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Joachim Fest: Conversaciones con Albert Speer. Preguntas sin respuesta (Destino, 2008)

Joachim Fest: Conversaciones con Albert Speer. Preguntas sin respuesta (Destino, 2008)

    TÍTULO
Conversaciones con Albert Speer. Preguntas sin respuesta

    AUTOR
Joachim Fest

    EDITORIAL
Destino

    TRADUCCCION
Marc Jiménez Bruzzi

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 234 páginas. 18 €



Joachim Fest

Joachim Fest

Albert Speer en el juicio de Nuremberg

Albert Speer en el juicio de Nuremberg


Reseñas de libros/No ficción
Joachim Fest: Conversaciones con Albert Speer. Preguntas sin respuesta (Destino, 2008)
Por Rogelio López Blanco, martes, 4 de noviembre de 2008
Albert Speer (1905-1981) es una de las figuras más fascinantes de la cúpula nazi por su inteligencia, cultura, capacidad de trabajo y dotes para la gestión. Esta relevancia cobra mayor rango si se suma al hecho de que quizá fue el único al que Hitler permitió mayor margen de cercanía en el plano de la amistad. Desde la plataforma que suponía el ser el arquitecto personal del líder nazi, el joven también trabajó para el resto de los jerifaltes del régimen, alcanzando el puesto de Inspector General de Construcción, directamente encargado de la reforma urbana de Berlín, que daría lugar a la nueva capital del Reich, que llevaría el nombre de Germania, y de otras importantes ciudades alemanas. En la planificación de estas obras, sus ejes y edificios más relevantes y emblemáticos, muchos de ellos de un tamaño colosal, trabajó codo a codo con Hitler en un ambiente de camaradería en el que éste último disfrutaba por su afición al arte y la proyección de futuro que suponían las obras planificadas. Ya en la guerra, hacia febrero de 1942, con tan sólo 37 años, fue nombrado ministro de Armamento, cargo que desempeñaría con notabilísima eficacia hasta el final de la misma. Luego, tras el suicidio de Hitler y el interregno del gobierno Dönitz, donde también participó, vendría el proceso de Nuremberg, en el que formó parte del grupo de 21 altos cargos del nazismo encausados.
Dentro del por lo general mediocre círculo próximo al Führer, éste lo consideraba “casi” un igual y el respeto por el arquitecto, la arquitectura y la megalomanía constructora del líder nazi contribuyeron a la fulgurante carrera profesional y política de Speer. Como señala Ferran Gallego en su indispensable obra Todos los hombres del Führer (Debate, 2006) esa compenetración establecía “la simultaneidad del artista-político y del político-artista, comprendiendo ambos que sus funciones son distintas en su proyecto sentido con una intensidad idéntica. La arquitectura como poder, como persuasión, como consigna, como intimidante representación que mantuviera en una vida perpetua la esencia de la comunidad, pero que diera a sus autores temporales, mortales, históricos, la posesión del poder político” (p. 465). Speer fue, por tanto, uno de los oficiantes de la liturgia de masas y el estilo político nacionalsocialista que incorporó una larga tradición estudiada por George L. Mosse en su libro La nacionalización de las masas (Marcial Pons, 2005).

De la estrecha vinculación con Hitler y del protagonismo de Speer surgieron unas Memorias (publicadas originariamente en 1969 y no hace mucho en español por la editorial Acantilado) que son imprescindibles para conocer los entresijos y la evolución del régimen nazi, desde su auge hasta el hundimiento. Y es en este capítulo, el de las memorias, donde interviene un historiador y periodista de la solvencia profesional y solidez humana de Joachim Fest (1926-2006), de quien ya se ha comentado su magnífica autobiografía Yo no. El rechazo del nazismo como actitud moral (Taurus, 2007). El director de la editorial alemana Ullstein, Wolf Jobst Siedler, solicitó que colaborara con Speer, una vez terminada su condena a 20 años en Spandau (1966), para poner orden en el manuscrito y procurar centrarlo en la descripción del funcionamiento del régimen, el ambiente de los círculos de poder, los jerarcas y, principalmente, la personalidad del caudillo. Fest desempeñó el papel de “lector interrogador”. En suma, la colaboración del historiador, que duró muchos meses y que abrió una larga relación personal, buscaba respuesta a la eterna pregunta de “¿cómo fue posible Hitler y por qué surgió precisamente en Alemania?”. Pues bien, las anotaciones de los diálogos y discusiones de este contacto, prolongado hasta el mismo final de la vida de Speer, conforman el contenido central del libro, junto con algunas valoraciones y juicios muy pertinentes de Siedler y Fest.

