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Mark Bowden: Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en Teherán (RBA Libros, 2008)

Mark Bowden: Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en Teherán (RBA Libros, 2008)

    TÍTULO
Huéspedes del Ayatola. La crisis de los rehenes en Teherán

    AUTOR
Mark Bowden

    EDITORIAL
RBALibros

    GÉNERO
Reportaje

    TRADUCCCION
Joan Solé Solé

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 554 páginas. 25 €



Mark Bowden

Mark Bowden


Reseñas de libros/No ficción
Mark Bowden: Huéspedes del Ayatola. La crisis de los rehenes en Teherán (RBA Libros, 2008)
Por Rogelio López Blanco, jueves, 2 de octubre de 2008
Como en el caso del libro de Rajiv Chendrasekaran, Vida imperial en la Ciudad Esmeralda, comentado aquí no hace mucho, Huéspedes del Ayatola. La crisis de los rehenes en Teherán es otro magnífico reportaje, en este caso con la mayor perspectiva histórica que ofrece el tiempo y la riqueza de fuentes, recuerdos y reflexiones publicadas sobre lo acontecido. Mark Bowden, autor del conocido Black Hawk derribado, aúna el contexto de la revolución iraní, sus contradicciones internas y las luchas entre las distintas facciones que se habían aliado para derrocar al sha de Persia (Irán), Mohammed Reza Pahlevi (11 de febrero de 1979), enfrentamientos que condujeron finalmente a la consolidación del régimen teocrático actual fundado por el imán Jomeini. Lo combina con el análisis del impacto ocasionado por el asalto a la legación norteamericana (4 de noviembre de 1979) sobre la administración del presidente Jimmy Carter, tanto en su gestión propiamente dicha como en relación con la derrota final en las elecciones presidenciales ante el candidato republicano Ronald Reagan. Y sobre este telón de fondo, como buen periodista, el autor confiere el primer plano del hilo narrativo a las vivencias y el drama experimentado por los secuestrados a los largo de los 444 días de cautiverio, las reacciones iniciales el día del asalto, la convivencia con los secuestradores, así como el papel de éstos en el desarrollo de los hechos y su posterior deriva política, mucho más allá de lo que fueron sus intenciones iniciales.
Licenciado en Literatura Inglesa, el priodista Mark Bowden (1951), ya se ha mencionado, saltó a la fama con su trabajo Black Hawk derribado, llevado al cine por el conocido director Ridley Scott en la película del mismo título en España y con el de La caída del Halcón Negro en América Latina. Obtuvo dos Oscar (Sonido y Montaje) en 2001. Paro ya antes Bowden había publicado un notable reportaje sobre un famoso narcotraficante colombiano en Matar a Pablo Escobar, ambas publicadas por RBA Libros, cuya directora editorial, Anik Lapointe, merece un elogio especial por su acierto en la selección de la serie Contemporáneos (véanse algunos ejemplos: Torneo de Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia Central, de Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac; La Guerra Fría, de John Lewis; Vida imperial en la Ciudad Esmeralda, de Rajiv Chandrasekaran; Los 70 a destajo: Ajoblanco y libertad, de José Ribas...)

La documentación de Huéspedes del Ayatola tiene una extraordinaria importancia, se basa fundamentalmente en conversaciones con los protagonistas inmediatos de los acontecimientos (secuestrados, captores, militares de la fuerza Delta), así como con las autoridades políticas y religiosas implicadas en Estados Unidos e Irán. No faltan las indagaciones en los Archivos Nacionales ni del Carter Center de Atlanta. También hay un buen puñado de obra autobiográficas, recuerdos y memorias, así como el fondo documental reunido por el periodista Tim Wells, que entrevistó a los rehenes poco después de su liberación, para confeccionar un libro sobre la cuestión titulado 444 Days. The Hostages Remeber (1983).

Lo capital de Huéspedes del Ayatola es que demuestra que el asalto a la cancillería norteamericana y el secuestro de más de sesenta de sus miembros por estudiantes fundamentalistas durante más de un año, no fue un mero episodio en la larga historia de los conflictos de Estados Unidos con grupos o países que en ocasiones han venido desafiando su poder o hegemonía. Jugó un papel crucial en la evolución política interna de las dos naciones implicadas, constituyó un modelo a seguir para los sectores más extremistas del mundo islámico, tanto chií como suní, y marcó una pauta de creciente y conflictiva relación entre ambos estados. Nada de esto es baladí, los tres asuntos, junto con la amenidad y el ritmo trepidante que imprime Bowden al reportaje, hacen de su lectura un auténtico goce por la capacidad para recrear ambiente y vicisitudes de los secuestrados y sus captores además de las notables revelaciones y conclusiones que alcanzan rango histórico por su trascendencia.

