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Jordi Gracia: La vida rescatada de Dionisio Ridruejo (Anagrama, 2008)

Jordi Gracia: La vida rescatada de Dionisio Ridruejo (Anagrama, 2008)

    TÍTULO
La vida rescatada de Dionisio Ridruejo

    AUTOR
Jordi Gracia

    EDITORIAL
Anagrama

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 320 páginas. 20 €



Dionisio Ridruejo

Dionisio Ridruejo


Reseñas de libros/No ficción
Jordi Gracia: La vida rescatada de Dionisio Ridruejo (Anagrama, 2008)
Por Justo Serna, lunes, 1 de diciembre de 2008
Un hombre escuálido, canijo, de salud delicada, renuncia a sus adhesiones y a sus ideaciones, las que le daban fuerza y amparo; un enfermo coronario se enfrenta paulatinamente a un régimen dictatorial que él mismo apoyó; un propagandista achacoso prescinde de su oratoria inflamada y postiza para aceptarse como humilde poeta, como escritor libre; un falangista renuncia a la seguridad de su trinchera. Oficialmente, la Guerra Civil ha terminado y una pronta decepción se adueña de él, un desengaño fascista: no hay revolución joseantoniana; sólo rutina institucional, clericalismo y acomodo pícaro. Amigos y enemigos reunidos a la fuerza en un partido único que no lleva a cabo la revolución. En esa circunstancia, empieza para él un alejamiento doloroso, un proceso de recreación de sí mismo, de reinvención, de purga, un proceso muy incierto: no hay modelos en los que inspirarse; tampoco hay una revelación que te haga despertar. La epifanía se prolonga durante años, durante décadas.
En efecto, “mi posición actual”, declarará en una entrevista para Bohemia, en 1957, “no se ha producido en un ‘paso’, sino ‘por sus pasos’, esto es, en un proceso”. Primero prueba la aventura, la División Azul como consumación del destino bélico. Allí cree que podrá demostrar su coraje guerrero, aquel del que algunos aún dudan. Pero su desmejorado cuerpo no resiste. Ha de regresar de Rusia sin que las armas le rediman. Poco a poco, con dolor y desilusión, expresa la contrariedad que el Régimen le provoca. “El resultado es catastrófico”, indica expresamente en una carta fechada en 1942, una misiva que dirige al Jefe del Estado. “La Falange gasta estérilmente su nombre y sus consignas amparando una obra generalmente ajena y adversa, perdiendo su eficacia”. La rutina y el enfrentamiento, el desentendimiento y el rencor, son los síntomas de un desgaste que lleva a un “burocratismo inoperante”, precisa. Este burocratismo es lo contrario de lo que él soñaba, de esa “Falange hipotética” de la que él se sentía solidario: una “Falange teórica” que ve fracasar uno a uno sus ideales o planes.

En principio, los camaradas y las creencias están en el lado que se abandona. De entrada, los nuevos y eventuales amigos están en la parte contraria, en aquella de la que él fue enemigo. Pero el proceso no es tan simple: a la vez que el falangista se depura, otros también emprenden una marcha precaria y costosa hacia la democracia, gentes de su generación y universitarios de los años cincuenta también. Entre otros hay fascistas que dejaron de serlo y jóvenes comunistas que son hijos del Régimen. En ese camino o en ese destino se reencuentran. Él ya había abandonado sus quimeras ideológicas, reinventándose con moderación política, con sensatez democrática, “sin encarnar en absoluto al converso histriónico que no es ni va a ser nunca”.

Gracia escribe un libro documentado sin reproducir o transcribir documentos, un ensayo que prescinde de notas y de bibliografía, con la libertad y la seguridad que dan ya las muchas obras sobre Ridruejo: esos libros y estudios críticos que el biógrafo ha publicado con antelación, textos en los que podemos rastrear la veracidad de sus inquisiciones, la correspondencia de sus afirmaciones

Estas palabras entrecomilladas son parte de un dictamen: el que escribe Jordi Gracia en La vida rescatada de Dionisio Ridruejo. Está publicado en la Biblioteca de la memoria, de Anagrama. No es exactamente una biografía. Al menos no lo es en un sentido convencional: es, por el contrario, un ensayo tentativo en el que se muestra la indagación del biógrafo, las implicaciones del proceso, las dificultades de la reconstrucción, las admiraciones que el personaje le despierta: “no es un precursor de la democracia; es un demócrata sin democracia y uno de sus ideólogos más lúcidos y precoces”, leo en la página 306. Es un hombre que tuvo que cargar durante toda su vida con la culpa fascista, una persona que supo rehacerse en contra de la corriente, una proeza. Su cuerpo enfermo y el sarcasmo de la historia –morirse en junio de 1975-- le impiden asistir al nacimiento de la democracia española.

