Director: Rogelio López Blanco      Editora: Dolores Sanahuja      Responsable TI: Vidal Vidal Garcia     
  • Novedades

    Wise Up Ghost, CD de Elvis Costello and The Roots (por Marion Cassabalian)
  • Cine

    Yo soy el amor (Io sono l’amore), película de Luca Guadagnino (por Eva Pereiro López)
  • Sugerencias

  • Música

    Roll On, CD de J. J. Cale (por Marion Cassabalian)
  • Viajes

  • MundoDigital

    Por qué los contenidos propios de un web son el mayor activo de las empresas en la Red
  • Temas

    Cyborgs (por Jorge Majfud)
  • Blog

  • Creación

    Entonces llegamos al final, por Joshua Ferris
  • Recomendar

    Su nombre Completo
    Direccción de correo del destinatario
Paul Auster: Un hombre en la oscuridad (Anagrama, 2008)

Paul Auster: Un hombre en la oscuridad (Anagrama, 2008)

    TÍTULO
Un hombre en la oscuridad

    AUTOR
Paul Auster

    EDITORIAL
Anagrama

    GÉNERO
Novela

    TRADUCCCION
Benito Gómez Ibáñez

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 207 páginas. 17 €



Paul Auster

Paul Auster


Reseñas de libros/Ficción
Paul Auster: Un hombre en la oscuridad (Anagrama, 2008)
Por Justo Serna, jueves, 2 de octubre de 2008
August Brill es un hombre de 72 años, ya anciano, ya jubilado, ya viudo. Ha estado en un hospital como consecuencia de un accidente automovilístico que le ha dejado una pierna maltrecha. Ésa es la historia con la que empieza Un hombre en la oscuridad, de Paul Auster. La estancia de Brill en aquel hospital ha durado un año. A su salida se muda de residencia instalándose en casa de su hija, situada en Vermont, una vivienda en la que también estará acompañado por su nieta. Ambas son las mujeres de la casa, mujeres sin varón: sus hombres o se han alejado o han muerto. Por tanto, ambas han debido aprender a vivir así, con esa soledad forzada o sobrevenida para la que no estaban preparadas. Tras la estancia hospitalaria, el anciano lleva una vida sedentaria: prácticamente inválido, camina en silla de ruedas y pasa en la cama largas horas de insomnio que calma contándose historias. Inventarse vidas de otros, atribuirles hechos, trazar itinerarios, ponerlos en aprietos son ardides que le permiten matar el tiempo para que el tiempo no lo mate a él, pero esos relatos son también entretenimientos aleccionadores: al ponerse en la piel de otros en circunstancias que él no ha vivido aprende de las reacciones ajenas. Averigua qué haría un varón como él en una situación así.
“La noche aún es joven, y sin moverme de la cama, con los ojos clavados en la oscuridad, en una tiniebla tan impenetrable que no se alcanza a ver el techo, me pongo a recordar la historia que empecé anoche”, nos dice. Puede obrar como un Dios que quita y pone, que acelera o demora los tiempos, que abrevia o prolonga. Obra como un novelista, ciertamente, y así es. En realidad, este anciano conoce bien las mañas de los creadores: durante muchos años ha sido crítico literario. Por eso, quiere poner en aprietos a alguien. ¿Cuál es la manera de poner en apuros a alguien? Son numerosas las posibilidades de estropearle la vida a un humano: una de las más eficaces, desde el punto de vista narrativo, es la de hacerle enfermar de amnesia parcial.

Imaginemos, por ejemplo, a un tipo de 30 años llamado Owen Brick, un mago profesional con la vida ya asentada, con una seguridad sin riesgo, con una prosperidad aceptable. Vive en Nueva York. De repente, ese individuo, para quien todo parecía encajar, para quien las cosas tenían un sentido congruente, se despierta en el fondo de un pozo vestido con uniforme militar, de cabo concretamente. Por lo que después averiguará sabemos que está en Wellington, estado Massachusetts. No ha olvidado quién es: sabe cuál es su vida, pero ignora qué hace allí, en una América de pesadilla, en una guerra de la que él forma parte.

