoso hasta el lado de la verja y entraron en la finca, apretando
los cuchillos entre los dientes.
Mientras corrían agachados, en fila
india, hacia la casa, Watson vio los faros de un coche acercándose a ellos por
el camino de entrada. Distinguió una «chatarra cuadrada » (un Rambler de 1965,
en realidad), que le pareció incongruente entre todos los Ferraris y Porsches
estacionados a su alrededor. Lo conducía un tal Steven Parent, un chico de 18
años, con gafas, que había dejado los estudios y tenía la gran desgracia de
haber acudido a visitar al encargado, William Garretson, en su casa de
invitados, situado al fondo de la propiedad. No tenía relación con los Polanski.
Watson se acercó al coche y gritó: «Alto», después de lo cual Atkins escuchó
«otra voz, masculina», decir, «Por favor, no me hagáis daño» y «No diré nada».
Watson metió la mano por la ventanilla abierta del conductor y rajó el brazo
izquierdo de Parent. A continuación le disparó cuatro veces. Murió en el acto.
Tampoco ahora hubo reacción del interior de la casa, aunque Linda Kasabian
insistió más tarde en que el asesinato de Parent, el primer anuncio de la
matanza de aquella noche, la había dejado «anestesiada». Cuando llegaron a la
casa, Watson rasgó un mosquitero sobre la ventana del comedor, saltó al interior
y abrió la puerta principal para Krenwinkel y Atkins. A Kasabian, que había
empezado a temblar violentamente, le dijo que los esperara en el coche. Pasando
ante el Rambler, en el que el cadáver de Steven Parent aparecía derrumbado,
cubierto de sangre, ésta se encerró en el asiento trasero del Ford. Un par de
minutos después apareció Krenwinkel saltando, pidió a Kasabian que le dejara su
cuchillo y le dijo, con una amplia sonrisa, que «estuviera atenta a los ruidos».
Watson, Krenwinkel y Atkins localizaron el cuarto de estar, donde
encontraron a Wojtek Frykowski en posición supina. Con la notable excepción del
asesinato de Parent, la noche hasta entonces había transcurrido de una forma muy
similar a otros abordajes silenciosos de la Familia. Watson despertó a Frykowski
hincándole el cañón de su revólver. Frykowski estiró los brazos, abrió los ojos
y, sin comprender todavía lo que le estaba pasando, preguntó perezosamente:
«¿Qué hora es?». Watson le puso la pistola en la cara y dijo: «No te muevas o
estás muerto». Ante esto, Frykowski se espabiló de golpe y preguntó a Watson:
«¿Quiénes sois y qué estáis haciendo?».
La respuesta de Watson fue
escalofriante. «Yo soy el diablo, y estoy aquí para hacer lo que hace el
diablo».
A una orden de Watson, Krenwinkel y Atkins empezaron a
registrar el resto de la casa, aunque, providencialmente para William Garretson,
pasaron por alto la casa de invitados. Atkins puso un cuchillo en el cuello de
Abigail Folger y la obligó a dirigirse al cuarto de estar. Aquí, Watson y
Krenwinkel habían atado a Frykowski, que les preguntó, con esperanza menguante:
«Esto es algún jueguecito de Roman, ¿no?». Atkins se internó en el pasillo otra
vez y volvió con Tate y Sebring, que hasta ese punto, por lo visto, no habían
visto ni oído nada extraño. Ninguno de los cuatro ofrecieron resistencia alguna.
Atkins dijo más tarde que la expresión de sus caras era de «petrificación».
Watson echó un vistazo a los tres recién llegados, una mujer muy
embarazada en ropa interior, una segunda joven en camisón y la delgada figura de
Jay Sebring, y les ordenó que se tumbaran boca abajo delante de la chimenea.
Sebring exigió que a Tate se le permitiera sentarse. Ante esto, Watson rodeó el
sofá y le pegó un tiro en la espalda. Tate y Folger empezaron a gritar y Watson,
en una especie de vuelco emocional, les preguntó serenamente si tenían dinero.