Gracia escribe un libro documentado sin reproducir o transcribir documentos, un ensayo que prescinde de notas y de bibliografía, con la libertad y la seguridad que dan ya las muchas obras sobre Ridruejo: esos libros y estudios críticos que el biógrafo ha publicado con antelación, textos en los que podemos rastrear la veracidad de sus inquisiciones, la correspondencia de sus afirmaciones. Hay libertad y seguridad en la escritura, cierto, y hay una evocación muy convincente de Ridruejo. Pero no todo son facilidades: el biógrafo exige del lector una cierta familiaridad con la época, con los personajes, con los hechos. Para guiarnos, el volumen incluye una cronobiografía muy útil. Pero antes de llegar a ella el texto se cierra propiamente con una “Nota final” que revela las deudas y agradecimientos del autor. En este apartado, el libro ha de cargar con una simpática errata: esa nota carece de punto final. Un accidente, sin duda, pero también un feliz lapsus: la biografía de Dionisio Ridruejo es, como en todas las vidas rescatadas, una tarea inconclusa, una pesquisa en parte incierta y en parte lograda. Más meritoria será esa tarea si pensamos, además, que en Ridruejo se suceden y se entreveran la literatura y la política, el ensayo y la poesía, la generosidad y el egotismo, el contubernio y el individualismo.

La moderación y la sensatez del antiguo falangista provocan admiración y simpatía en Jordi Gracia. También en nosotros provocan la admiración y la simpatía. Por ello le perdonamos su temprano fascismo. ¿Le perdonamos? ¿Pero con qué arrogancia podemos expresarnos? Gracia no incurre en esa actitud y no incurre porque piensa en concreto y compasivamente: no comete jactancia o generalización. Reduce el fascismo a algo personal y biográfico. De ese modo, un fenómeno colectivo empieza a aclararse. Ya lo sabemos: Ridruejo fue uno de aquellos falangistas cultos, de expresión arrebatada, de ínfulas literarias, de vocación totalitaria, que luego se desencantaron del franquismo para finalmente hacerse demócratas. En general, como otros correligionarios suyos, también él escribió sus recuerdos sin ocultar los hechos pretéritos: Casi unas memorias.

En efecto, no parece que Dionisio Ridruejo mintiera en sus memorias cuando hablaba de su paso del falangismo a la democracia, proceso que se inicia bien pronto, tras su experiencia en la División Azul. Francisco Morente, uno de sus actuales biógrafos, precisa esa transición personal: este joseantoniano fue “el que antes y más fondo la experimentó, quien más arriesgó con ella, y el que con mayor sinceridad afrontó la revisión crítica de su propio pasado”. Habiendo reconocido su falangismo fervoroso y fascista --cómo negarlo, si había sido Jefe Nacional de Propaganda--, Ridruejo tuvo que evocar también su papel en la represión: nada más estallar la Guerra Civil, justamente cuando era un joven dirigente del partido en Segovia y cuando la Falange local causaba doscientos trece asesinatos extrajudiciales. ¿Qué decir?

Ridruejo no tuvo responsabilidad directa en esos crímenes, pero en las memorias condena su pasividad culpable ante una Falange que aquí y allá “era bronca, dura, violenta”, un partido que había nacido con el escuadrismo y el choque como instrumento de intervención. “Conviví, toleré, di mi aprobación indirecta al terror con mi silencio público y mi perseverancia militante”, dijo en frase célebre

Ese falangismo fervoroso y fascista es un ingrediente más del proceso general de violencia del siglo XX: la pasión política altera las relaciones humanas y, en sus casos más extremos, hace fantasear con un hombre nuevo, con una sociedad homogénea, ahormada, sin conflicto: una sociedad en la que se habría eliminado lo que le es extraño o tóxico o perjudicial. Esta fantasía es la base de los totalitarismos. Desde el cirujano de hierro hasta la limpieza étnica, numerosas son las metáforas y las prácticas empleadas en el siglo XX para nombrar y justificar la violencia masiva y redentora, la muerte sistemática y superadora. Para los más extremados, la guerra no es un accidente o un medio, sino la expresión de un estado permanente que salva y depura lo sobrante. La oposición amigo-enemigo, abordada por Carl Schmitt, será la clave de esa guerra real y metafórica en que se ha convertido la política del Novecientos. Cuando, además, el conflicto es interno, la ferocidad aún será mayor o más primitiva: realmente, prepolítica. Dos Estados que guerrean entre sí, disputándose territorios, son dos entidades con legitimidad jurídica. En cambio, cuando el choque se da en el interior, la destrucción del enemigo va acompañada de su deslegitimación absoluta. En un conflicto convencional o entre Estados, el oponente es aquel que debe ser rechazado al interior de sus propias fronteras, como nos recuerda Schmitt. Por el contrario, en una guerra civil, al enemigo no sólo se le contiene: no se le puede expulsar al interior de sus propias fronteras. En realidad, se le destruye con intensidad, con inhumanidad: se le degrada moralmente.

