En efecto, “mi posición actual”, declarará en una entrevista para
Bohemia, en 1957, “no se ha producido en un ‘paso’, sino ‘por sus pasos’,
esto es, en un proceso”. Primero prueba la aventura, la División Azul como
consumación del destino bélico. Allí cree que podrá demostrar su coraje
guerrero, aquel del que algunos aún dudan. Pero su desmejorado cuerpo no
resiste. Ha de regresar de Rusia sin que las armas le rediman. Poco a poco, con
dolor y desilusión, expresa la contrariedad que el Régimen le provoca. “El
resultado es catastrófico”, indica expresamente en una carta fechada en 1942,
una misiva que dirige al Jefe del Estado. “La Falange gasta estérilmente su
nombre y sus consignas amparando una obra generalmente ajena y adversa,
perdiendo su eficacia”. La rutina y el enfrentamiento, el desentendimiento y el
rencor, son los síntomas de un desgaste que lleva a un “burocratismo
inoperante”, precisa. Este burocratismo es lo contrario de lo que él soñaba, de
esa “Falange hipotética” de la que él se sentía solidario: una “Falange teórica”
que ve fracasar uno a uno sus ideales o planes.
En principio, los
camaradas y las creencias están en el lado que se abandona. De entrada, los
nuevos y eventuales amigos están en la parte contraria, en aquella de la que él
fue enemigo. Pero el proceso no es tan simple: a la vez que el falangista se
depura, otros también emprenden una marcha precaria y costosa hacia la
democracia, gentes de su generación y universitarios de los años cincuenta
también. Entre otros hay fascistas que dejaron de serlo y jóvenes comunistas que
son hijos del Régimen. En ese camino o en ese destino se reencuentran. Él ya
había abandonado sus quimeras ideológicas, reinventándose con moderación
política, con sensatez democrática, “sin encarnar en absoluto al converso
histriónico que no es ni va a ser nunca”.
Gracia escribe un libro documentado
sin reproducir o transcribir documentos, un ensayo que prescinde de notas y de
bibliografía, con la libertad y la seguridad que dan ya las muchas obras sobre
Ridruejo: esos libros y estudios críticos que el biógrafo ha publicado con
antelación, textos en los que podemos rastrear la veracidad de sus
inquisiciones, la correspondencia de sus
afirmaciones
Estas palabras entrecomilladas
son parte de un dictamen: el que escribe Jordi Gracia en
La vida rescatada de
Dionisio Ridruejo. Está publicado en la Biblioteca de la memoria, de
Anagrama. No es exactamente una biografía. Al menos no lo es en un sentido
convencional: es, por el contrario, un ensayo tentativo en el que se muestra la
indagación del biógrafo, las implicaciones del proceso, las dificultades de la
reconstrucción, las admiraciones que el personaje le despierta: “no es un
precursor de la democracia; es un demócrata sin democracia y uno de sus
ideólogos más lúcidos y precoces”, leo en la página 306. Es un hombre que tuvo
que cargar durante toda su vida con la culpa fascista, una persona que supo
rehacerse en contra de la corriente, una proeza. Su cuerpo enfermo y el sarcasmo
de la historia –morirse en junio de 1975-- le impiden asistir al nacimiento de
la democracia española.
Gracia escribe un libro documentado sin
reproducir o transcribir documentos, un ensayo que prescinde de notas y de
bibliografía, con la libertad y la seguridad que dan ya las muchas obras sobre
Ridruejo: esos libros y estudios críticos que el biógrafo ha publicado con
antelación, textos en los que podemos rastrear la veracidad de sus
inquisiciones, la correspondencia de sus afirmaciones. Hay libertad y seguridad
en la escritura, cierto, y hay una evocación muy convincente de Ridruejo. Pero
no todo son facilidades: el biógrafo exige del lector una cierta familiaridad
con la época, con los personajes, con los hechos. Para guiarnos, el volumen
incluye una cronobiografía muy útil. Pero antes de llegar a ella el texto se
cierra propiamente con una “Nota final” que revela las deudas y agradecimientos
del autor. En este apartado, el libro ha de cargar con una simpática errata: esa
nota carece de punto final. Un accidente, sin duda, pero también un feliz
lapsus: la biografía de Dionisio Ridruejo es, como en todas las vidas
rescatadas, una tarea inconclusa, una pesquisa en parte incierta y en parte
lograda. Más meritoria será esa tarea si pensamos, además, que en Ridruejo se
suceden y se entreveran la literatura y la política, el ensayo y la poesía, la
generosidad y el egotismo, el contubernio y el individualismo.