Folger se recobró lo suficiente para volver a su habitación con Atkins, donde
sacudió su bolso hasta vaciarlo y encontró 72 dólares, o el equivalente de poco
más de 14 dólares por víctima. Atkins y sus colaboradores se las arreglaron para
pasar por alto las joyas del grupo, incluido el reloj Cartier de Sebring, de
1.500 dólares, y la alianza de bodas de 22 quilates de Sharon Tate.
Cuando volvieron al cuarto de estar, Watson ordenó a Atkins que volviera
a atar las manos de Frykowski con una toalla; mientras ésta lo hacía así, Watson
cogió la soga, la ató alrededor de los cuellos de Tate y Folger, la enrolló en
torno al cuerpo de Sebring, lanzó el cabo sobre una viga vista y tiró de ella,
arrastrando a Tate y a Folger hasta ponerlas de pie. Atkins observó más tarde
que las dos mujeres habían «experimentado algunos cambios» mientras luchaban por
evitar la estrangulación. Al cabo de unos instantes, Tate consiguió jadear:
«¿Qué vais a hacer con nosotros?». «Vais a morir todos», contestó Watson. Los
gritos que emitieron entonces las mujeres quedaron sofocados cuando él tiró con
más fuerza de los lazos que rodeaban sus gargantas.
Entre una mezcla
«sobrenatural» de las risitas y los chillidos que le rodeaban, Frykowski empezó
a debatirse encima del sofá, intentando liberar sus manos. Watson ordenó a
Atkins que lo matara. Mientras ésta preparaba el cuchillo, Frykowski, en
palabras de Atkins, «me derribó de un golpe, y yo le agarré como pude. Entonces
empezó una pelea por mi vida y de él por la suya. [...] De alguna manera
consiguió agarrarme del pelo y tiró muy fuerte, mientras yo gritaba para que Tex
me ayudara. [...] De alguna manera [Frykowski] se puso detrás de mí, yo tenía el
cuchillo en la mano derecha.. y yo estaba... estaba... no sé donde estaba, pero
no hacía más que agitar el cuchillo, y recuerdo que le di a algo cuatro, cinco
veces, repetidamente, detrás de mí».
Frykowski consiguió liberarse y
tambalearse hacia la puerta principal, donde fue interceptado por Watson. Los
dos hombres habían empezado a gritar roncamente, en una atmósfera que luego
Atkins comparó con la de un matadero. Los ojos de Watson sobresalían de la
espesa capa de sangre que salpicaba su cara. Disparó dos veces sobre Frykowski,
le golpeó en la cabeza con fuerza suficiente para romper la culata de su arma y
empezó a apuñalarlo repetidamente. Dándolo por muerto, Watson se separó y volvió
corriendo al cuarto de estar. Pero Frykowski consiguió cruzar el porche a gatas
y alcanzar el césped a trompicones, donde se encontró cara a cara con Linda
Kasabian.
Kasabian, en un aparente ataque de arrepentimiento, había
bajado del coche y había corrido a la casa, para rogar a Watson y las dos
mujeres que «pararan». Cuando llegó al porche delantero, «un hombre, un hombre
alto, estaba saliendo por la puerta, tambaleándose, y tenía la cabeza cubierta
de sangre, y estaba de pie junto a un poste, y nos miramos a la cara durante un
minuto, no sé durante cuánto tiempo, y yo dije: “Ay, Dios, lo siento”; entonces,
Frykowski cayó al suelo. En los hechos de pesadilla que siguieron, Kasabian vio
a una mujer con un camisón blanco avanzando a trompicones por el césped, unos
metros a su izquierda. Krenwinkel la perseguía, con un cuchillo alzado en la
mano. Abigail Folger, ya herida de muerte, había encontrado fuerzas para escapar
del cuarto del estar y dar unos pasos vacilantes hasta el jardín. Entonces
Watson la agarró por el pelo y con su cuchillo empezó a rajarla. Recibió un
total de veintiocho puñaladas. Las últimas palabras de Folger fueron: «Me rindo.
