Sin embargo, la valoración de las instituciones por los economistas
preocupados por el crecimiento es más reciente, pues ha estado en buena medida
subordinada a la disponibilidad de datos cuantitativos sobre ellas. Durante la
última década han proliferado los estudios centrados en la elaboración de
indicadores institucionales, de manera que actualmente se dispone de información
cuantitativa, para un amplio número de países, sobre las libertades civiles,
derechos políticos, libertad económica, corrupción, capital social,
inestabilidad política e infraestructura institucional, tal como han destacado
en un excelente trabajo de síntesis los profesores de la Universidad de Zaragoza
José Aixalá y Gema Fabro [
Hacienda
Pública Española, nº 182 (3/2007)]. Y es a partir
de esta información como ha podido medirse la aportación de los factores
institucionales al crecimiento económico.
Los trabajos empíricos sobre
este asunto han constatado que, en general, existe una influencia relevante de
las instituciones en el crecimiento económico, de manera que la progresión en la
libertad económica o en las libertades civiles lo impulsan, en tanto que la
corrupción o la inestabilidad política operan en el sentido inverso, frenándolo.
Conviene señalar a este respecto que el consenso alcanzado por los
investigadores es muy amplio y que se cuenta con resultados muy robustos que
conceden a las instituciones un papel de primer orden en el desarrollo de la
economía.
Entre las instituciones que son más
relevantes para el desarrollo económico, las que se relacionan con la seguridad
jurídica tienen un relieve singular. Esas instituciones son esenciales para que
los empresarios tengan confianza en el cumplimiento de los contratos y en el
respeto a los derechos de propiedad. Ambos aspectos influyen poderosamente sobre
la inversión
En el caso de España,
una reciente investigación de Carlos Sebastián, Gregorio Serrano, Jerónimo Roca
y Javier Osés ha destacado que la modernización institucional ha sido muy
relevante para explicar el curso de la economía española durante el último medio
siglo, de tal forma que los períodos en los que las instituciones económicas
experimentaron una profunda transformación —como la década de 1950 y el comienzo
de los años sesenta, o también durante el período en el que se produjo la
integración en las Comunidades Europeas en la segunda mitad de los ochenta o en
la Unión Monetaria a finales de los noventa— se impulsó notablemente su
crecimiento. Pero estos profesores también advierten que, en la etapa más
reciente, a pesar de que ha han tenido lugar «algunos desarrollos
institucionales relevantes, especialmente en el sistema financiero, el atraso en
muchos otros aspectos ha podido ser uno de los factores que más ha contribuido a
la divergencia en productividad» con respecto a los países líderes.
Entre las instituciones que son más relevantes para el desarrollo
económico, las que se relacionan con la seguridad jurídica tienen un relieve
singular. Esas instituciones son esenciales para que los empresarios tengan
confianza en el cumplimiento de los contratos y en el respeto a los derechos de
propiedad. Ambos aspectos influyen poderosamente sobre la inversión, pues si el
marco jurídico es confiable —básicamente por estar bien definido, ser estable y
equitativo en el trato a los ciudadanos, sin reconocer privilegios, y contar con
los medios requeridos para el buen y rápido funcionamiento de la justicia— y la
propiedad se reconoce sin trabas, entonces puede haber la certeza de que el
rendimiento del capital comprometido en la actividad económica retribuirá el
esfuerzo y el riesgo asumido por los empresarios. El sistema judicial es, a este
respecto, una institución clave, pues como ya señaló Adam Smith en
La Riqueza
de las Naciones, «el Soberano —es decir, el Estado— (debe) proteger, hasta
donde sea posible, a los miembros de la sociedad contra las injusticias y
opresiones de cualquier otro componente de ella». Y, para ello, añade el autor
clásico, se han de cumplir dos requisitos: por una parte, la disponibilidad de
unos medios económicos que, por lo general, «constituyen una parte muy pequeña
en la totalidad de los gastos de gobierno» y que «no deben depender de la buena
voluntad o de la buena situación económica de esa rama del gobierno»; y, por
otra, la efectiva separación de poderes, pues «cuando el Poder judicial y el
ejecutivo se mantienen unidos, es casi imposible que la justicia no se
sacrifique con frecuencia a eso que vulgarmente se llama política».
En
España la Justicia presenta un estado lamentable. Carente de medios materiales y
humanos, organizada bajo criterios procesales heredados del siglo XIX y
gobernada por un Consejo determinado y a todas luces influido por el Poder
ejecutivo, se enfrenta a una extraordinaria litigiosidad —184,6 pleitos anuales
por cada 1.000 habitantes— al carecer el país de un suficiente desarrollo de las
instituciones de mediación y arbitraje en los conflictos jurídicos. Frente a esa
demanda, un total de 4.541 jueces —10,1 por cada 100.000 habitantes— tienen que
hacer el trabajo que en Alemania abordaría una plantilla de 11.160, en
Luxemburgo otra de 16.085 o, con más modestia de dotaciones, 7.546 magistrados
en Portugal. No sorprende, por ello, que más de la cuarta parte de los asuntos
que ingresan en los juzgados cada año se queden pendientes de resolución,
sumando en el último más de 2,4 millones. A los males tradicionales de la
Justicia se han añadido recientemente los derivados de la
fragmentación
del Estado, pues la transferencia de las competencias en
esta materia a buena parte de las
Comunidades
Autónomas ha dado lugar al aumento de la interinidad de
los funcionarios, la diferenciación salarial entre los dependientes de uno u
otro gobierno regional y, sobre todo, a la constitución de espacios
administrativo–judiciales estancos que carecen de la suficiente comunicación
entre ellos, entre otros motivos por operar con sistemas informáticos
incompatibles entre sí.