La
moderación y la sensatez del antiguo falangista provocan admiración y simpatía
en Jordi Gracia. También en nosotros provocan la admiración y la simpatía. Por
ello le perdonamos su temprano fascismo. ¿Le perdonamos? ¿Pero con qué
arrogancia podemos expresarnos? Gracia no incurre en esa actitud y no incurre
porque piensa en concreto y compasivamente: no comete jactancia o
generalización. Reduce el fascismo a algo personal y biográfico. De ese modo, un
fenómeno colectivo empieza a aclararse. Ya lo sabemos: Ridruejo fue uno de
aquellos falangistas cultos, de expresión arrebatada, de ínfulas literarias, de
vocación totalitaria, que luego se desencantaron del franquismo para finalmente
hacerse demócratas. En general, como otros correligionarios suyos, también él
escribió sus recuerdos sin ocultar los hechos pretéritos:
Casi unas
memorias.
En efecto, no parece que Dionisio Ridruejo mintiera en sus
memorias cuando hablaba de su paso del falangismo a la democracia, proceso que
se inicia bien pronto, tras su experiencia en la División Azul. Francisco
Morente, uno de sus actuales biógrafos, precisa esa transición personal: este
joseantoniano fue “el que antes y más fondo la experimentó, quien más
arriesgó con ella, y el que con mayor sinceridad afrontó la revisión crítica de
su propio pasado”. Habiendo reconocido su falangismo fervoroso y fascista --cómo
negarlo, si había sido Jefe Nacional de Propaganda--, Ridruejo tuvo que evocar
también su papel en la represión: nada más estallar la Guerra Civil, justamente
cuando era un joven dirigente del partido en Segovia y cuando la Falange local
causaba doscientos trece asesinatos extrajudiciales. ¿Qué decir?
Ridruejo no tuvo responsabilidad
directa en esos crímenes, pero en las memorias condena su pasividad culpable
ante una Falange que aquí y allá “era bronca, dura, violenta”, un partido que
había nacido con el escuadrismo y el choque como instrumento de intervención.
“Conviví, toleré, di mi aprobación indirecta al terror con mi silencio público y
mi perseverancia militante”, dijo en frase célebre
Ese falangismo fervoroso y fascista es un ingrediente más
del proceso general de violencia del siglo XX: la pasión política altera las
relaciones humanas y, en sus casos más extremos, hace fantasear con un hombre
nuevo, con una sociedad homogénea, ahormada, sin conflicto: una sociedad en la
que se habría eliminado lo que le es extraño o tóxico o perjudicial. Esta
fantasía es la base de los totalitarismos. Desde el cirujano de hierro hasta la
limpieza étnica, numerosas son las metáforas y las prácticas empleadas en el
siglo XX para nombrar y justificar la violencia masiva y redentora, la muerte
sistemática y superadora. Para los más extremados, la guerra no es un accidente
o un medio, sino la expresión de un estado permanente que salva y depura lo
sobrante. La oposición amigo-enemigo, abordada por Carl Schmitt, será la clave
de esa guerra real y metafórica en que se ha convertido la política del
Novecientos. Cuando, además, el conflicto es interno, la ferocidad aún será
mayor o más primitiva: realmente,
prepolítica. Dos Estados que guerrean
entre sí, disputándose territorios, son dos entidades con legitimidad jurídica.
En cambio, cuando el choque se da en el interior, la destrucción del enemigo va
acompañada de su deslegitimación absoluta. En un conflicto convencional o entre
Estados, el oponente es aquel que debe ser rechazado al interior de sus propias
fronteras, como nos recuerda Schmitt. Por el contrario, en una guerra civil, al
enemigo no sólo se le contiene: no se le puede expulsar al interior de sus
propias fronteras. En realidad, se le destruye con intensidad, con inhumanidad:
se le degrada moralmente.
