Eso es lo que me ha sucedido con 
El bolso de Ana Karenina. 
Conozco a 
su autora, el cuidado con que prepara sus libros, el empeño 
perfeccionista con que suelda fondo y forma. Conozco a Anna Caballé… Por 
ejemplo, leí con mucho interés 
Narcisos de tinta (1995), un examen sobre 
la literatura del yo. Desde hace décadas, el yo es objeto de veneración por 
parte de los literatos. Pero, desde hace un par de lustros, la literatura 
confesional se acomoda a la recreación narcisista del individuo posmoderno. 
Vivimos en un estadio de exaltación del yo, de sus atributos, justamente cuando 
decae lo colectivo y cuando las cosmovisiones pierden fuelle. Anna Caballé supo 
anticiparse a esta inclinación y supo examinar la larga tradición española de 
literatura autorreferencial, precisamente en un país en el que no parecía haber 
autobiografías o memorias. Supo también dedicarse a la literatura femenina y al 
estudio de la misoginia. Con concisión, sin mayores precisiones, el 
Diccionario de la Real Academia indica que misoginia es “aversión u odio 
a las mujeres”. ¿Aversión u odio? Si lo pensamos bien, resulta chocante, incluso 
indescifrable, que se pueda manifestar un sentimiento negativo hacia la 
totalidad de un grupo humano. 
“Pensé que un hombre puede ser enemigo de 
otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de 
luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes”, leo en 
El jardín 
de senderos que se bifurcan. Con ese dictamen, Borges expresó lo 
incomprensible de la aversión común o del odio general. Podemos repudiar a éste 
o a aquél, justamente porque detestamos su particularidad; podemos rechazar a 
éste o a aquél, precisamente porque reprobamos aquello que lo distingue; podemos 
detestar a éste o a aquél, exactamente porque nos infligió daño. Pero despreciar 
a una colectividad por lo que tiene de común, de compartido, es una injusticia 
intolerable: nos niega como personas distintas condenándonos en un agregado 
indiferenciado. El racismo, por ejemplo, supone marcar con un estigma, con una 
señal visible: la estigmatización nos sella más allá de lo que somos o de lo que 
nos separa o de lo que nos diferencia, pues la marca nos estampa con un timbre 
genérico. Así lo expresaba Erving Goffman en un célebre volumen. En el caso de 
las mujeres, el estigma atribuido se ha expresado bajo la forma de la 
irracionalidad o del bello defecto, una doble laceración infligida en la que 
frecuentemente han incurrido los literatos. Como supo denunciar Mary 
Wollstonecraft. 
La narración: la ligereza profunda de estos 
retratos textuales, de estos perfiles, le sirven a Anna Caballé para esbozar un 
repertorio de vidas felices e infortunadas a un tiempo: unas 
preferentemente gozosas; otras irremediablemente infaustas, aunque todas con ese 
momento doloroso o esperanzado que es propio de cualquier 
existencia
 
Un bello defecto. O, dicho en otros términos, aquello que tratadistas y 
moralistas –como Jean-Jacques Rousseau— han perpetrado contra ella es su 
reducción a mero objeto de deseo: eliminando, pues, la cualidad racional de que 
también está investida; atrofiando, al fin, su maduración. Apartada desde edad 
temprana de la educación racional, de la responsabilidad, del juicio y de la 
disciplina, tareas reservadas a los varones, la mujer consuma su crecimiento 
como un ser torpemente instintivo, simple, subordinado, arbitrario, dependiente, 
amputado y entregado en exclusiva al cultivo de la belleza, al despliegue 
frívolo, pasajero e inconsistente de la coquetería. Ahora bien, con el 
desarrollo desordenado de una imaginación mórbida y de una sensibilidad 
enfermiza, la propia mujer se vuelve doblemente dependiente y tiránica. ¿Es así? 
El bolso de Ana Karenina es su desmentido. Punto y aparte. 