Desde luego, lo ha puesto Brill, como un escritor arbitrario que juega con sus criaturas. El pozo es metáfora de la vida, cierto, pero es un dato bien asfixiante: un lugar estrecho, angosto, que ahoga. Salir de allí es imprescindible para sobrevivir y para vengarse de quien ha cometido esa villanía. Brill lo hace despertar en ese sitio, en ese pozo, en las peores condiciones: “sin documentos, ni placa ni identificación que acredite su condición militar”. A partir de ahí comienza una circunstancia insólita para el personaje y comienza todo un reto para su creador, para ese August Brill que padece insomnio.

Recordamos lo que hemos sido: durante un tiempo fuimos jóvenes, fuimos fuertes, fuimos bellos incluso. Más aún: recordaremos embelleciéndonos, haciéndonos mejores de lo que en realidad fuimos. En la memoria hay una parte de verdad, pero en esas rememoraciones hay también una cirugía reparadora: creemos recordar a alguien mejor de lo que realmente fue

Podría detallarles los pormenores de lo que sigue, de lo que le sucede al propio anciano en la historia que Paul Auster nos cuenta, y de lo que le ocurre a Owen Brick, en la historia que August Brill nos narra. Son relatos paralelos que no acaban igual, circunstancias de la vida americana que no son idénticas. Sin embargo, nada diré de esas vicisitudes. No quiero arruinar la lectura de este libro pecando de indiscreción. Tampoco quiero obrar como un pésimo comentarista que revela lo que debería callar. Es un vicio muy común. Hoy en día, por ejemplo, el tráiler de una película nos suele contar por entero el film que aún no hemos visto, sin pudor alguno, sin contención. Es una manera, supongo, de atrapar al espectador que ya sabe qué va a ver. Muy frecuentemente, queremos reconocer más que conocer. La novela de Auster trata numerosos asuntos que se van desenvolviendo sin que el plan esté cerrado de antemano y sin que los problemas se resuelvan feliz o desastrosamente.

¿Cómo acaba la historia de Brick? ¿Y la de Brill? La del mago metido a soldado tiene un fin sin épica, sin moraleja, algo absurdo y bastante decepcionante: probablemente como es la propia vida real. La del crítico literario que imagina historias acaba con revelación, pero sin que la epifanía repare lo que la muerte destruirá. Se ha dicho que esta novela de Paul Auster es decepcionante porque el autor no se ha planteado grandes retos narrativos, como si escribiera bien e indolentemente, sin pensar una estructura que dé forma y profundidad a lo contado, a lo doblemente contado: la vida de Brill y la de Brick. Ha irritado esta novela, ciertamente, y a Paul Auster se le afea por dejar la historia de Brick inacabada, y la de Brill…, pues la de Brill con esa leve tristeza que les queda a los supervivientes que ya no aguardan gran cosa, esa modesta felicidad de quienes se conforman con los pequeños dones que la vida aún no nos ha quitado.

Creo que todo eso se le puede reprochar, pero creo también que la vida se asemeja bastante a una suma de vicisitudes inacabadas, pues las cosas bien pueden ir por aquí o por allá, sin que tengamos la certeza de obrar correctamente. En el folletín, los villanos tienen su merecido; los buenos tienen su recompensa; y los amorales…, pues los amorales serán castigados en el futuro. En la novela de Auster, el autor-narrador (¿quién es el autor-narrador?) no deja las cosas bien acabadas y actúa –ya digo-- como un Dios algo desastroso que abandona a sus criaturas: hay metanarración y hay reflexión sobre el arte de narrar, sobre sus límites y sobre sus posibilidades, sobre lo que el autor es y lo que se permite, sobre la rebelión fantaseada de los personajes. Pero sobre todo hay apuntes y reflexiones sobre lo que es vivir orgullosa o penosamente.