Las matanzas frecuentes de las guerras civiles
son la base de la
guerra total del siglo XX, de los conflictos
propiamente mundiales y civiles a la vez: una eliminación que exonera, que
dispensa. Así, sin reservas ni miramientos, la esperanza última de la redención
parece justificar a ejecutores, aprobadores o consentidores. Como indica
Ridruejo en una página de
Casi unas memorias, “lo cierto es que la guerra
absorbía estos escrúpulos y amarguras como absorbía las reservas y temores sobre
su desenlace. Con sus horrores y calamidades la guerra sólo puede definirse con
la certera palabra empleada por Malraux:
L’Espoir. Esa esperanza lo
llenaba todo y emboscaba, ante la subjetividad entregada de miles o millones de
hombres, las figuras del asesino, del especulador y del prepotente, atentos al
cálculo”, apostilla Ridruejo.
Como emboscaba también la figura del fanático,
intoxicado por el ideal venidero, por el porvenir que restituye, por esa
esperanza de redención. “Las situaciones subjetivas eran innumerables y juntaban
en un mismo lugar y tiempo a los sañudos vengadores de sus propias represiones,
a los exaltados ilusos que pintaban la violencia del color de sus esperanzas, a
los muertos de miedo, a los embriagados de entusiasmo, a los escarmentados de
todo, a los que se liberaban de repente de sus hábitos y rutinas, a los héroes,
a los reptiles, a los exaltados, a los humillados, amenazados y perdidos”,
leemos en otra página de sus memorias.
Si esto es así, entonces
deberíamos preguntarnos cuál fue su actitud, cuál fue la actitud de este
importante falangista. Jordi Gracia dedica páginas muy informadas a examinar la
culpa y su carga. Ridruejo no tuvo responsabilidad directa en esos crímenes,
pero en las memorias condena su pasividad culpable ante una Falange que aquí y
allá “era bronca, dura, violenta”, un partido que había nacido con el
escuadrismo y el choque como instrumento de intervención. “Conviví, toleré, di
mi aprobación indirecta al terror con mi silencio público y mi perseverancia
militante”, dijo en frase célebre: una perseverancia que también se dio entre
sus correligionarios. Como ya hemos dicho, Ridruejo experimentó a lo largo de la
posguerra un cambio ideológico y personal profundísimo, el que le llevó a ser un
personaje incómodo para el Régimen y finalmente un demócrata. ¿Queda saldada la
responsabilidad que pudo contraer como dirigente falangista con ese
mea
culpa?
¿Quiénes somos nosotros para juzgar
personalmente a quienes estuvieron en el infierno y fueron capaces de regresar?
Hemos de evaluar desde un criterio moral (no hay aquí relativismo posible),
pero, atención, revisando también nuestro propio pasado vulgar, nuestras
ignominias
Aunque en las memorias reconoce su
comezón moral por haber sido lo que fue, ¿calla o censura algo que no esté
dispuesto a revelar? El caso de Ridruejo nos lleva nuevamente –un día sí, otro
también-- a
interrogarnos
sobre la memoria personal. Antes que nada, recordar es
recordarnos con congruencia, añadir uno tras otro los hechos que nos han ido
constituyendo. La garantía de su certeza es escasa, pero no tanto por la
represión misma del recuerdo, sino por la
resignificación que podemos
darle, años después, a lo efectivamente ocurrido y evocado. Éste es el problema.
Quien no madura permanece aferrado a una semántica infantil o juvenil; quien
madura de verdad puede cambiar el sentido de las cosas sin olvidar cuál era el
significado que tempranamente les dio. Si esto sucede así, entonces no retocamos
nuestro pasado ni lo hacemos perfectamente coherente. Al contrario, revelamos
nuestros desencajes y confesamos el sentido distinto que lo pretérito tuvo según
la edad, según la circunstancia.
Jordi Gracia nos muestra el proceso de
maduración que emprende Ridruejo y nos revela lo costoso de ese autoanálisis,
sin condescendencias, pero sin ser tampoco inmisericorde. Gracia es un autor que
se modera cuando evalúa, que avanza con su biografiado, respetuoso con quien no
sabía cómo iban a andar las cosas. ¿Salvamos a Ridruejo, pues? Si lo hacemos
así, sería muy fácil: ahora precisamente, cuando la mayoría de nosotros no hemos
tenido que soportar una circunstancia excepcional de horror o de abyección;
cuando nuestros días son jornadas más o menos rutinarias vividas con libertad,
con angustia o con incomodidad, aunque sin las graves, las radicales o las
perversas decisiones que otros tuvieron que tomar, hasta envilecerse incluso.