Como 
digo, conocía a Anna Caballé pero lo ignoraba todo de este nuevo volumen, un 
libro que un día descubrí en una gran librería, entre los anaqueles dedicados a 
la antropología. ¿Por qué el librero había colocado esta obra, compuesta con 
semblanzas biográficas de cuarenta y tantas mujeres, junto a los estudios 
etnológicos? Tal vez, su difícil clasificación. Es libro de biografías, pero no 
pertenece al género o al expediente de la biografía. Es un volumen que en el que 
las vidas son motivo de breve exposición, lo que se sabe de mujeres felices y 
desgraciadas, abnegadas y corajudas, sumisas y rebeldes, a partir de una lectura 
aleccionadora. ¿Vidas ejemplares? No exactamente. No hay didactismo 
ejemplarizante, ni moraleja: en la dicha y en la desdicha, Anna Caballé 
encuentra siempre el negativo, aquello que contraría lo que creíamos saber, ese 
momento en que una vida esclava se eleva o ese instante en que una existencia 
consumada se rehace. Entre sus mujeres, ninguna se salva o se hunde totalmente: 
siempre hay un dolor que estropea lo venturoso y siempre hay una esperanza que 
alivia el infortunio. Son capitulillos breves ordenados alfabéticamente y 
encabezados por el retrato respectivo, a partir del cual podemos hacernos una 
idea; capitulillos de apenas tres caras cada uno, páginas intensas, de trazo 
rápido y perfil medido. 
La mejor lectura es aquella en que el autor 
persuade a un destinatario desganado, incluso desinteresado. Era mi caso. 
Perdonen esta confesión personal: después de meses y meses de lecturas 
inacabables, después de meses de trabajo académico, pensaba que ningún volumen 
llegaría a interesarme suficientemente; pensaba que tardaría en recuperarme del 
atracón. La elegancia y la levedad de El bolso de Ana Karenina 
despertarán incluso al aturdido lector que no tenga interés alguno por la 
historia de las mujeres: un varón, por ejemplo, que crea que esas vidas no le 
conciernen. No es preciso estar a favor del feminismo; no es necesario convenir 
con el punto de vista de la autora. Simplemente hay que dejarse llevar por el 
curso de la narración: la ligereza profunda de estos retratos textuales, de 
estos perfiles, le sirven a Anna Caballé para esbozar un repertorio de vidas 
felices e infortunadas a un tiempo: unas preferentemente gozosas; otras 
irremediablemente infaustas, aunque todas con ese momento doloroso o esperanzado 
que es propio de cualquier existencia.
Una sociedad inmisericorde con lo femenino y 
un machismo histórico y tenaz no tapan los muchos defectos de estas mujeres. La 
autora los muestra con habilidad narrativa, pero sin arrogancia alguna: no hay 
jactancia en alguien que puede sobrevivir a lo que otras padecieron
Si hay una vida cómoda, confortable, algo trágico acabará 
por estropearla: el amor que no llega, la enfermedad que quiebra, o, en fin, la 
muerte que liquida. Si hay sufrimiento indecible, una pequeña alegría aliviará 
breve e inútilmente a quien soporta esos padecimientos. Si hay debilidad, un 
instante de fuerza nos mostrará de qué son capaces los seres frágiles. Si hay 
éxito y consumación, algo nos revelará la inseguridad constante de tantas 
personas rotundas. Si hay soledad invencible, la creación o el arte o la 
escritura serán el escape inmaterial de tanta inteligencia y abnegación. Si hay 
cursilería y afectación, una inteligencia contable y material nos demostrará de 
qué son capaces los seres mediocres. 
Una sociedad inmisericorde con lo 
femenino y un machismo histórico y tenaz no tapan los muchos defectos de estas 
mujeres. La autora los muestra con habilidad narrativa, pero sin arrogancia 
alguna: no hay jactancia en alguien que puede sobrevivir a lo que otras 
padecieron. “No pienses que uno tiene tanta fuerza como para llevar cualquier 
tipo de vida y continuar siendo el mismo. Hasta corregir los propios defectos 
puede llegar a ser peligroso: nunca se sabe cuál es el defecto que sustenta 
nuestra edificio entero”, admite Clarice Lispector en un pasaje que reproduce 
Anna Caballé. Podríamos decir que la biógrafa tiene bien aprendida la lección de 
sus mujeres. En parte, ella se sabe redimida por aquellas que la precedieron y, 
por tanto, no se siente autorizada para salvar o condenar. 
