“También la verdad se inventa”, dijo Machado. En esa premisa, se apoyan
afanosos autores de diarios íntimos españoles, como Andrés Trapiello o José Luis
García Martín, para desarrollar con talento el género. Que la vida sea la
materia del ejercicio literario no implica que éste deba ser menos valioso,
menos trabajado, o que pertenezca a un rango inferior. “La literatura es
ficción”, se puede llegar a escuchar a más de un catedrático tan pomposo como
estrecho de miras. Porque si excluimos la realidad, la vida, la verdad, del
aparato literario, nos quedamos sin biografías, novelas autobiográficas,
columnas periodísticas de la altura de Umbral o Ruano y, ya puestos, sin poesía.
El género más puro de la literatura, el poético, no entiende de ficción o no
ficción, está por encima de esas disquisiciones academicoides.
Philip
Roth parece como si olvidara en
Los hechos que toda obra literaria se
dirige a un público, que implica un trabajo, un quitar y poner, un organizar.
Una autobiografía no debe nacer para satisfacer al autor, no en exclusiva, y
éste parece ser el móvil de Roth, con lo que el libro acusa este “egotismo” y el
lector se siente un convidado de piedra ante una historia que le es del todo
ajena.
The Facts: A Novelist's Autobiography , en su título
original, se publicó por primera vez cuando el autor contaba cincuenta y cinco
años y venía de pasarlas muy mal. Es importante tener en cuenta el contexto en
que nace esta obra para ser más indulgentes con quien la firma. Lo explica al
principio, en una carta con respuesta que 'envía' a su alter ego Nathan
Zuckerman, narrador y/o protagonista en obras como
Mi vida como hombre o
Zuckerman encadenado. Se toma el modelo formal de carta para enviarle una
misiva a ese Zuckerman rothiano que luego responde el propio Zuckerman, pero
todo es una gran carta, una gran carta a Philip Roth. Y ya dijo Kafka, autor de
la famosa
Carta al padre, que toda epístola es una “comunicación con
fantasmas”.
No es hasta bien entrada la
autobiografía cuando Roth comienza a quitarse prendas de este gran strip
tease del alma que es la buena literatura memorialística. Sus correrías
femeninas en el pacato ambiente judío y los ingenios que debe inventar para
saciar un torrencial deseo sexual, comienzan a espolvorear la pimienta que el
lector demanda
Así, Roth dice salir de una
fase anímica muy delicada y busca consuelo y fuerzas a través de la escritura de
su vida. No oculta que venía de sufrir una honda
depresión. “Llegué al
convencimiento de que no iba a ser capaz de reconstruirme de nuevo”. “Me estaba
desmoronando”. “Desamparo y confusión”. “La mesa del despacho se me había
trocado un lugar ajeno y espantable”. Se entiende, pues, que este proyecto
constituyó parte de esa reinserción en la vida y en la literatura, una
reubicación, una parada para verificar el rumbo, una recapitulación necesaria.
Un gran psicoanálisis, al fin y cabo. No estamos, por tanto, ante una obra
memorialística redactada desde la calma o el retiro, que evoca hechos y los
presenta de la manera más atractiva posible.
Los hechos de Roth son sus
hechos y la interpretación que de ellos hace para recuperar su fuerza interior.
No se debe olvidar el contexto de crisis personal en que fue escrito
para entender, o perdonar, que hasta la página 100 no haya una sola anécdota, un
capítulo divertido, un pequeño guiño al lector y que la primera confesión algo
íntima llegue en la 112. Hasta entonces, el autor ha recompuesto su infancia y
juventud en el universo judío de un barrio ramplón de Newark, ciudad industrial
del Estado de Nueva Jersey, sin grandes exhibiciones literarias. Hay un mundo
judío que al pagano, al gentil, al lector occidental ajeno a ese contexto, le
puede, sin duda, seducir. Mas Roth realiza un ejercicio literario más de notaría
que de aspirante al premio Nobel. Recuerda a
Un pedigree de Patrick
Modiano, obra desnuda, nítida, llena de hechos, datos y fechas, pero
completamente fría, ajena.