No obstante, pese a que desembocó en un capítulo crucial en la historia de las relaciones entre el mundo islámico y Occidente, el plan de la toma de la embajada fue una idea concebida por estudiantes islámicos que, aun siendo files partidarios del imán Jomeini, lo pusieron en práctica a sus espaldas. De hecho, el consejero espiritual de los jóvenes, el misterioso clérigo Mousavi Joeniha, situado a la izquierda de los mulás conservadores, les recomendó no consultar al jerarca chií para crear una situación de hechos consumados que favoreciese la radicalización de la situación política y empujase al imán a favorecer a los sectores fundamentalistas.

Para los estudiantes quedaba patente el proyecto norteamericano de retornar a la situación anterior. El objetivo que se planteaban era el de invadir pacíficamente la legación, aun cuando hubiera muertos propios, y aprovechar la ocupación y su eco internacional para denunciar mundialmente las intenciones de los Estados Unidos, reivindicar la extradición del sha para ser juzgado por la represión y el expolio de los recursos del país y demostrar la capacidad para resistir la injerencia extranjera

Hay que recordar que en esa etapa de la revolución iraní existía un cierto equilibrio de poderes, en medio de la pugna de fondo que dirimiría hacia dónde se encauzaría el futuro político del país, en el que el gobierno presidido por el Bazargan estaba integrado en buena parte por laicos moderados. Realmente los estudiantes estaban convencidos de que desde la embajada se estaban moviendo los hilos para restituir la situación anterior a la caída del sha y que los ministros eran cómplices de los Estados Unidos. Esta idea se vio reforzada en el momento que, debido a cuestiones estrictamente humanitarias, el presidente Carter, tras consultar a sus consejeros, que desoyeron las bienintencionadas advertencias del ministro de Exteriores iraní, el moderado Yazdi, admitió la entrada del sha en el país para el tratamiento de un cáncer. La gota que colmó el vaso fue la filtración de la conferencia secreta en Argel entre miembros seglares del Gobierno iraní y Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca.

Para los estudiantes quedaba patente el proyecto norteamericano de retornar a la situación anterior. La revolución les había enseñado que esperar acontecimientos era contraproducente, habían visto los frutos de una acción decidida y directa. El objetivo que se planteaban era el de invadir pacíficamente la legación, aun cuando hubiera muertos propios, y aprovechar la ocupación y su eco internacional para denunciar mundialmente las intenciones de los Estados Unidos, reivindicar la extradición del sha para ser juzgado por la represión y el expolio de los recursos del país y demostrar la capacidad para resistir la injerencia extranjera. La toma pretendía frenar de raíz la supuesta trama norteamericana. Al tiempo, se pretendía colocar al Gobierno provisional de Bazargan, obligado por la legalidad internacional a resolver el conflicto y desalojar a los estudiantes, en una situación insostenible: los ocupantes eran “un grupo de jóvenes considerados píos y pacíficos aliados de Jomeini”, con lo cual Bazargan se arriesgaría a perder el respaldo del imán para intervenir. Para mayor complicación, una enorme multitud de fieles rodeaba la embajada en apoyo de los estudiantes. Estos se habían preocupado además de no tener que enfrentarse con la Guardia Revolucionaria y la policía. También organizaron la operación con detalle para que ninguna facción estudiantil de la izquierda con las que rivalizaban (Mujahedin-e Khalggh y Faedaeian-e Khalg) explotase la oportunidad –como había ocurrido en el asalto de febrero--, de tal modo que tuvieron el control del asalto y la ocupación en todo momento, asunto capital para que la misma se llevara a cabo conforme a sus designios.

Todos los estudiantes “estaban comprometidos con un Estado islámico formal y tenían vínculos, algunos familiares, con la estructura de poder clerical que rodeaban a Jomeini”, en definitiva, pugnaban por una nunca vista República Islámica, y se enfrentaban con los nacionalistas moderados y también de izquierdas partidarios de una democracia secular al estilo socialista (p. 26). Influenciados por el sociólogo Ali Shariati (1933-1977), los estudiantes fundamentalistas veía en el islam una vía hacia la utopía, diferente a la capitalista y comunista. No se trataba de un punto de vista minoritario, pues no eran pocos en el mundo musulmán los que se negaban a jugar el papel de comparsas en el desarrollo de la Guerra Fría, particularmente en relación con Norteamérica. Bowden lo resume acertadamente: “La captura de la embajada estadounidense dejó entrever algo nuevo y desconcertante. Era la primera batalla en la guerra de Estados Unidos contra el islam militante. Un conflicto que acabaría implicando a gran parte del mundo. La revolución iraní no era sólo una lucha nacional por el poder; había tocado un océano subterráneo de indignación islamista durante medio siglo” (p. 19)