Las matanzas frecuentes de las guerras civiles son la base de la guerra total del siglo XX, de los conflictos propiamente mundiales y civiles a la vez: una eliminación que exonera, que dispensa. Así, sin reservas ni miramientos, la esperanza última de la redención parece justificar a ejecutores, aprobadores o consentidores. Como indica Ridruejo en una página de Casi unas memorias, “lo cierto es que la guerra absorbía estos escrúpulos y amarguras como absorbía las reservas y temores sobre su desenlace. Con sus horrores y calamidades la guerra sólo puede definirse con la certera palabra empleada por Malraux: L’Espoir. Esa esperanza lo llenaba todo y emboscaba, ante la subjetividad entregada de miles o millones de hombres, las figuras del asesino, del especulador y del prepotente, atentos al cálculo”, apostilla Ridruejo.
Como emboscaba también la figura del fanático, intoxicado por el ideal venidero, por el porvenir que restituye, por esa esperanza de redención. “Las situaciones subjetivas eran innumerables y juntaban en un mismo lugar y tiempo a los sañudos vengadores de sus propias represiones, a los exaltados ilusos que pintaban la violencia del color de sus esperanzas, a los muertos de miedo, a los embriagados de entusiasmo, a los escarmentados de todo, a los que se liberaban de repente de sus hábitos y rutinas, a los héroes, a los reptiles, a los exaltados, a los humillados, amenazados y perdidos”, leemos en otra página de sus memorias.

Si esto es así, entonces deberíamos preguntarnos cuál fue su actitud, cuál fue la actitud de este importante falangista. Jordi Gracia dedica páginas muy informadas a examinar la culpa y su carga. Ridruejo no tuvo responsabilidad directa en esos crímenes, pero en las memorias condena su pasividad culpable ante una Falange que aquí y allá “era bronca, dura, violenta”, un partido que había nacido con el escuadrismo y el choque como instrumento de intervención. “Conviví, toleré, di mi aprobación indirecta al terror con mi silencio público y mi perseverancia militante”, dijo en frase célebre: una perseverancia que también se dio entre sus correligionarios. Como ya hemos dicho, Ridruejo experimentó a lo largo de la posguerra un cambio ideológico y personal profundísimo, el que le llevó a ser un personaje incómodo para el Régimen y finalmente un demócrata. ¿Queda saldada la responsabilidad que pudo contraer como dirigente falangista con ese mea culpa?

¿Quiénes somos nosotros para juzgar personalmente a quienes estuvieron en el infierno y fueron capaces de regresar? Hemos de evaluar desde un criterio moral (no hay aquí relativismo posible), pero, atención, revisando también nuestro propio pasado vulgar, nuestras ignominias