Soberbio Speer en la autorreconstrucción de su figura, no porque sea un espléndido y alambicado montaje, sino debido a que encubre con verdades apabullantes, gestas bienintencionadas (cuando todo estaba perdido) y talante tecnocrático, apolítico y moralmente neutral, gravísimas responsabilidades concretas, grandes omisiones y medias verdades

Por su parte, aunque el subtítulo, Preguntas sin respuesta, parezca inicialmente inquietante, y hasta pueda decepcionar, recoge con absoluta precisión los términos de la cuestión respecto al balance de estas conversaciones e interpelaciones, en ocasiones apremiantes. Así, como es lógico dado el tiempo transcurrido y la personalidad del sujeto, quedan algunos interrogantes en el aire después de ciertas respuestas evasivas o simples silencios, cuando no es el caso de que intervengan las brumas del olvido. Ni Fest ni Siedler escamotean sus recelos sobre determinadas contestaciones a temas centrales como las responsabilidades concretas de Speer y su verdadero grado de conocimiento, que siempre declaró nulo, de los crímenes en masa del nazismo. Pese a todo, la importancia del volumen trasciende esas incógnitas y flecos porque la concepción del libro coloca al personaje histórico Speer, un tipo extraordinariamente brillante y sagaz, ante el espejo de sus contradicciones, engaños y ambigüedades. Lo resume Fest señalando: “Ya entonces me pareció que la vida de Speer, con todos sus autoengaños, sus falsas compunciones y sus endurecimientos morales, era mucho más paradigmática de lo que él mismo acertaba a comprender, y que añadía esa faceta importante a la imagen de la confusión alemana que hizo posible y acaso inevitable a Hitler” (p. 11).

El lector también tiene ocasión de encontrarse de modo frontal, pues le interrogan especialistas y alemanes (sic), con el problema, nada menos, de la memoria individual, del efecto del paso del tiempo sobre los recuerdos, en especial cuando la óptica y los valores de quien relata han mudado. En este sentido, la proximidad o el mano a mano, como se prefiera, entre el memorialista (Speer) y el historiador (Fest, ayudado por Siedler) es crucial para llegar a comprender, dentro de lo que es posible, la sicología de aquél y poder discernir, siquiera aproximadamente, cuando miente, omite o deforma el pasado. No en vano Fest sostiene en la introducción que “Speer se embrolló hasta tal punto en las contradicciones que acompañaron su vida y terminaron por dominarla del todo, que, con el paso del tiempo, como se me fue haciendo evidente, se fue alejando cada vez más de cualquier respuesta medianamente convincente. Al final, él mismo se convirtió en el mayor enigma” (p. 17). Todas las críticas basadas en esa relación de proximidad entre el viejo nazi y el historiador, tomada como simpatía, por plausibles que parezcan, carecen de fundamento. No había otra forma de mirar dentro que acercarse al abismo, con el riesgo del que el abismo penetre en el interior de uno (al decir de Nietzche, citado por Ferran Gallego), cosa aquí harto improbable en alguien de la entereza moral de Joachim Fest.