Se sumerge en exceso el autor en los
entresijos del barrio, en las actividades de tal o cual miembro de la familia,
en alguno de esos “líos raciales”, que apenas se produjeron en dos ocasiones. No
estamos ante una infancia novelesca, precisamente. Luego llega la etapa
universitaria, y ese nervio americano del me admitirán o no o tal universidad. Y
el otro nervio, que se entiende poco o nada en Europa, de las hermandades
americanas, con su abanico de tradiciones y normas más rígidas que antiguas. La
Sigma Alpha Mu, la Phi Lambda Theta o la Theta Chi. Grandes conflictos en la
biografía de todo norteamericano de bien que al lector europeo le evocan poco
menos que a batallitas de Harry Potter.
Quien se acerque a esta obra para
conocer las peripecias de un escritor por construirse a sí mismo quedará
decepcionado. Es el Roth hombre y no el Roth escritor quien se muestra en éstas
páginas, ojo
Como digo, no es hasta bien
entrada la autobiografía cuando Roth comienza a quitarse prendas de este gran
strip tease del alma que es la buena literatura memorialística. Sus
correrías femeninas en el pacato ambiente judío y los ingenios que debe inventar
para saciar un torrencial deseo sexual, comienzan a espolvorear la pimienta que
el lector demanda. Un abordaje de los capítulos críticos de su vida que remontan
el interés del lector hasta niveles más que deseables con el relato del
desastroso matrimonio con Josie. El lector mirón, porque quien accede a la obra
memorialística es un
voyeur literario, empieza entonces a recibir la
dosis de vida verdadera que demanda, con sus conflictos, sus miserias, sus
dramas. De las cinco partes de la obra (infancia, juventud, vida pasional,
conflicto con la comunidad judía y el éxito literario), quizá sea la más
conmovedora, la más sentida, la más traumática e intensa. No en vano esa
tumultuosa relación afectiva alimentó después obras como
Mi vida como
hombre o
El mal de Portnoy.
Y de las confidencias
sentimentales, en las que Roth no esconde sus sentimientos más viscerales (Josie
era chata de ingenio, peleona, imposible de satisfacer, envidiosa, resentida y
desvergozadamente oportunista), se pasa a un kafkiano proceso con la comunidad
judía. A raíz de la publicación un relato de Roth,
El defensor de la fe,
que ni a sus ortodoxos padres molestó, el escritor se ve envuelto en una
peligrosa polémica sobre su adhesión judía. De nuevo, el autor cae en un exceso
de 'explicacionismo' que puede resultar aburrido. Y el infierno de la literatura
es el aburrimiento, dicen.
Desaprovecha la ocasión el autor para ofrecer
una biografía ligera y no llega a desembarazarse de un corsé formal que puebla
todas sus páginas. Datos jugosos, como que recibió un adelanto de 250.000
dólares por una novela que no se precisa con claridad, se cuentan con los dedos
de una mano. Quien se acerque a esta obra para conocer las peripecias de un
escritor por construirse a sí mismo quedará decepcionado. Es el Roth hombre y no
el Roth escritor quien se muestra en éstas páginas, ojo.
Y Zuckerman, el
alter ego, hace acuse de recibo con una 'carta' de 43 páginas en la que
cuestiona los procedimientos de escritura autobiográfica de su padre y creador,
el señor Roth. La "comunicación con fantasmas" alcanza aquí su cénit y se accede
a nebulosa metabiográfica que aturde. Profusión de conceptos sobre el modo de
acometer ese relato de los hechos que resulta excesiva y hasta inoportuna y que
no es sino justificación. Porque esta autobiografía está planteada, y así lo
apunta con acierto ese Roth travestido de Zuckerman, como un gran ejercicio de
autodefensa. Consecuencia quizá de la cacareada moral judeo-cristiana, parece
como si el bueno de Roth debiera justificarse o pedir perdón por haber vivido.
Por eso titula tan gravemente
Los hechos, como si se tratara de la
reconstrucción de un crimen que nadie hubiera cometido, en lugar de una vida
vivida desde la autenticidad y la libertad. Puede que sea esa sensación de
culpabilidad la que corta alas a esta obra, con cuyos mimbres Roth podría haber
logrado un texto eterno y no el hueco menor que ocupa en su importante y valiosa
bibliografía.