Ya estoy muerta. Tomadme».
De alguna manera, Wojtek Frykowski consiguió
incorporarse y atravesar un pequeño seto que corría ante la casa, donde de nuevo
cayó al suelo. Permaneció unos momentos tendido sobre la hierba cálida,
murmurando débilmente una frase en polaco. Watson cruzó el césped y y cayó sobre
Frykowski con la pistola rota en una mano y el cuchillo en la otra. Al término
del frenético ataque que vino entonces, Watson se incorporó y pateó a su víctima
en la cara. Además de dos disparos, Frykowski había recibido trece golpes en la
cabeza y cincuenta y una puñaladas.
Sharon Tate fue la última en morir.
En el caos de la huida de Frykowski y Folger del cuarto de estar, Jay Sebring,
al que los asesinos habían dado por muerto, se había reanimado y había reptado
unos centímetros hacia su derecha, hacia la puerta trasera de la casa. Volviendo
al interior, Watson, según Susan Atkins, «se inclinó [y] le dio a Jay con saña
en la espalda». Sebring recibió siete cuchilladas, por lo menos tres de ellas
fatales, y murió desangrado. Años más tarde tuvo lugar un macabro debate público
entre Watson y Atkins sobre la identidad exacta de aquél que había cometido el
último asesinato. La versión más comúnmente aceptada es que Atkins atenazó el
cuello de Tate con su brazo, arrastrándola hasta el sofá ensangrentado, y que
Tate empezó a suplicar por su vida. En palabras, de nuevo, de Atkins, «la miré y
dije: “Mujer, no tengo piedad de ti”».
Watson ordenó entonces a Atkins
que matara a Tate, que gritaba: «No, por favor. No quiero morir. Quiero vivir.
Quiero tener a mi hijo. Quiero tener a mi hijo». Atkins, en una confesión de la
que luego se retractaría en parte, declaró que en ese momento hincó el cuchillo
directamente en el vientre de Tate (la autopsia determinó que en realidad los
impactos habían apuntado a la caja torácica, donde penetraron el corazón y los
pulmones de Tate). «La primera vez que la apuñalé me sentí muy bien, y cuando me
gritó sentí algo, como un subidón, y la apuñalé otra vez», recordó Atkins.
Entonces Watson cayó sobre Tate, llevando su cuchillo a su pecho una y otra vez,
hasta una docena, aproximadamente. Entonces, Atkins la apuñaló otra vez en el
diafragma, mientras la asaltaba la idea macabra de extraer el feto y llevárselo
a Manson a modo de trofeo. Pero el cuchillo de Atkins se había atascado, y
Watson, en la puerta, gritó: «Vámonos». Tate fue apuñalada un total de dieciséis
veces. Sus últimas palabras fueron: «Mamá, mamá».
Watson y sus dos
cómplices ensangrentadas salieron tranquilamente al jardín, donde se les unió
Linda Kasabian. Los tres sonreían y reían, recordó Kasabian después, según
cuentan, «como si aquello fuera un juego». Mientras se alejaban de la casa,
Watson se acordó de lo que había dicho Manson y ordenó a Atkins que volviera a
la casa y escribiera «algo brujil» en la puerta. Atkins regresó al cuarto de
estar, donde cogió la toalla que se había usado para atar a Frykowski y se
acercó a Tate, que estaba tendida sobre su costado izquierdo, ante la chimenea,
con las piernas encogidas sobre su estómago, en posición fetal. Mientras se
inclinaba sobre el cuerpo, Atkins oyó «un sonido ahogado». De nuevo pensó en
extraer al bebé, pero en cambio untó la toalla en la sangre de Tate, regresó a
la puerta principal y pintó en ella la palabra “CERDO”. Entonces tiró la toalla
por encima de su hombro, hacia el cuarto de estar, donde cayó sobre la cara de
Jay Sebring, y regresó al coche atravesando la verja, que ahora estaba abierta.