Una vez leído este libro, la consecuencia no puede ser otra que repasar las Memorias de Speer y les aseguro que el cambio de óptica es muy notable, no en la sustancia de los datos, aunque algo sí, sino en el tono y el fin de los mismos. Tras la relectura (debo mucho de lo que de positivo tengan estas valoraciones al libro de Ferran Gallego), aparte de volver a admirar la inmensa cantidad de información bien ordenada y vital que contienen, esos recuerdos tan bien expuestos ya no se presentan a la vista solamente como una suerte de pliego de descargo. Por encima de todo, constituyen una verdadera obra de ingeniería de transmutación a través de la perfecta racionalización de unos fines que no son otros que la de rehabilitar al memorialista ante la posteridad. Frente a ella se presenta como el voluntario que accede al sacrificio de forma individual para expiar la culpa del extravío del “colectivo” alemán, desviando el odio hacia el régimen y hacia sí mismo, con objeto de liberar al pueblo de las cadenas de un pasado reciente, tan horrendo como moralmente destructivo.

Sobrecoge la precisión quirúrjica del historiador ante la nebulosa en la que trata de envolverse Speer: “Le dije que la `intuición´ describía el nivel de conocimiento (limitado) de la mayoría de los alemanes. Tal como él afirma de sí mismo, la mayoría de los alemanes `intuyeron´ lo suficiente para comprender que era mejor no `saber´ nada. No fue por casualidad que se detuvieran en la `intuición´ y se guardaran mucho de averiguar toda la verdad”

Albert Speer asume la responsabilidad general, que no concreta, de las aberraciones, derivada de su acción como ministro de Armamentos, desempeño clave en la perduración de la contienda y, por tanto, de la ampliación de la matanza. Como contrapeso, insistentemente alega desconocer la naturaleza y práctica exterminadora del régimen. Al fin y al cabo, actuó, como tantos alemanes, bajo el hipnótico influjo de Hitler, empleándose a fondo en el cumplimiento del deber de luchar por su país. Habilidad en las serie de adiciones de un estratega tan astuto y consumado como Speer. Es uno más de los alemanes corrientes, sin apenas sangre inocente en las manos. Asimismo, al reconocer explícitamente y sin reservas su “parte” de culpa como miembro del régimen, dota de un sentido redentor al gran sacrificio que conlleva dejar el horizonte despejado al pueblo alemán. En consonancia con esto, no hizo otra cosa que velar por este futuro sin lastres cuando se rebeló, aun a riesgo de la vida y de la existencia de su familia, contra la terminante orden de Hitler de “tierra quemada”, cuya aplicación, que él boicoteó sistemática y organizadamente, hubiera significado la destrucción de las bases materiales que sustentaron la supervivencia de la sociedad alemana de posguerra.

Soberbio Speer en la autorreconstrucción de su figura, no porque sea un espléndido y alambicado montaje, sino debido a que encubre con realidades apabullantes, gestas bienintencionadas (cuando todo estaba perdido) y talante tecnocrático, apolítico y moralmente neutral, gravísimas responsabilidades concretas, grandes omisiones y medias verdades. Y por encima de todo porque integra el conjunto de elementos en una sofisticada malla que recoge la redención moral, al liberar el destino de los alemanes (algo que le convierte en su acreedor), la percepción de que las circunstancias le favorecían (con el despuntamiento de la Guerra Fría y el juicio de Nuremberg en el que los aliados pretendían “reeducar a los alemanes para que volvieran a ser europeos de provecho” --Richard Overy, Interrogatorios. El Tercer Reich en el banquillo, Barcelona, 2003, p. 15— ) y la disculpa, a modo de excusa, del tolerable rasero con el que medir los actos de tantos, como los de Speer mismo, en una situación tan extrema, tan enajenada que sus destellos explicarían la ceguera de las conciencias. Lo que le permite facilitar una justificación escasa en densidad pero suficientemente apta para el alivio de la carga individual de cada alemán comprometido, de un modo u otro, en la perpetración del horror bélico y/o el exterminio.