Una fiebre revolucionaria campeaba por medio mundo y en este contexto se desarrolla la revolución iraní contra el sha Reza Pahlevi, el guardián de Estados Unidos en la zona por el poderío militar, económico y la relevancia geoestratégica de su país, que permitía la vigilancia de la zona sur de la URSS y el control del flujo de petróleo desde el Golfo Pérsico


A esta altura cabe establecer algunas consideraciones que no entran dentro del estricto radio de acción del libro. El autor alude en numerosas ocasiones al idealismo, todo lo fanático que se quiera, de los jóvenes ocupantes. Irán estaba inmerso en la fiebre revolucionaria que había propiciado la huida del sha y los estudiantes iban en vanguardia. Eran los setenta, la eclosión de todo el idealismo que había florecido en el 68 continuaba en su apogeo. Las utopías más extremas habían recobrado auge y radicalizaron las posiciones (incluso respecto a los intereses de la URSS, como la “Primavera de Praga”, que fue aplastada en agosto de 1968). La idea de que se podía construir un mundo mejor a través de la violencia revolucionaria, dominaba los corazones y las mentes de muchos jóvenes. El ejemplo del Che Guevara lucía en toda su magnitud, romántica y redentora. Así, el terrorismo izquierdista y nacionalista se extendía por Europa como una mancha de petróleo (caro): IRA, RAF, Brigadas Rojas, ETA..., pero también en Latinoamérica en forma de guerrillas como la que desalojó del poder a Anastasio Somoza en Nicaragua (1979). También en Europa había caído el régimen autoritario portugués con la “Revolución de los claveles” en abril de 1974 y en julio cayó la dictadura griega. En paralelo, la Guerra Fría, aunque con una intensidad menor, seguía su curso y la reacción anticomunista y autoritaria afectaba a varios países (Uruguay –junio de 1973--, Chile –septiembre de 1973--, Argentina –marzo de 1976--, etc.). Por su lado, Estados Unidos había perdido el suroeste asiático, Laos, Camboya y Vietnam entre 1973 (retirada norteamericana) y 1975.

En resumen, una fiebre revolucionaria campeaba por medio mundo y es en este contexto en el que se desarrolla la revolución iraní contra el sha Reza Pahlevi, el guardián de Estados Unidos en la zona por el poderío militar, económico y la relevancia geoestratégica de su país, que permitía la vigilancia de la zona sur de la URSS, entre otros factores el de sus pruebas con misiles, y el control del flujo de petróleo desde el Golfo Pérsico. De este modo, con el derrocamiento del sha y la ocupación de la embajada estadounidense, se origina en el imaginario de la izquierda occidental el mito de que el islamismo radical es una doctrina o movimiento “progresista”, una simpatía que, unida lateralmente en sus inicios a la causa palestina, todavía perdura en amplios sectores.

En conjunción con estos hechos, se encuentra la extinción de la vía panarabista. La mayoría de los regímenes que tras la descolonización intentaron la senda de la modernización de las sociedades árabes a través del nacionalismo, la separación de la religión de le esfera política y el intervencionismo estatal, siguiendo el modelo que impulsó Kemal Ataturk en Turquía, acabó fracasando en buena parte de los países. Estos años de intentos varios (principalmente el de Nasser en Egipto) habían dejado un gran poso de frustración en amplios estratos de las poblaciones árabes y/o musulmanas que se sentían utilizadas como peones en la lucha bipolar entre Estados Unidos y la URSS, que veían sus recursos malbaratados y expoliados por oligarquías amparadas por las grandes potencias, especialmente por los norteamericanos. No obstante, para hacer más precisa la caracterización del fracaso de los regímenes panarabistas y modernizadores laicos de los 60, lo que se había producido realmente fue una frustración de las expectativas de rápida solución de los problemas de subdesarrollo de estas sociedades. Aunque hay que reconocer que en su momento se obtuvieron notables avances en muchos campos, insuficientes en todo caso para las esperanzas depositadas en el cambio.

Como señala el autor, sobre todo cuando lleva a cabo una interesantísima recapitulación final con los perpetradores y analistas del secuestro, la consecución del objetivo tuvo unos costes altísimos. Es decir, no fue ajena a la revolución iraní ni a la crisis del secuestro la invasión de Afganistán por la URSS ni tampoco el ataque de Sadam Hussein que llevaría a una encarnizada guerra de ocho años. Respecto a Estados Unidos, las relaciones con Irán aún se resienten por aquel acto y todo hace pensar que queda una cuenta pendiente