Aunque en las memorias reconoce su comezón moral por haber sido lo que fue, ¿calla o censura algo que no esté dispuesto a revelar? El caso de Ridruejo nos lleva nuevamente –un día sí, otro también-- a interrogarnos sobre la memoria personal. Antes que nada, recordar es recordarnos con congruencia, añadir uno tras otro los hechos que nos han ido constituyendo. La garantía de su certeza es escasa, pero no tanto por la represión misma del recuerdo, sino por la resignificación que podemos darle, años después, a lo efectivamente ocurrido y evocado. Éste es el problema. Quien no madura permanece aferrado a una semántica infantil o juvenil; quien madura de verdad puede cambiar el sentido de las cosas sin olvidar cuál era el significado que tempranamente les dio. Si esto sucede así, entonces no retocamos nuestro pasado ni lo hacemos perfectamente coherente. Al contrario, revelamos nuestros desencajes y confesamos el sentido distinto que lo pretérito tuvo según la edad, según la circunstancia.
Jordi Gracia nos muestra el proceso de maduración que emprende Ridruejo y nos revela lo costoso de ese autoanálisis, sin condescendencias, pero sin ser tampoco inmisericorde. Gracia es un autor que se modera cuando evalúa, que avanza con su biografiado, respetuoso con quien no sabía cómo iban a andar las cosas. ¿Salvamos a Ridruejo, pues? Si lo hacemos así, sería muy fácil: ahora precisamente, cuando la mayoría de nosotros no hemos tenido que soportar una circunstancia excepcional de horror o de abyección; cuando nuestros días son jornadas más o menos rutinarias vividas con libertad, con angustia o con incomodidad, aunque sin las graves, las radicales o las perversas decisiones que otros tuvieron que tomar, hasta envilecerse incluso. Eso no les justifica, pues hubo gente moralmente irreprochable cuando algunos se entregaban a la ignominia: en realidad, eso nos obliga a ser más reflexivos. En efecto, ¿quiénes somos nosotros para juzgar personalmente a quienes estuvieron en el infierno y fueron capaces de regresar? Hemos de evaluar desde un criterio moral (no hay aquí relativismo posible), pero, atención, revisando también nuestro propio pasado vulgar, nuestras ignominias.

El biógrafo Gracia actúa con tiento, con prudencia analítica y el lector sale de su libro con alivio y con mayor saber: con el alivio de no haber tenido que vivir esa circunstancia por la que Ridruejo y su generación tuvieron que pasar; con el saber que nos da la experiencia vicaria y extrema tan bien contada. Al ardor juvenil de Ridruejo le siguió un templado estar en el mundo: se depuró de fanatismos hasta abrazar “una especie de escepticismo melancólico frente a la política y frente a la misma historia”, se diagnostica a sí mismo en Casi unas memorias. Sin duda, un lenitivo frente a la pasión política y a la esperanza histórica.

Los falangistas habían nacido en un país que no había hecho la Gran Guerra, experiencia bélica que había sido determinante entre los fascistas italianos y los nazis alemanes. Ahora bien, que Falange apareciera en otro contexto muy distinto no impidió que los fundadores se forjaran su propia realidad, una poesía entre cursi y grandilocuente que añoraba la Hispanidad, un Imperio a restaurar… Admiraron el coraje de sus colegas italianos, aquellos fascistas uniformados, su escuadrismo, la dialéctica de los puños y las pistolas, la retórica arrebatadora que exalta y que empuja, que eleva y que lleva más allá de la vida muelle del burgués. “José Antonio”, decía Manuel Penella en La Falange Teórica, “disfrutaba con el trato de estos escritores” españoles, castellanos viejos, muchos de ellos, que él consiguió atraer a su causa. Como el Dionisio Ridruejo poeta, ensayista y creador. ¿Por qué razón buscaba esa proximidad? “Porque, a diferencia de su padre”, precisa, José Antonio “quería sentirse arropado por los intelectuales”, añade Penella. Y Ridruejo era un intelectual operativo, un propagandista, un orador.

Sin embargo, aunque uniformados y ataviados con correajes y símbolos militares, los falangistas del año 33 no venían de una guerra; y aunque eran jóvenes la mayoría de ellos no disponían de titulación universitaria: como mucho eran estudiantes en formación que envidiaban a los escuadristas italianos cuando éstos cantaban Giovinezza o exaltaban el cuerpo y el deporte al modo de la cultura precristiana. Sin embargo, muchos de esos falangistas solían ser creyentes, incluso beatos. Esa limitación –el ser fervientes católicos, a su manera– les salvó de la fiebre más exaltada y, desde luego, su acomodación o su frustración les impidieron construir exactamente el Estado totalitario o el Imperio como el que habían soñado con su retórica enardecida, cuando creían reproducir la poesía exasperada del primer fascismo.

Dionisio Ridruejo es el mejor ejemplo de esta epifanía lenta. Pero Ridruejo es también el mejor ejemplo de una conversión a la democracia liberal, sin esas exasperaciones histriónicas que mencionaba Jordi Gracia. En un contexto de Guerra Fría, en una circunstancia en la que el anticomunismo era el fiel, saber mantener la cordura y la mesura políticas fue determinante. Aunque sólo fuera por ello, deberíamos estarle agradecidos quienes ahora podemos vivir cómodamente instalados en una democracia real y aceptable. En páginas que hacemos nuestras, que relatan nuestro pasado, Jordi Gracia ha sabido mostrarlo y examinarlo con pasión y con piedad.
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