Estas desazones que aquí expreso son, por supuesto, características de un medio social y de una circunstancia bien determinada: como antes decía, son propias de un Occidente adelantado y actual, un espacio cultural en el que los avances, los progresos nos han permitido fantasear con la riqueza, con el bienestar, con la mejora

¿Qué podemos hacer cuando la vida nos lastima? Crecer es propiamente eso: sobrevivir durante un tiempo a las acometidas de la existencia. Durante un tiempo. La muerte propia no es un dato de la vida. Quiero decir: nadie ha regresado para relatar qué hay del otro lado, qué se experimenta cuando uno muere. Asistimos con estupor a la desaparición de los otros. En masa, por ejemplo: ese hecho nos resulta impensable, las magnitudes estadísticas de la muerte son inconcebibles para el individuo particular. Pero la desaparición también se da entre quienes nos son próximos, incluso muy próximos: asistimos a un acontecimiento más indescifrable todavía, un suceso que nos amputa. ¿Qué se hace de todo lo que esa persona acumuló? No me refiero a sus posesiones materiales, a los patrimonios cuya transmisión regulan los códigos civiles. Me refiero al repertorio de experiencias que cada uno de nosotros atesora: esas formas de ver, de concebir el mundo, de intervenir sobre él.

Cada uno de nosotros es, por supuesto, hijo de su tiempo; pero no somos un mero caso equiparable al resto de nuestros contemporáneos. Cada uno de nosotros es irrepetible y con la muerte de cada cual desaparece lo que nadie más podrá reanudar. La muerte nos acosa, la destrucción nos amenaza: esas enfermedades que nos dañan, esos accidentes que nos merman; esas rupturas personales que nos desestabilizan; ese envejecimiento y esa decrepitud que nos volverán irreconocibles. Recordamos lo que hemos sido: durante un tiempo fuimos jóvenes, fuimos fuertes, fuimos bellos incluso. Más aún: recordaremos embelleciéndonos, haciéndonos mejores de lo que en realidad fuimos. En la memoria hay una parte de verdad, pero en esas rememoraciones hay también una cirugía reparadora: creemos recordar a alguien mejor de lo que realmente fue. ¿Y cómo recordamos? Contándonos nuestra propia vida con hilo conductor y con sentido, con congruencia: de manera piadosa o de modo inmisericorde. Porque existe la posibilidad de juzgarnos con dureza.

El viejo puede sentir nostalgia del joven que fue o creyó ser. Pero el anciano puede experimentar dolor por quien fue, justamente: por quien no llegó a ser, por las malas decisiones, por los proyectos que desechó, por las cobardías, por las parálisis, por la estulticia personal. Recordamos para salvarnos, para perseguirnos, para evaluarnos, para contentarnos: el caso es que recordamos contándonos, narrándonos. Narrar es el medio que tenemos para encajar las piezas de una vida. No todas: sólo ciertas piezas. Narrar es el instrumento con el que contamos para dar significado general y particular a lo que nos ha ocurrido y, de mayores, evocamos. Narrar es ponerle orden a lo disperso; darle sucesión a lo simultáneo; atribuir sentido a lo incoherente. Pero no sólo eso. Narrar es matar el tiempo, acelerarlo o detenerlo: hacer como que aceleramos el tiempo o como que lo detenemos.

La prosperidad occidental ha trastornado lo evidente: vivimos en una sociedad de expectativas, en un espacio que recompensa, en un lugar de cambio en el que esperamos prosperar, justamente. Contrariamente a lo que fue la experiencia histórica de otros tiempos, el Occidente cercano nos facilita la vida. Vivimos en un ámbito de optimismos bien fundados: la sociedad no nos determina, pensamos; la sociedad no nos pone obstáculos insalvables o inevitables, como antes sucedía

El tiempo es seguramente nuestro principal enigma. En todas las culturas y, por supuesto, en el Occidente próspero de hoy. En circunstancias normales, queremos pensar en los niños como una gavilla de posibilidades y en ellos depositamos sensata o exageradamente nuestras expectativas. Queremos pensarlos como una eternidad que felizmente nos sobrepasará, como seres cuya muerte no contemplamos ni contemplaremos. Queremos pensar en los hijos como lo venidero: son beneficiarios de lo mejor y lo mejor, para ellos, aún está por llegar. Con estas impresiones vamos envejeciendo y con esas ideas más o menos compartidas nos forjamos una cierta idea del mundo. Seremos nosotros los que moriremos y no asistiremos al fallecimiento de los jóvenes. Seremos nosotros a quienes la vida lastimará: nuestros hijos, por el contrario, madurarán sin daño ni laceración.

