Dentro del por lo general mediocre círculo próximo al
Führer, éste
lo consideraba “casi” un igual y el respeto por el arquitecto, la arquitectura y
la megalomanía constructora del líder nazi contribuyeron a la fulgurante carrera
profesional y política de Speer. Como señala Ferran Gallego en su indispensable
obra
Todos los
hombres del Führer (Debate, 2006) esa compenetración
establecía “la simultaneidad del artista-político y del político-artista,
comprendiendo ambos que sus funciones son distintas en su proyecto sentido con
una intensidad idéntica. La arquitectura como poder, como persuasión, como
consigna, como intimidante representación que mantuviera en una vida perpetua la
esencia de la comunidad, pero que diera a sus autores temporales, mortales,
históricos, la posesión del poder político” (p. 465). Speer fue, por tanto, uno
de los oficiantes de la liturgia de masas y el estilo político
nacionalsocialista que incorporó una larga tradición estudiada por George L.
Mosse en su libro
La
nacionalización de las masas (Marcial Pons, 2005).
De la estrecha vinculación con Hitler y del protagonismo de Speer
surgieron unas
Memorias (publicadas originariamente en 1969 y no hace
mucho en español por la editorial Acantilado) que son imprescindibles para
conocer los entresijos y la evolución del régimen nazi, desde su auge hasta el
hundimiento. Y es en este capítulo, el de las memorias, donde interviene un
historiador y periodista de la solvencia profesional y solidez humana de Joachim
Fest (1926-2006), de quien ya se ha comentado su magnífica autobiografía
Yo no. El
rechazo del nazismo como actitud moral (Taurus, 2007). El
director de la editorial alemana Ullstein, Wolf Jobst Siedler, solicitó que
colaborara con Speer, una vez terminada su condena a 20 años en Spandau (1966),
para poner orden en el manuscrito y procurar centrarlo en la descripción del
funcionamiento del régimen, el ambiente de los círculos de poder, los jerarcas
y, principalmente, la personalidad del caudillo. Fest desempeñó el papel de
“lector interrogador”. En suma, la colaboración del historiador, que duró muchos
meses y que abrió una larga relación personal, buscaba respuesta a la eterna
pregunta de “¿cómo fue posible Hitler y por qué surgió precisamente en
Alemania?”. Pues bien, las anotaciones de los diálogos y discusiones de este
contacto, prolongado hasta el mismo final de la vida de Speer, conforman el
contenido central del libro, junto con algunas valoraciones y juicios muy
pertinentes de Siedler y Fest.
Soberbio Speer en la
autorreconstrucción de su figura, no porque sea un espléndido y alambicado
montaje, sino debido a que encubre con verdades apabullantes, gestas
bienintencionadas (cuando todo estaba perdido) y talante tecnocrático, apolítico
y moralmente neutral, gravísimas responsabilidades concretas, grandes omisiones
y medias verdades
Por su parte, aunque el
subtítulo,
Preguntas sin respuesta, parezca inicialmente inquietante, y
hasta pueda decepcionar, recoge con absoluta precisión los términos de la
cuestión respecto al balance de estas conversaciones e interpelaciones, en
ocasiones apremiantes. Así, como es lógico dado el tiempo transcurrido y la
personalidad del sujeto, quedan algunos interrogantes en el aire después de
ciertas respuestas evasivas o simples silencios, cuando no es el caso de que
intervengan las brumas del olvido. Ni Fest ni Siedler escamotean sus recelos
sobre determinadas contestaciones a temas centrales como las responsabilidades
concretas de Speer y su verdadero grado de conocimiento, que siempre declaró
nulo, de los crímenes en masa del nazismo. Pese a todo, la importancia del
volumen trasciende esas incógnitas y flecos porque la concepción del libro
coloca al personaje histórico Speer, un tipo extraordinariamente brillante y
sagaz, ante el espejo de sus contradicciones, engaños y ambigüedades. Lo resume
Fest señalando: “Ya entonces me pareció que la vida de Speer, con todos sus
autoengaños, sus falsas compunciones y sus endurecimientos morales, era mucho
más paradigmática de lo que él mismo acertaba a comprender, y que añadía esa
faceta importante a la imagen de la confusión alemana que hizo posible y acaso
inevitable a Hitler” (p. 11).