Speer es, a mi juicio, el perfecto chantajista, que, a determinada escala, procurando rebajar el listón a su favor, les viene a decir a sus compatriotas: “soy lo que ustedes, quise lo que ustedes, hice lo que ustedes y me enteré lo que ustedes”. A este respecto, sobrecoge la precisión quirúrjica del historiador ante la nebulosa en la que trata de envolverse Speer: “Le dije que la `intuición´ describía el nivel de conocimiento (limitado) de la mayoría de los alemanes. Tal como él afirma de sí mismo, la mayoría de los alemanes `intuyeron´ lo suficiente para comprender que era mejor no `saber´ nada. No fue por casualidad que se detuvieran en la `intuición´ y se guardaran mucho de averiguar toda la verdad” (pp. 200-201). Al contrario que el padre de Fest (y por extensión del propio Joachim), que tomó la determinación de saber y se cercioró en menos de tres meses.

Es necesario insistir en las enormes dificultades para discernir la verdad de los ocultamientos, de nuevo se constata que el subtítulo Preguntas sin respuesta tiene su razón de ser, porque aquel tiempo y sus perversos valores ya han periclitado. A finales de los años 60 del siglo pasado, Speer, aunque no puede disimular la íntima satisfacción del deber cumplido como un agente a la vez eficaz y sacrificado durante la guerra, también ha pasado por cierto examen de conciencia, al tiempo que siente que ya ha pagado su deuda por muchos reproches que siga recibiendo. Por último, está el factor decisivo de su personalidad, muy bien descrita por Fest en las recapitulaciones con Siedler: “...yo pregunté cómo un hombre con su cuenta vital ha de enfrentarse con su pasado y si el idealista con buenas intenciones –que en buena medida él encarna, en lo bueno y en lo malo— sabe lo que es la culpa. ¿Puede alguien como Speer comprender los efectos de sus acciones? ¿No es, por así decir, constitucionalmente incapaz de ello, de modo que no puede negar o reprimir nada?” (p. 206). Éste rasgo parece ser la clave interpretativa que explicaría las innegables dosis de perplejidad que genera Speer en el interpelante, cualquiera que sea éste (Fest, Siedler, Trevor-Roper, Sereny, fiscales, periodistas...). Lo capta Richard Overy ante las respuestas en el juicio de Nuremberg: “La capacidad de Speer para reducir las cuestiones a su núcleo técnico le permite soslayar la confrontación con cuestiones más peliagudas como la moralidad o inmoralidad de fabricar armas con mano de obra del campo. Los imperativos de racionalización hacía mucho que habían extinguido, en aquella fase de la guerra, los imperativos morales que los tecnócratas quizá hubieran tenido antaño” (Interrogatorios, pp. 463-464).

En la figura de Albert Speer, tal como él procura y consigue en parte, se contraponen la representación simbólica de la impresionante y demoledora imagen de un régimen que funcionaba como una máquina perfectamente engrasada para el aniquilamiento del "enemigo" y el realismo desengañado de quien al final ve todo perdido y trata de paliar la matanza y preservar el futuro de su pueblo. Ese comportamiento en apariencia incongruente, que casi le cuesta la vida cuando se confiesa ante Hitler en su última entrevista (23 al 24 de abril de 1945), la relación de amistad tan particular (homoerótica en opinión de Siedler y Fest) con su líder y la distancia crítica hacia el sistema y los demás dirigentes, respaldan la significación trascendental de un personaje que historiadores como Trevor Roper o Fest consideran el paradigma del alemán corriente (en este caso ilustrado) que no sólo se dejó arrastrar por la vorágine sino que colaboró en ella. Sobre los hechos y sus recuerdos, la lealtad al caudillo y el grado de conocimiento de los crímenes en masa interrogan y objetan de continuo Fest y Siedler a Speer, en un impresionante trabajo en el que realizan el retrato caractereológico del hombre, mientras se esfuerzan por descubrir omisiones, verdades parciales y ocultamientos.
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