Eso no les justifica, pues hubo gente moralmente irreprochable cuando algunos se
entregaban a la ignominia: en realidad, eso nos obliga a ser más reflexivos. En
efecto, ¿quiénes somos nosotros para juzgar personalmente a quienes estuvieron
en el infierno y fueron capaces de regresar? Hemos de evaluar desde un criterio
moral (no hay aquí relativismo posible), pero, atención, revisando también
nuestro propio pasado vulgar, nuestras ignominias.
El biógrafo Gracia
actúa con tiento, con prudencia analítica y el lector sale de su libro con
alivio y con mayor saber: con el alivio de no haber tenido que vivir esa
circunstancia por la que Ridruejo y su generación tuvieron que pasar; con el
saber que nos da la experiencia vicaria y extrema tan bien contada. Al ardor
juvenil de Ridruejo le siguió un templado estar en el mundo: se depuró de
fanatismos hasta abrazar “una especie de escepticismo melancólico frente a la
política y frente a la misma historia”, se diagnostica a sí mismo en
Casi
unas memorias. Sin duda, un lenitivo frente a la pasión política y a la
esperanza histórica.
Los falangistas habían nacido en un país que no
había hecho la Gran Guerra, experiencia bélica que había sido determinante entre
los fascistas italianos y los nazis alemanes. Ahora bien, que Falange apareciera
en otro contexto muy distinto no impidió que los fundadores se forjaran su
propia realidad, una poesía entre cursi y grandilocuente que añoraba la
Hispanidad, un Imperio a restaurar… Admiraron el coraje de sus colegas
italianos, aquellos fascistas uniformados, su escuadrismo, la dialéctica de los
puños y las pistolas, la retórica arrebatadora que exalta y que empuja, que
eleva y que lleva más allá de la vida muelle del burgués. “José Antonio”, decía
Manuel Penella en
La Falange Teórica, “disfrutaba con el trato de estos
escritores” españoles, castellanos viejos, muchos de ellos, que él consiguió
atraer a su causa. Como el Dionisio Ridruejo poeta, ensayista y creador. ¿Por
qué razón buscaba esa proximidad? “Porque, a diferencia de su padre”, precisa,
José Antonio “quería sentirse arropado por
los intelectuales”, añade
Penella. Y Ridruejo era un intelectual operativo, un propagandista, un orador.
Sin embargo, aunque uniformados y ataviados con correajes y símbolos
militares, los falangistas del año 33 no venían de una guerra; y aunque eran
jóvenes la mayoría de ellos no disponían de titulación universitaria: como mucho
eran estudiantes en formación que envidiaban a los escuadristas italianos cuando
éstos cantaban
Giovinezza o exaltaban el cuerpo y el deporte al modo de
la cultura precristiana. Sin embargo, muchos de esos falangistas solían ser
creyentes, incluso beatos. Esa limitación –el ser fervientes católicos, a su
manera– les salvó de la fiebre más exaltada y, desde luego, su acomodación o su
frustración les impidieron construir exactamente el Estado totalitario o el
Imperio como el que habían soñado con su retórica enardecida, cuando creían
reproducir la poesía exasperada del primer fascismo.
Dionisio Ridruejo
es el mejor ejemplo de esta epifanía lenta. Pero Ridruejo es también el mejor
ejemplo de una conversión a la democracia liberal, sin esas exasperaciones
histriónicas que mencionaba Jordi Gracia. En un contexto de Guerra Fría, en una
circunstancia en la que el anticomunismo era el fiel, saber mantener la cordura
y la mesura políticas fue determinante. Aunque sólo fuera por ello, deberíamos
estarle agradecidos quienes ahora podemos vivir cómodamente instalados en una
democracia real y aceptable. En páginas que hacemos nuestras, que relatan
nuestro pasado, Jordi Gracia ha sabido mostrarlo y examinarlo con pasión y con
piedad.