El lector también tiene ocasión de
encontrarse de modo frontal, pues le interrogan especialistas y alemanes (sic),
con el problema, nada menos, de la memoria individual, del efecto del paso del
tiempo sobre los recuerdos, en especial cuando la óptica y los valores de quien
relata han mudado. En este sentido, la proximidad o el mano a mano, como se
prefiera, entre el memorialista (Speer) y el historiador (Fest, ayudado por
Siedler) es crucial para llegar a comprender, dentro de lo que es posible, la
sicología de aquél y poder discernir, siquiera aproximadamente, cuando miente,
omite o deforma el pasado. No en vano Fest sostiene en la introducción que
“Speer se embrolló hasta tal punto en las contradicciones que acompañaron su
vida y terminaron por dominarla del todo, que, con el paso del tiempo, como se
me fue haciendo evidente, se fue alejando cada vez más de cualquier respuesta
medianamente convincente. Al final, él mismo se convirtió en el mayor enigma”
(p. 17). Todas las críticas basadas en esa relación de proximidad entre el viejo
nazi y el historiador, tomada como simpatía, por plausibles que parezcan,
carecen de fundamento. No había otra forma de mirar dentro que acercarse al
abismo, con el riesgo del que el abismo penetre en el interior de uno (al decir
de Nietzche, citado por Ferran Gallego), cosa aquí harto improbable en alguien
de la entereza moral de Joachim Fest.
Una vez leído este libro, la
consecuencia no puede ser otra que repasar las
Memorias de Speer y les
aseguro que el cambio de óptica es muy notable, no en la sustancia de los datos,
aunque algo sí, sino en el tono y el fin de los mismos. Tras la relectura (debo
mucho de lo que de positivo tengan estas valoraciones al libro de Ferran
Gallego), aparte de volver a admirar la inmensa cantidad de información bien
ordenada y vital que contienen, esos recuerdos tan bien expuestos ya no se
presentan a la vista solamente como una suerte de pliego de descargo. Por encima
de todo, constituyen una verdadera obra de ingeniería de transmutación a través
de la perfecta racionalización de unos fines que no son otros que la de
rehabilitar al memorialista ante la posteridad. Frente a ella se presenta como
el voluntario que accede al sacrificio de forma individual para expiar la culpa
del extravío del “colectivo” alemán, desviando el odio hacia el régimen y hacia
sí mismo, con objeto de liberar al pueblo de las cadenas de un pasado reciente,
tan horrendo como moralmente destructivo.
Sobrecoge la precisión quirúrjica
del historiador ante la nebulosa en la que trata de envolverse Speer: “Le dije
que la `intuición´ describía el nivel de conocimiento (limitado) de la mayoría
de los alemanes. Tal como él afirma de sí mismo, la mayoría de los alemanes
`intuyeron´ lo suficiente para comprender que era mejor no `saber´ nada. No fue
por casualidad que se detuvieran en la `intuición´ y se guardaran mucho de
averiguar toda la verdad”
Albert Speer asume
la responsabilidad general, que no concreta, de las aberraciones, derivada de su
acción como ministro de Armamentos, desempeño clave en la perduración de la
contienda y, por tanto, de la ampliación de la matanza. Como contrapeso,
insistentemente alega desconocer la naturaleza y práctica exterminadora del
régimen. Al fin y al cabo, actuó, como tantos alemanes, bajo el hipnótico
influjo de Hitler, empleándose a fondo en el cumplimiento del deber de luchar
por su país. Habilidad en las serie de adiciones de un estratega tan astuto y
consumado como Speer. Es uno más de los alemanes corrientes, sin apenas sangre
inocente en las manos. Asimismo, al reconocer explícitamente y sin reservas su
“parte” de culpa como miembro del régimen, dota de un sentido redentor al gran
sacrificio que conlleva dejar el horizonte despejado al pueblo alemán. En
consonancia con esto, no hizo otra cosa que velar por este futuro sin lastres
cuando se rebeló, aun a riesgo de la vida y de la existencia de su familia,
contra la terminante orden de Hitler de “tierra quemada”, cuya aplicación, que
él boicoteó sistemática y organizadamente, hubiera significado la destrucción de
las bases materiales que sustentaron la supervivencia de la sociedad alemana de
posguerra.
Soberbio Speer en la autorreconstrucción de su figura, no
porque sea un espléndido y alambicado montaje, sino debido a que encubre con
realidades apabullantes, gestas bienintencionadas (cuando todo estaba perdido) y
talante tecnocrático, apolítico y moralmente neutral, gravísimas
responsabilidades concretas, grandes omisiones y medias verdades. Y por encima
de todo porque integra el conjunto de elementos en una sofisticada malla que
recoge la redención moral, al liberar el destino de los alemanes (algo que le
convierte en su acreedor), la percepción de que las circunstancias le favorecían
(con el despuntamiento de la Guerra Fría y el juicio de Nuremberg en el que los
aliados pretendían “reeducar a los alemanes para que volvieran a ser europeos de
provecho” --Richard Overy,
Interrogatorios. El Tercer Reich en el
banquillo, Barcelona, 2003, p. 15— ) y la disculpa, a modo de excusa, del
tolerable rasero con el que medir los actos de tantos, como los de Speer mismo,
en una situación tan extrema, tan enajenada que sus destellos explicarían la
ceguera de las
conciencias. Lo que le permite facilitar una justificación escasa en
densidad pero suficientemente apta para el alivio de la carga individual de cada
alemán comprometido, de un modo u otro, en la perpetración del horror bélico y/o
el exterminio.
