¿Qué podemos hacer cuando la vida nos lastima? Crecer es
propiamente eso: sobrevivir durante un tiempo a las acometidas de la existencia.
Durante un tiempo. La muerte propia no es un dato de la vida. Quiero decir:
nadie ha regresado para relatar qué hay del otro lado, qué se experimenta cuando
uno muere. Asistimos con estupor a la desaparición de los otros. En masa, por
ejemplo: ese hecho nos resulta impensable, las magnitudes estadísticas de la
muerte son inconcebibles para el individuo particular. Pero la desaparición
también se da entre quienes nos son próximos, incluso muy próximos: asistimos a
un acontecimiento más indescifrable todavía, un suceso que nos amputa. ¿Qué se
hace de todo lo que esa persona acumuló? No me refiero a sus posesiones
materiales, a los patrimonios cuya transmisión regulan los códigos civiles. Me
refiero al repertorio de experiencias que cada uno de nosotros atesora: esas
formas de ver, de concebir el mundo, de intervenir sobre él.
Cada uno de
nosotros es, por supuesto, hijo de su tiempo; pero no somos un mero caso
equiparable al resto de nuestros contemporáneos. Cada uno de nosotros es
irrepetible y con la muerte de cada cual desaparece lo que nadie más podrá
reanudar. La muerte nos acosa, la destrucción nos amenaza: esas enfermedades que
nos dañan, esos accidentes que nos merman; esas rupturas personales que nos
desestabilizan; ese envejecimiento y esa decrepitud que nos volverán
irreconocibles. Recordamos lo que hemos sido: durante un tiempo fuimos jóvenes,
fuimos fuertes, fuimos bellos incluso. Más aún: recordaremos embelleciéndonos,
haciéndonos mejores de lo que en realidad fuimos. En la memoria hay una parte de
verdad, pero en esas rememoraciones hay también una cirugía reparadora: creemos
recordar a alguien mejor de lo que realmente fue. ¿Y cómo recordamos?
Contándonos nuestra propia vida con hilo conductor y con sentido, con
congruencia: de manera piadosa o de modo inmisericorde. Porque existe la
posibilidad de juzgarnos con dureza.
El viejo puede sentir nostalgia del
joven que fue o creyó ser. Pero el anciano puede experimentar dolor por quien
fue, justamente: por quien no llegó a ser, por las malas decisiones, por los
proyectos que desechó, por las cobardías, por las parálisis, por la estulticia
personal. Recordamos para salvarnos, para perseguirnos, para evaluarnos, para
contentarnos: el caso es que recordamos contándonos, narrándonos. Narrar es el
medio que tenemos para encajar las piezas de una vida. No todas: sólo ciertas
piezas. Narrar es el instrumento con el que contamos para dar significado
general y particular a lo que nos ha ocurrido y, de mayores, evocamos. Narrar es
ponerle orden a lo disperso; darle sucesión a lo simultáneo; atribuir sentido a
lo incoherente. Pero no sólo eso. Narrar es matar el tiempo, acelerarlo o
detenerlo: hacer como que aceleramos el tiempo o como que lo detenemos.
La prosperidad occidental ha
trastornado lo evidente: vivimos en una sociedad de expectativas, en un espacio
que recompensa, en un lugar de cambio en el que esperamos prosperar, justamente.
Contrariamente a lo que fue la experiencia histórica de otros tiempos, el
Occidente cercano nos facilita la vida. Vivimos en un ámbito de optimismos bien
fundados: la sociedad no nos determina, pensamos; la sociedad no nos pone
obstáculos insalvables o inevitables, como antes sucedía
El
tiempo es seguramente nuestro principal enigma. En todas las culturas y, por
supuesto, en el Occidente próspero de hoy. En circunstancias normales, queremos
pensar en los niños como una gavilla de posibilidades y en ellos depositamos
sensata o exageradamente nuestras expectativas. Queremos pensarlos como una
eternidad que felizmente nos sobrepasará, como seres cuya muerte no contemplamos
ni contemplaremos. Queremos pensar en los hijos como lo venidero: son
beneficiarios de lo mejor y lo mejor, para ellos, aún está por llegar. Con estas
impresiones vamos envejeciendo y con esas ideas más o menos compartidas nos
forjamos una cierta idea del mundo. Seremos nosotros los que moriremos y no
asistiremos al fallecimiento de los jóvenes. Seremos nosotros a quienes la vida
lastimará: nuestros hijos, por el contrario, madurarán sin daño ni laceración.