En apretada síntesis, parece que se
puede afirmar sin exageración alguna que el mal funcionamiento del Poder
Judicial supone, para España, un freno al desarrollo económico; y que ello hace
urgente la actuación política en esta materia con la finalidad de sacar a los
tribunales de su marasmo
Los empresarios
perciben esta situación como un estorbo para el buen funcionamiento de sus
actividades económicas. En una encuesta con la que se trata de establecer los
principales indicadores al respecto —realizada en 2006 por Carlos Sebastián y
sus colaboradores, y recogida en el libro que antes he citado— se obtienen los
resultados que paso a resumir: En primer lugar, algo más de la mitad de los
empresarios —el 52 por 100— consideran que la marcha de los tribunales es, en
España, un obstáculo para las actividades productivas. Sin embargo, la
jurisdicción laboral sale mejor parada, pues sólo un 38 por 100 de esos
empresarios la valoran negativamente. El principal defecto que se ve en la
justicia es su lentitud —lo que se destaca por seis de cada diez consultados—,
sin que ello implique que se considere que sus sentencias sean injustas —pues
sólo una cuarta parte de los entrevistados lo percibe así—. En cambio, la
lentitud si conduce a una sensación muy extendida de indefensión —en dos tercios
de los empresarios— que también se plasma en la idea de que el mal
funcionamiento de la justicia beneficia a los competidores que actúan de mala fe
—lo que se manifiesta por el 54 por 100 de los encuestados—. Y, como colofón,
todo ello conduce a que para siete de cada diez empresarios el estado actual de
la administración de justicia contribuya a incrementar los costes de las
empresas.
En apretada síntesis, por tanto, parece que se puede afirmar
sin exageración alguna que el mal funcionamiento del Poder Judicial supone, para
España, un freno al desarrollo económico; y que ello hace urgente la actuación
política en esta materia con la finalidad de sacar a los tribunales de su
marasmo. Los gobernantes españoles deben mirarse, para esto, en el espejo de los
países más avanzados; y, a su vez, han de marcarse objetivos claros y
evaluables, a fin de sacar a España del furgón de cola en el que se ubica.
Conviene recordar a este respecto que los indicadores que elabora el World
Economic Forum sobre la percepción de los empresarios acerca de la seguridad
jurídica, señalan que España ocupa la posición 23 entre los países de la OCDE y
la 44 entre los 104 países que esta institución valora.
La urgencia en
la tarea de reestructurar la justicia y hacer de ella el bastión de la seguridad
que hoy no es, resulta aún mayor si tenemos en cuenta que la crisis económica
está incidiendo muy intensamente sobre el aumento de la demanda de los servicios
judiciales y amenaza con colapsarlos. Un informe del Consejo General del Poder
Judicial publicado en octubre pasado señalaba al respecto que, en efecto, la
crisis estaba produciendo un gran aumento de las actuaciones de los órganos
judiciales, y que tal incremento se iba a prolongar durante el año 2009. Como
consecuencia de ello, el informe evaluaba el incremento de la carga de trabajo
de esos órganos en un 45,3 por 100 durante el bienio 2008–2009. Una carga que
iba a intensificarse principalmente en los Juzgados de lo Mercantil y de lo
Social, y algo más moderadamente en los de Primera Instancia en materia civil y
en los Servicios Comunes de Notificaciones y Embargos.
No parece que la modificación de las
plantillas de funcionarios al servicio de la justicia se acomode a los cambios
previstos en la carga de trabajo de los juzgados. Y, por otra parte, en el orden
material el Presupuesto contempla muy limitados recursos, hasta el punto de que
ni siquiera se ha previsto amueblar los despachos de los nuevos jueces y
fiscales
Frente a estas estremecedoras
previsiones de aumento en la carga de trabajo de los órganos judiciales, la
política de justicia programada por el Gobierno en los
Presupuestos
Generales del Estado para 2009 es claramente insuficiente.
Cabe recordar al respecto que los programas presupuestarios cuya ejecución
corresponde al Ministerio de Justicia han experimentado un incremento de sus
recursos de tan sólo el 6,1 por 100 —equivalente al 3,6 por 100 en términos
reales— que no se compadece con el aumento previsto de la carga de trabajo
judicial. Asimismo, en el Presupuesto se ha previsto un aumento de las
plantillas de Jueces y magistrados en 150 plazas, de la de Fiscales en 75 y de
la de Secretarios Judiciales en 151, lo que supone un incremento del 3,3 por 100
sobre las plantillas actuales. Sin embargo, este aumento de plantillas es
paralelo a una disminución apreciable del personal de gestión procesal y
administrativa —en 189 funcionarios—, de tramitación procesal y administrativa
—en 323— y de auxilio judicial —en 246—, así como del personal laboral fijo en
órganos judiciales —en 124—. Por ello, no parece que la modificación de las
plantillas de funcionarios al servicio de la justicia se acomode a los cambios
previstos en la carga de trabajo de los juzgados. Y, por otra parte, en el orden
material el presupuesto contempla muy limitados recursos, hasta el punto de que
ni siquiera se ha previsto amueblar los despachos de los nuevos jueces y
fiscales.
En tales circunstancias, no cabe duda de que es impostergable
la adopción de medidas de reforzamiento personal y material de los órganos
judiciales, tal como han reclamado recientemente los jueces al convocar una
huelga para el mes de Febrero. El colapso de la justicia es inminente y si no se
le da una solución urgente cabrá reclamar al Gobierno la responsabilidad del
desamparo judicial de los ciudadanos que pudieran ver conculcados sus derechos y
los estragos que se ocasionen en el funcionamiento de la economía.