Durante el desenfadado viaje de regreso al Rancho Spahn se detuvieron
varias veces. Tras cambiarse de ropa durante el camino, mientras una de las
chicas sostenía el volante para Watson, aparcaron en un tramo de carretera
convenientemente oscuro, tres kilómetros a lo largo de Benedict Canyon, donde
Kasabian bajó y «tiró las cosas de todos, que goteaban sangre», por un barranco,
donde un equipo de informativos de televisión los encontró cuatro meses después.
La pistola y los cuchillos fueron arrojados en dos o tres puntos distintos del
trayecto al norte a través de los barrios residenciales de Sherman Oaks y Van
Nuys. Los miembros de la Familia pararon entonces en una calle residencial y
usaron una manguera de jardín para limpiarse los restos de sangre. Un hombre y
una mujer habían salido de la casa para reprenderlos, pero Watson y las tres
chicas, entre mucha hilaridad, habían saltado al coche y se habían alejado a
toda velocidad, antes de que los amonestaran. Los cuatro pararon por última vez
en una gasolinera de 24 horas, donde buscaron manchas de sangre una vez más,
antes de llegar, a eso de las dos de la madrugada, a su refugio del desierto.
También dominaba un humor festivo en el Rancho Spahn, donde encontraron
a Charles Manson bailando desnudo frente al paseo entarimado, con una acólita.
Tras despachar a la mujer, Manson se acercó al coche, se inclinó hacia el
interior y después de escuchar un breve informe, les hizo a todos, uno por uno,
una pregunta que él conocía bien de sus numerosas comparecencias judiciales:
«¿Sentís algún remordimiento?». Le aseguraron que no. Entonces, Manson ordenó a
las tres chicas que se fueran a la cama y que no les dijeran «nada a los demás».
Susan Atkins declaró más tarde que se había sentido «eufórica [...] en paz
conmigo misma», aunque todavía estaba indignada con Frykowski por «hacerme daño
en el pelo» en su lucha de muerte. Cuando estuvieron solos, Manson pidió a
Watson un relato más detallado de lo que había ocurrido. Watson le dijo que,
aunque había habido «mucho pánico», todo había «salido perfecto » y que, en
suma, «desde luego ha sido Helter Skelter [el Caos]».
La expresión, una
horrenda tergiversación del título de una canción del White Album de los
Beatles, era el nombre oficial de Manson para una campaña de «terror de
guerrilla urbana». Algunos detalles variaban, pero la base de la idea era que
«el hombre negro se alz[aría] y atacar[ía] al blanco». En vista de que el
«hombre negro» era reacio a obrar por su cuenta, Manson decidió, en algún
momento de principios de verano de 1959, desencadenar personalmente la guerra de
razas. Un adlátere llamado Danny DeCarlo escuchó «a Charlie predicar aquello sin
cesar [...] El karma está cambiando, ahora les toca dominar a los negros». Según
el ex miembro de la familia Brooks Poston, «Helter Skelter era lo que [Manson]
llamaba la sublevación negra. [...] Decía que los negros iban a sublevarse y
matar a todos los blancos, menos los que se escond[ían] en el desierto». Un
tiempo antes, Manson le había dicho a Poston: «Cuando llegue Hel ter Skelter, en
las ciudades será la histeria en masa y los cerdos [la policía] no sabrán qué
hacer, y el [sistema] caerá y el hombre negro dominará. [...] Y entonces
empezará la batalla de Armagedón». Manson y su clan se limitarían a esperar
acontecimientos en el Rancho Spahn, mientras la Bestia -«Aquél que traerá la
conflagración y la oscuridad finales, y que hará que emane de la tierra un gran
hedor»- llevaba Su caos a las calles del gran Los Angeles. Y no es que para
Manson la reparación de las desigualdades raciales per se fuera una
consideración primordial. En palabras de otro miembro de la Familia, Paul
Watkins: «Según Charlie, entonces los negros dirían: “Yo he hecho mi parte. Los
he matado a todos, y ahora estoy cansado de matar. Se acabó”. Y entonces Charlie
rascaría la crespa cabeza del negro, le daría una patada en el culo y le diría
que se fuera a recoger algodón y que fuera un buen negro. [...] Y entonces el
mundo sería nuestro. No habría nadie más, sólo nosotros y los criados negros».
