Obviamente el contraste va en detrimento de España, no en vano gran parte
de la contraposición la efectúa entre Madrid y dos capitales de la entidad de
Londres o París, extendiéndola también a Viena y ciudades alemanas. En realidad,
esta vuelta de Camba a su país es un nuevo viaje, por Madrid y por algunos otros
lugares de España (Galicia, País Vasco...), por las costumbres y hábitos
sociales, por la política y, sobre todo, por las nuevas condiciones de vida que
determinan la innovaciones en materia de confort. Es aquí donde el contraste es
más vivo. Desde que los edificios carecen de ascensores, pasando por las
comunicaciones terrestres, hasta la falta de calefacción en las casa y lugares
públicos... Camba se queja del negro panorama que observa. Parece como si nada
hubiera cambiado: sobreabundancia de curas y militares, dinero escaso, las ideas
que debaten los tertulianos son las mismas, la impuntualidad continua señoreando
la vida social, persiste la aguda diferencia de sexos, no ceja el acendrado
localismo y, el colmo, subsiste una concepción anacrónica del honor que puede
desembocar en desafíos a muerte (circunstancia que nunca cuaja).
Sin
embargo, no es del todo así. Es mucho lo que perdura para mal, pero también son
muy perceptibles los cambios cuando se leen con atención los irónicos textos del
periodista pontevedrés, quien no pretende confirmar una tesis de partida sino
describir una realidad en forma humorística, que de la sonrisa contenida en el
lector a veces empuja a la chispa de la carcajada. Sin ir más lejos está la
política. Continúan los oligarcas de siempre en primer plano (Maura, Romanones,
Dato, García Prieto, La Cierva, Alba, Sánchez de Toca...), el caciquismo en las
provincias, la búsqueda de la movilidad social a través de la carrera pública...
pero ya aparecen nuevos elementos como la necesidad extendida de la compra de
votos a buen precio (una novedad, por relativa que sea, ya que anteriormente el
derecho al sufragio universal, implantado para los varones en 1890, no se
valoraba por los electores y
los caciques se limitaban a
dar el pucherazo en sus distintas modalidades) y, lo que
es crucial, el voto urbano movilizado (un anticipo de las elecciones que
acabarán dándole el bote a Alfonso XIII en 1931), generalmente en favor de
partidos ajenos al sistema canovista, republicanos, socialistas y nacionalistas.
Estos últimos, también son una novedad en la modernización española, por
retrógrados que sean sus planteamientos.
En las capitales, Madrid es el
caso, pero podría ser Barcelona u otra gran ciudad, aparecen fenómenos como el
cine, los grandes hoteles, el baile en sus vertientes modernas, los teatros, la
propagación del teléfono, los
cabarets con mujeres extranjeras (un
detalle de exotismo europeizador), la notable presencia de los automóviles y los
atropellos, el arraigo de las prácticas deportivas, etc.... Todo un nuevo tipo
de entretenimientos que provocan cambios, en particular en la juventud. En el
aspecto de la socialización política, sobresale la pujante presencia de las
casas del pueblo, las librerías, los ateneos, las bibliotecas públicas, el auge
del sindicalismo, la amenaza de revolución (Octubre queda muy
cerca)...
Julio Camba es uno de los mejores
cronistas del periodismo español del siglo XX. Su humor, fino, irónico e
hilarante las más de las veces, de resultado sarcástico otras, es un motivo de
goce constante para quien disfruta de su fina y elegante prosa, nunca hiriente o
agria, que esconde el escepticismo desencantado de un
pesimista
La visita de poco más de un mes a
Galicia le basta para volver a la realidad del subdesarrollo y la emigración, de
unas pésimas comunicaciones por ferrocarril y carretera y para caracterizar a
Madrid como la
capital que es en realidad: un mercado de bienes
político-administrativos (cargos, obras, exenciones, prebendas...) que los
representantes de los distritos y los diversos intereses en pugna (agrarios,
portuarios, vinateros, ganaderos, universitarios...), los diputados, senadores y
sus amigos políticos, se disputan. Porque, Madrid, es esas páginas se ven bien
reflejado, no es un ente abstracto, ajeno a la realidad del país, sino todo lo
contrario. En la capital recalan todas las terminales de esos intereses,
colectivos e individuales, locales, comarcales y urbanos, gremiales y
culturales, etc., a través de los representantes políticos que, con mayor o peor
fortuna, canalizan las demandas de los distintos sectores. El faccionalismo que
Camba denuncia en el Parlamento, junto a la inestabilidad de las mayorías que
obligan a una constante rotación de los gobiernos, es en gran medida
consecuencia de este proceso de creciente peso e influencia de los intereses en
la política española.
El paseo, por Galicia y el País Vasco, le permite
obtener de primera mano información sobre las nacientes reclamaciones
nacionalistas, de las que se burla en relación con la invención e
instrumentación política de lo idiomas autóctonos, tanto del gallego como del
vascuence. Tampoco pasa por alto el deseo de autonomía de significados
representantes de Cataluña ni la presencia de “catalanes” (es decir,
nacionalistas o regionalistas) en el gobierno.
Por último, aunque en
términos generales no sepa apreciarlo en el aspecto cualitativo, ya que no
cuenta con la perspectiva histórica, a Camba no se le escapa la aparición de
verdaderos millonarios en Bilbao, vinculados a la industria de los altos hornos,
de la extracción de hierro y el entramado empresarial anejo al sector. También
observa entre asombrado y perplejo las ingentes sumas que se juega la gente de
alto copete en el casino de San Sebastián. En fin, junto con la carestía de la
vida, aparecen ante los ojos del lector las positivas consecuencias que tuvo la
Gran Guerra para el desarrollo de la economía española. Sin duda, España, con
todos los resabios que se quiera, estaba en el camino hacia la modernización
económica y política.
Julio Camba es uno de los mejores cronistas del
periodismo español del siglo XX. Su humor, fino, irónico e hilarante las más de
las veces, de resultado sarcástico otras, es un motivo de goce constante para
quien disfruta de su fina y elegante prosa, nunca hiriente o agria, que esconde
el escepticismo desencantado de un pesimista.