De repente, un día, descubrimos que no es así, que no es exactamente así. Las heridas del tiempo ultrajan a muchachos y a viejos y la existencia nos da la posibilidad de asistir al espectáculo del dolor propio y ajeno, de la muerte joven y anciana, del desorden del mundo. Estas desazones que aquí expreso son, por supuesto, características de un medio social y de una circunstancia bien determinada: como antes decía, son propias de un Occidente adelantado y actual, un espacio cultural en el que los avances, los progresos nos han permitido fantasear con la riqueza, con el bienestar, con la mejora. La sanidad arregla buena parte de nuestros desperfectos (o eso creemos), la democracia y la seguridad nos permiten vivir en un espacio público hospitalario. Aumenta la edad de supervivencia y la ancianidad se convierte en una referencia central de nuestras sociedades envejecidas y prósperas.

En esas circunstancias, la muerte es un hecho excepcional: lo contrario de lo que fue en un pasado no tan remoto, cuando los fallecimientos familiares eran numerosos, cuando la enfermedad diezmaba a muchachos y a adultos, cuando el futuro era determinación social o incertidumbre. Muchos ya sabían qué iba a ser de sus vidas: por estatus, por nacimiento, la vida era confirmación del destino familiar. Para lo bueno y para lo malo. La prosperidad occidental ha trastornado lo evidente: vivimos en una sociedad de expectativas, en un espacio que recompensa, en un lugar de cambio en el que esperamos prosperar, justamente. Contrariamente a lo que fue la experiencia histórica de otros tiempos, el Occidente cercano nos facilita la vida. Vivimos en un ámbito de optimismos bien fundados: la sociedad no nos determina, pensamos; la sociedad no nos pone obstáculos insalvables o inevitables, como antes sucedía. En esas condiciones, tenemos la posibilidad de crecer sin dificultades graves, la posibilidad de recibir recompensas por el esfuerzo realizado, la posibilidad de mejorar. La familia nos educa con esas certidumbres, certidumbres que, luego, en parte se frustran. ¿La principal prueba de esos fracasos? La muerte: la muerte propia y la muerte de quienes nos rodean.

Ahora, una vez leído esto, podemos regresar a la novela de Paul Auster. ¿Tan decepcionante es? He escrito esta reseña sin leer otras dos que escribí con anterioridad para Ojos de Papel. Otras dos reseñas sobre el mismo autor, quiero decir, sobre dos novelas del mismo autor: Viajes por el Scriptorium y Brooklyn Follies. Sigo sin releer ambas reseñas, no quiero que me condicionen. Ustedes pueden contrastar la impresión que esas tres novelas me causan: seguramente, mi aprobación (o desaprobación) es lo de menos: tampoco es lo que pretendo. Quizá, valga la pena leerlas o releerlas como síntoma: en Auster, los temas se repiten y la existencia siempre limitada, azarosa, levemente feliz o decepcionante es la clave que se reitera. Es paradójicamente naturalista, pues. Nos guste más o nos guste menos cómo se narra este misterio en Un hombre en la oscuridad lo cierto es que la vida del anciano Agust Brill resume parte de lo que la existencia no nos da o nos quita, parte de lo que la fantasía proporciona o arrebata a Owen Brick. Parte de lo que somos conforme envejecemos.
  • Suscribirse





    He leido el texto legal


  • Reseñas

    Las relaciones hispano-marroquíes, de Víctor Morales Lezcano (reseña de Rogelio López Blanco)
  • Publicidad

  • Autores