El fundamentalismo se había originado en el primer tercio del siglo XX, aunque hundía sus raíces ideológicas mucho más allá, tanto en Egipto (Hermanos Musulmanes) como en Arabía Saudí (wahabismo). En el caso de Irán coincidía, asimismo, con el resentimiento por el golpe de 1953 contra el primer ministro Mohammde Mossadeq, auspiciado por los Estados Unidos, que dio todo el poder a Reza Pahlevi. Esta fue una herida que afrentaba al orgullo nacional iraní. Por su lado, por curioso que parezca, el derrocamiento fue una suerte de muerte por éxito. La primera crisis del petróleo (1973) originó una cuantiosa riqueza para un estado petrolero como Irán, pero también un enorme desbarajuste social que arruinó las zonas rurales y empujó al campesinado hacia la capital, convirtiendo Teherán en una enorme metrópoli con una aglomeración demográfica que carecía de servicios suficientes, por mucho que el sha se esforzara en paliar tal avalancha. Lo importante de todo este proceso socio-económico a los efectos que se abordan en el libro de Mark Bowden es que ahí se creó el caldo de cultivo social de la futura revolución.

Bowden proporciona un retrato poco preciso de Jomeini, actor decisivo en el proceso. Retirado en el centro espiritual de Qom, rodeado de allegados y mulás, dejaba hacer y sólo actuaba cuando advertía que sus discursos o acciones no le restarían popularidad. El autor señala que, pese a su aspecto adusto, era una persona muy indecisa e influenciable, aunque es posible que detrás de esta actitud que pudiera manifestar ante algún testigo se escondiese una cautelosa reserva o astucia. El imán constituía el emblema de una revolución que había unido contra el sha a nacionalistas laicos conservadores y de izquierda, a islamistas moderados y radicales, además de grupúsculos extremistas. alguno prosoviético. El curso de la revolución no estaba definido, había fuertes resistencias étnicas en algunas regiones (Kurdistán, Beluchistán, etc) y los laicos se oponían frontalmente a los designios de los mulás fundamentalistas.

Por esta razón, el panorama postrevolucionario experimentó un golpe decisivo con la toma de la embajada. De entrada, supuso que en 48 horas dimitiese el Gobierno Bazargan. Posteriormente, la prolongación del secuestro (hasta el 20 de enero de 1981), momento a partir del cual los estudiantes perdieron el control político de la situación, sirvió para seguir erosionando la capacidad y el poder de maniobra de la facción y personalidades políticas moderadas en favor de los sectores islamistas más radicales. La captura de la legación y el alargamiento del secuestro desató una oleada de antiamericanismo que rompió a largo plazo cualquier conexión con los valores occidentales, quebró cualquier lazo entre ambas culturas. Esta satanización de los Estados Unidos fue dejando fuera de juego a los partidarios de crear un Estado moderno al estilo occidental y despejó finalmente el camino a la República Islámica, una teocracia autoritaria con rasgos totalitarios que muy pocos de las figuras políticas dirigentes y grupos de vanguardia anhelaban cuando derrocaron a Reza Pahlevi.

Como señala el autor, sobre todo cuando lleva a cabo una interesantísima recapitulación final con los perpetradores y analistas del secuestro de los diplomáticos, la consecución del objetivo tuvo unos costes altísimos. Es decir, no fue ajena a la revolución iraní y a la crisis del secuestro, que debilitó al país tanto económica como internacionalmente, la invasión de Afganistán por la URSS ni especialmente el ataque de Sadam Hussein que llevaría a una encarnizada guerra de ocho años. Respecto a Estados Unidos, pese a la contención de Carter, que persiguió con todas sus fuerzas una resolución pacífica de la crisis y que, tras repetidos desplantes, se vio obligado a ordenar la operación de la fuerza Delta –detalladamente descrita por Bowden-- (con el resultado de un clamoroso fracaso), las relaciones con Irán aún se resienten por aquel acto y las circunstancias actuales (desafío nuclear y conflicto entre israelíes y palestinos) hacen pensar, con la visión que da este magnífico libro, que hay una cuenta pendiente que Ahmadineyad (uno de aquellos jóvenes estudiantes radicales que dice que no participó en el secuestro), con sus provocaciones antisemitas y exterminadoras, parece que quiere saldar. En suma, el poco realismo con que se actuó en aquella crisis, como admiten muchos de los antiguos captores, continúa encarnado en la figura del presidente iraní. Sin duda, con armas nucleares de por medio y la amenaza de su uso, se está jugando con más fuego del que se puede suponer.

En definitiva, el libro de Mark Bowden, que trabaja actualmente como corresponsal para The Atlantic Monthly, es un extraordinario reportaje que no sólo proporciona una visión afinada y magníficamente documentada sobre un hecho decisivo del pasado reciente, cuyos efectos se mantienen plenamente vigentes, sino que también dota al lector de elementos de juicio y una rica perspectiva para poder analizar las peligrosas realidades del presente.
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