En realidad, 
estas páginas tienen severidad y un punto de nostalgia. Véanse, por ejemplo, las 
semblanzas dedicadas a María Callas o a Betty Friedan. Pero tienen también su 
humor: véanse, por ejemplo, las páginas que relatan la vida de Barbara Cartland, 
la autora de novela romántica más cursi que pueda pensarse. Anna Caballé la 
trata con corrección, con ironía, con asombro: alguien capaz de ganar cinco mil 
libras en una mañana con historias afectadas y con novelerías, alguien capaz de 
vender más de seiscientos millones de ejemplares, ha de tener por fuerza una 
biografía interesante y ambivalente. Como la tuvo quien estaba en el otro 
extremo de lo humano, Janis Joplin, una mujer creadora que se vio forzada a 
cargar consigo misma, “acostumbrada a los excesos desde los quince años”, ducha 
en el arte de “vivir en una perpetua exaltación”. Caballé le tiene respeto, 
reconstruye su existencia agitada y, cuando creíamos saberlo todo, cuando 
creíamos salir airosos de ese abismo, nos dice: “La verdad es que nada sabemos 
de la intensidad con que otras personas viven sus emociones, ni del grado de 
necesidad que late en su interior, ni de los esfuerzos que hacen por encontrar 
algo a lo que aferrarse. Cuanto sabemos, que es muy poco, no pasa de ser una 
conjetura irresoluble, un deseo de comprender los estragos que puede causar un 
solo sufrimiento”.
Comprobarán que se trata de un libro 
tonificante y realista. En el mercado hay volúmenes tóxicos y hay volúmenes 
reparadores. Éste es uno de ellos: es un libro reparador. Te muestra 
elegantemente el dolor persistente o pasajero de tantas y tantas mujeres 
admirables o desastrosas, devolviéndoles la vida breve de que disfrutaron o 
padecieron
Tratas a alguien o lees sobre alguien y ese conocimiento leve o 
superficial te hace incurrir en el error: crees conocer a una persona y de 
improviso te sorprende con un gesto inesperado, con una decisión inaudita. 
Súbitamente, el pequeño destino de los individuos cambia sin fatalidad o 
previsión: creemos posible trazarnos un futuro, creemos posible entender el 
sentido del pasado, y de repente todo muda por voluntad o azar, por esfuerzo o 
casualidad. Averiguando en qué consiste lo humano no hay tedio ni repetición: lo 
que parecía rutina cambia o se desvanece, siempre dependiente del capricho, del 
abismo o de la exaltación a que nos entregamos por sabernos finitos, 
contingentes, frágiles. Mujeres que crecieron en el mayor confort y bienestar se 
destruyen pronto, con prisa adulta, con distinción y excentricidad: se suicidan 
durante años y años, con empeño creador, con vértigo instintivo. Mujeres que 
estaban condenadas al aislamiento o a la nada o a la muerte reencuentran una 
segunda vida: se rehacen gracias a la decisión, a la responsabilidad que les 
permiten su inteligencia y… el caprichoso azar. Mujeres que estaban destinadas a 
la soledad o a la carencia o al silencio se remiendan con esperanza y torpeza a 
veces desastrosas. 
Los humanos somos decepcionantes y sorprendentes, 
para nosotros mismos y para los demás: somos esos tipos que desmienten las 
expectativas. Uno elabora proyectos y traza planes, aspirando a completar 
objetivos. Al final vemos cómo se frustran buena parte de las quimeras y de las 
fantasías que nos habíamos hecho o que otros se habían hecho de nosotros. Pero 
también acabamos desmintiendo la fatalidad con que nos habían frenado. En El 
bolso de Ana Karenina, Caballé trata de esto con dolor y sutileza, un dolor 
y una sutileza que dicen mucho de la autora, de su concepción y de su noción. ¿Y 
por qué titularlo así? ¿Por qué El bolso de Ana Karenina? No les voy a 
revelar el sentido de esa metáfora --etnológica quizá--, revelar lo que es el 
significado de la obra. Lamentablemente, la impudicia del periodismo –o, en 
otros términos, el triunfo del periodismo de declaraciones-- aclara 
cosas que el lector debería descubir por sí mismo. Me niego 
incurrir en esa descortesía. Cuando lean el volumen comprobarán que mi reserva 
estaba bien justificada. 
Y comprobarán que se trata de un libro 
tonificante y realista. En el mercado hay volúmenes tóxicos y hay volúmenes 
reparadores. Éste es uno de ellos: es un libro reparador. Te muestra 
elegantemente el dolor persistente o pasajero de tantas y tantas mujeres 
admirables o desastrosas, devolviéndoles la vida breve de que disfrutaron o 
padecieron. Las ves como interlocutoras con arrojos y averías que hicieron de sí 
mismas personas. Pero, sobre todo, te ilustra y te conmueve y te incomoda: no 
hay conductas ajenas que no nos conciernan; no hay actos que nos sean ajenos; no 
hay hechos que no nos sirvan para ilustrarnos sobre la audacia y sobre el miedo, 
sobre los determinismos, sobre el coraje que hace falta para conjurarlos.