Speer es, a mi juicio, el perfecto chantajista, que, a
determinada escala, procurando rebajar el listón a su favor, les viene a decir a
sus compatriotas: “soy lo que ustedes, quise lo que ustedes, hice lo que ustedes
y me enteré lo que ustedes”. A este respecto, sobrecoge la precisión quirúrjica
del historiador ante la nebulosa en la que trata de envolverse Speer: “Le dije
que la `intuición´ describía el nivel de conocimiento (limitado) de la mayoría
de los alemanes. Tal como él afirma de sí mismo, la mayoría de los alemanes
`intuyeron´ lo suficiente para comprender que era mejor no `saber´ nada. No fue
por casualidad que se detuvieran en la `intuición´ y se guardaran mucho de
averiguar toda la verdad” (pp. 200-201). Al contrario que el padre de Fest (y
por extensión del propio Joachim), que tomó la determinación de saber y se
cercioró en menos de tres meses.
Es necesario insistir en las enormes
dificultades para discernir la verdad de los ocultamientos, de nuevo se constata
que el subtítulo
Preguntas sin respuesta tiene su razón de ser, porque
aquel tiempo y sus perversos valores ya han periclitado. A finales de los años
60 del siglo pasado, Speer, aunque no puede disimular la íntima satisfacción del
deber cumplido como un agente a la vez eficaz y sacrificado durante la guerra,
también ha pasado por cierto examen de conciencia, al tiempo que siente que ya
ha pagado su deuda por muchos reproches que siga recibiendo. Por último, está el
factor decisivo de su personalidad, muy bien descrita por Fest en las
recapitulaciones con Siedler: “...yo pregunté cómo un hombre con su cuenta vital
ha de enfrentarse con su pasado y si el idealista con buenas intenciones –que en
buena medida él encarna, en lo bueno y en lo malo— sabe lo que es la culpa.
¿Puede alguien como Speer comprender los efectos de sus acciones? ¿No es, por
así decir, constitucionalmente incapaz de ello, de modo que no puede negar o
reprimir nada?” (p. 206). Éste rasgo parece ser la clave interpretativa que
explicaría las innegables dosis de perplejidad que genera Speer en el
interpelante, cualquiera que sea éste (Fest, Siedler, Trevor-Roper, Sereny,
fiscales, periodistas...). Lo capta Richard Overy ante las respuestas en el
juicio de
Nuremberg: “La capacidad de Speer para reducir las cuestiones a su
núcleo técnico le permite soslayar la confrontación con cuestiones más
peliagudas como la moralidad o inmoralidad de fabricar armas con mano de obra
del campo. Los imperativos de racionalización hacía mucho que habían extinguido,
en aquella fase de la guerra, los imperativos morales que los tecnócratas quizá
hubieran tenido antaño” (
Interrogatorios, pp. 463-464).
En la
figura de Albert Speer, tal como él procura y consigue en parte, se contraponen
la representación simbólica de la impresionante y demoledora imagen de un
régimen que funcionaba como una máquina perfectamente engrasada para el
aniquilamiento del "enemigo" y el realismo desengañado de quien al final ve
todo perdido y trata de paliar la matanza y preservar el futuro de su pueblo.
Ese comportamiento en apariencia incongruente, que casi le cuesta la vida cuando
se confiesa ante Hitler en su última entrevista (23 al 24 de abril de 1945), la
relación de amistad tan particular (homoerótica en opinión de Siedler y Fest)
con su líder y la distancia crítica hacia el sistema y los demás dirigentes,
respaldan la significación trascendental de un personaje que historiadores como
Trevor Roper o Fest consideran el paradigma del alemán corriente (en este caso
ilustrado) que no sólo se dejó arrastrar por la vorágine sino que colaboró en
ella. Sobre los hechos y sus recuerdos, la lealtad al caudillo y el grado de
conocimiento de los crímenes en masa interrogan y objetan de continuo Fest y
Siedler a Speer, en un impresionante trabajo en el que realizan el retrato
caractereológico del hombre, mientras se esfuerzan por descubrir omisiones,
verdades parciales y ocultamientos.