Hasta donde es posible inferir, las tres fuentes principales de la
filosofía de Manson eran la Cienciología, la Biblia y los Beatles, a todos los
cuales citaba profusamente, aunque con intención selectiva. También sentía un
interés superficial por la Historia, y particularmente por los años 1933-45.
Brooks Poston recordó que «Charlie decía que Hitler era un tío receptivo, que
había equilibrado el karma de los judíos». Manson y sus seguidores, por
supuesto, también tenían amplios conocimientos sobre las drogas: la hierba, el
peyote y el LSD circulaban ampliamente en el Rancho Spahn, aunque la teoría de
que los asesinatos fueron cometidos por «una secta satánica atiborrada de
ácido», como dijo el “Herald Examiner”, está muy descaminada. En su declaración
jurada, Susan Atkins afirmó taxativamente que «ninguno de nosotros estábamos
bajo la influencia del LSD ni de ninguna otra droga», una aseveración que luego
corroboraron Watson y Kasabian. Un tiempo antes de conocer a Manson, Atkins
había sido discípula de un tal Anton LaVey, el fundador de la Primera Iglesia de
Satán, radicada en San Francisco. Como tal había participado en una Misa Negra
ante los fieles de LaVey, en la que había «tomado ácido» y luego se había
«tendido en un ataúd mientras flipaba». Atkins debía incorporarse al cabo de
unos minutos, pero más tarde explicó que «no quiso salir» y que la ceremonia «se
retrasó muchísimo» por esta causa. A principios de 1968 se había alejado de la
iglesia de LaVey y había estado trabajando en un bar como bailarina topless, la
profesión que ejercía en la época en que se incorporó a la Familia de Manson.
Hubo una segunda razón, más rutinaria, para la masacre de Cielo Drive.
Manson y Watson conocían la distribución de la finca por sus tratos con Terry
Melcher. La aislada situación de la vivienda, al final de una calle cortada, la
convertía en un «bombón» de casa, dijo Watson. Contrariamente a la mayoría de
las versiones, sin embargo, Manson sabía muy bien que Melcher había dejado la
casa unos meses antes de los asesinatos. Shahrokh Hatami, el fotógrafo que había
contestado a la llamada a la puerta de Cielo Drive en la tarde del 23 de marzo,
estaba seguro de que «Sharon estaba en el porche» en el momento en que el hombre
«bajo y delgado, [de] pelo largo estaba en el camino de entrada, a un par de
metros de distancia, como mucho, con «sólo aire» entre ellos. Tate había mirado
directamente al hombre que más tarde había ordenado matarla. Un par de minutos
después, Rudi Altobelli había interceptado al visitante, al que había
«reconocido inmediatamente» y le había preguntado qué quería. Manson le había
dicho que estaba buscando a Terry Melcher. Altobelli contestó que Melcher se
había instalado en «algún sitio de Malibu» y que de su contrato de arrendamiento
se habían hecho cargo «unos famosos del mundo del espectáculo» a los que no
había «que molestar». Aun así Manson, a lo que parece, no conocía las
identidades de los nuevos habitantes de la casa. Nadie en el Rancho Spahn
conocía los nombres “Polanski” y “Tate” hasta que los leyó en voz alta un
locutor de informativos la tarde del 9 de agosto, entre los ruidosos vítores de
los miembros de la Familia, que estaban viendo la televisión. Bastaba con que
las futuras víctimas fueran blancas y ricas: Manson también necesitaba dinero
(de ahí los 72 dólares) para pagar la fianza de un colaborador que estaba en la
cárcel (2).