De repente, un día, descubrimos que no es así, que no es exactamente
así. Las heridas del tiempo ultrajan a muchachos y a viejos y la existencia nos
da la posibilidad de asistir al espectáculo del dolor propio y ajeno, de la
muerte joven y anciana, del desorden del mundo. Estas desazones que aquí expreso
son, por supuesto, características de un medio social y de una circunstancia
bien determinada: como antes decía, son propias de un Occidente adelantado y
actual, un espacio cultural en el que los avances, los progresos nos han
permitido fantasear con la riqueza, con el bienestar, con la mejora. La sanidad
arregla buena parte de nuestros desperfectos (o eso creemos), la democracia y la
seguridad nos permiten vivir en un espacio público hospitalario. Aumenta la edad
de supervivencia y la ancianidad se convierte en una referencia central de
nuestras sociedades envejecidas y prósperas.
En esas circunstancias, la
muerte es un hecho excepcional: lo contrario de lo que fue en un pasado no tan
remoto, cuando los fallecimientos familiares eran numerosos, cuando la
enfermedad diezmaba a muchachos y a adultos, cuando el futuro era determinación
social o incertidumbre. Muchos ya sabían qué iba a ser de sus vidas: por
estatus, por nacimiento, la vida era confirmación del destino familiar. Para lo
bueno y para lo malo. La prosperidad occidental ha trastornado lo evidente:
vivimos en una sociedad de expectativas, en un espacio que recompensa, en un
lugar de cambio en el que esperamos prosperar, justamente. Contrariamente a lo
que fue la experiencia histórica de otros tiempos, el Occidente cercano nos
facilita la vida. Vivimos en un ámbito de optimismos bien fundados: la sociedad
no nos determina, pensamos; la sociedad no nos pone obstáculos insalvables o
inevitables, como antes sucedía. En esas condiciones, tenemos la posibilidad de
crecer sin dificultades graves, la posibilidad de recibir recompensas por el
esfuerzo realizado, la posibilidad de mejorar. La familia nos educa con esas
certidumbres, certidumbres que, luego, en parte se frustran. ¿La principal
prueba de esos fracasos? La muerte: la muerte propia y la muerte de quienes nos
rodean.
Ahora, una vez leído esto, podemos regresar a la novela de Paul
Auster. ¿Tan decepcionante es? He escrito esta reseña sin leer otras dos que
escribí con anterioridad para
Ojos de
Papel. Otras dos reseñas sobre el mismo
autor, quiero decir, sobre dos novelas del mismo autor:
Viajes por el
Scriptorium y
Brooklyn
Follies. Sigo sin releer ambas reseñas, no quiero que me
condicionen. Ustedes pueden contrastar la impresión que esas tres novelas me
causan: seguramente, mi aprobación (o desaprobación) es lo de menos: tampoco es
lo que pretendo. Quizá, valga la pena leerlas o releerlas como síntoma: en
Auster, los temas se repiten y la existencia siempre limitada, azarosa,
levemente feliz o decepcionante es la clave que se reitera. Es paradójicamente
naturalista, pues. Nos guste más o nos guste menos cómo se narra este misterio
en
Un hombre en la oscuridad lo cierto es que la vida del anciano Agust
Brill resume parte de lo que la existencia no nos da o nos quita, parte de lo
que la fantasía proporciona o arrebata a Owen Brick. Parte de lo que somos
conforme envejecemos.