El asesinato de Gary Hinman, un profesor de música adorador
de Buda, poco antes del de Tate y sus invitados, reveló por primera vez todo el
alcance del trastorno homicida de la Familia. Susan Atkins y dos cómplices,
Bobby Beausoleil y Mary Brunner, habían visitado a Hinman, un viejo amigo, el 26
de julio o un día cercano. Enseguida había estallado una discusión por dinero, y
Beausoleil había empezado a golpear a Hinman en la cabeza y en la cara con una
pistola. Entonces, Beausoleil había llamado a Manson por teléfono, al Rancho
Spahn, y le había dicho: «Tienes que venir, Charlie. Gary no colabora». Manson
había llegado al poco y «le había cortado una oreja a Gary de un tajo, con una
espada». Esto bastó para que Hinman cediera los títulos de propiedad de dos de
sus coches. Al ver que nuevos culatazos no producían ningún dinero contante,
Beausoleil había matado a Hinman a puñaladas. En la pared del cuarto de estar
escribió las palabras “CERDO POLÍTICO” con la sangre de la víctima.
Los
casi incalculablemente estúpidos asesinos habían lanzado con éxito Helter
Skelter, pues, pero manifiestamente habían dejado de eliminar del escenario del
crimen cualquiera de las huellas dactilares. En lugar de dinero habían sustraído
dos vehículos de Hinman y una colección de gaitas. Beausoleil se llevó este
característico instrumento al Rancho Spahn, y alegramente siguió llevando a
todas partes el cuchillo manchado de sangre. La policía había encontrado el
objeto cuando lo detuvo el 6 de agosto, dos días antes del caso Tate, mientras
conducía el coche de Hinman.
La noche del sábado 9 de agosto, Manson,
Watson, Atkins, Krenwinkel, Kasabian y dos miembros de la Familia llamados
Leslie Van Houten y “Clem” Grogan se habían amontonado en el Ford amarillo y
blanco y habían recorrido al azar las calles de Los Angeles, hasta detenerse en
el número 3.301 de Waverly Drive, no mucho más abajo del letrero de “Hollywood”,
en Griffith Park. Según Kasabian, el propio Manson había entrado en la casa,
había vuelto al coche unos diez minutos después y les había dicho a Watson, a
Krenwinkel y a Van Houten que dentro «había dos personas, y que las había
atado». Los tres esbirros entraron tranquilamente en la casa y mataron a
puñaladas al dueño, Leno LaBianca, de 44 años, y a su mujer, Rosemary, de 38. El
marido presentaba doce heridas de cuchillo y otras catorce efectuadas con un
tenedor de trinchar; la mujer había recibido cuarenta y una puñaladas y había
sido abandonada en el suelo del dormitorio, tendida boca abajo, con el camisón
enrollado en torno a la cintura, con las piernas y las nalgas al aire. Las dos
víctimas tenían una funda de almohada sobre la cabeza. Después de masacrar a los
LaBianca, sus asesinos se habían duchado juntos. A continuación se habían
servido sandía en la cocina. Después del tentempié, y antes de abandonar
definitivamente la casa, habían dejado nada menos que cuatro mensajes. Alguien
había tallado la palabra “GUERRA” en el abdomen desnudo de Leno LaBianca, y las
palabras “MUERTE A LOS CERDOS”, “ALZAOS” y “HEALTER SKELTER” [sic] fueron
halladas en las paredes y en la puerta de la nevera, escritas con
sangre.
(CONTINUACIÓN
del capítulo Manson)
Nota de la Redacción: Este texto corresponde a parte del capítulo
dedicado al asesinato de Sharon Tate y sus amigos por la
familia Manson
en el libro de
Christopher
Sandford,
Polanski.
Biografía (T&B Editores, 2009). Queremos
hacer constar nuestro agradecimiento a
T&B
Editores por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.