—Yo no sé si usted ha oído hablar alguna vez de Palmira Rossell —le dijo
Méndez al periodista Carlos Bey.
Carlos Bey le ayudó solícitamente a cruzar
la calle, que estaba resbaladiza a causa de las primeras lluvias del otoño, y
comprobó con admiración que Méndez estaba en forma, pues no había vacilado ante
la amenaza de los coches, no había tropezado con ninguno de ellos y no había
perdido un zapato al subir al bordillo velozmente. Cuando estuvieron a salvo, el
periodista encendió un cigarrillo y murmuró:
—No, no he oído hablar de ella,
pero le confesaré que en principio tampoco me interesa. Usted, Méndez, sólo
tiene amistad con mujeres llenitas y pervertidas que usan combinaciones color
malva, tienen discos de canto gregoriano para acompañar los pecados y, desde
luego, tratan de corromper a un sobrino inocente y pobre. Si Palmira Rossell es
de ésas, más vale que hablemos de otra cosa.
Acababan de atravesar la calle
Urgel y ascendieron por ella en lugar de descender, dejando así a su espalda el
mercado de San Antonio y las viejas Rondas. Era aquél un mundo estricto, cerrado
y meticuloso donde cada movimiento de las mujeres, cada mirada de los hombres
tenían cien años de antigüedad. Un mundo amado por Méndez, que conocía los
portales, los rótulos de los establecimientos, la vida sencilla y a la vez
secreta de sus gentes. Quizá por eso, porque aquél era un mundo que Méndez
amaba, Carlos Bey se sorprendió de que se alejaran de él.
—Yo creí que íbamos
hacia el Paralelo —dijo.
—No, hoy no.
—Es que aquéllos son sus barrios,
Méndez.
—Bueno, pero es que hoy voy a ver a Palmira Rossell. Por eso le he
hablado de ella. Palmira Rossell no es lo que usted cree, Bey, es decir una
mujer viciosa y perfumada que tiene un sobrino virgen. Es justamente todo lo
contrario: una intelectual moderna y audaz que tiene una editorial pequeña. Lo
más fácil es que muera joven y con la cama sitiada por los acreedores, pero ella
no lo sabe. En fin, voy a verla porque me ha encargado un libro.
—¿Un libro?
¿Un libro a usted, Méndez?
—¿Por qué le extraña? Yo escribo bien,
Bey. Cuando era joven, hacía a máquina unos atestados brillantísimos, donde
además el declarante siempre se confesaba culpable de alguna cosa. Pero, en fin,
no se trata de un libro de mi especialidad, o sea un libro sobre rameras que
fracasaron en el oficio. Lo que quieren encargarme es una historia de animales,
concretamente una historia de perros.
Pasaron frente al cine Urgel, cine de
Rocky Primero, Rocky Segundo, Rocky Tercero, donde hasta los ideólogos de
izquierda se olvidaban de sus crisis. Méndez explicó:
—No le extrañe que
Palmira Rossell confíe en mí. Yo he vivido siempre en lugares sórdidos y poco
recomendables, pero que al menos tienen una virtud: bullen de humanidad. Y sin
embargo siempre he dicho que la verdadera humanidad, aunque parezca un
contrasentido, palpita en las historias de animales, especialmente en las
historias de perros. Yo conozco muchas, ¿sabe, Bey? Una barbaridad de historias.
Perros callejeros, perros ratoneros, perros de salón y hasta misteriosos
perritos de alcoba. Pero siempre perros de ciudad: los del campo son otra cosa.
¿Quiere que le explique una que encima es auténtica, Bey? La lástima es que se
trata de una de esas historias que nunca publicarán en su periódico.
—No
publicamos historias de animales, pero en cambio publicamos bastantes animaladas
—se defendió Bey.
—Este caso es distinto. Tiene auténtica calidad humana, se
lo aseguro. Verá: un día, los cabrones de los laceros ven por ahí una perrita
suelta y se la llevan. La depositan en el Tibidabo, en ese refugio espantoso
donde los pobres perros pagan por los pecados que cometemos los hombres. ¿Qué
hace el animal? Bueno, pues desde el primer día acepta la comida, cosa que sus
aterrorizados compañeros no suelen hacer. ¿Y qué más? Pues inverosímilmente
logra hacer un agujero en la jaula y escaparse. Eso lo hace por la noche, para
que no la vea nadie. Pero lo más inverosímil ocurre más tarde: a la mañana
siguiente, la perra vuelve. Y por la noche escapa de nuevo. Y a la mañana
siguiente regresa. Durante varios días, mientras espera la muerte, la perra es
una presa modelo, que come y descansa durante el día y aparentemente duerme por
la noche. Pero en realidad, apenas cae la oscuridad, se fuga. Hasta que en
cumplimiento de las ordenanzas municipales y todas esas cosas con olor a pedo de
secretario, los celosos guardianes de la paz pública ven que a la perra no la ha
reclamado nadie, la cogen y la matan, ni siquiera han llegado a sospechar su
aventura. Y ocurre que en el Cementerio Nuevo (que por supuesto, como su mismo
nombre indica, es el viejo) en el otro lado de la ciudad... ¡en el otro lado
de la ciudad, Bey!... unos chicos oyen durante toda la noche los llantos de
unos cachorrillos. A la mañana siguiente van a buscarlos, pero ya es demasiado
tarde. Toda la camada ha muerto por desnutrición. Bueno, queda vivo un
cachorrillo, que es el que sigue llorando.
Carlos Bey se detuvo un
momento.
El cigarillo que tenía en los labios resbaló hasta el suelo, pero él
no se dio ni cuenta.
—No me diga que es cierto lo que estoy pensando, Méndez
—susurró.
—Pues claro que es cierto lo que está pensando, Bey. Me cago en la
leche si no es cierto. A la perra la capturaron cuando amamantaba a sus crías, y
el pobre animal enseguida comprendió que los cachorros morirían de hambre. Por
eso logró abrir un orificio en la jaula y huir. ¿Pero por qué volvió a primera
hora de la mañana siguiente, después de darles de mamar? Porque en el refugio
tenía una cosa que en otro sitio no podía encontrar: comida segura. Sabía que
era el único sitio donde podía encontrar la fuerza que le permitiría seguir
amamantando a sus crías. Es asombroso. Y más asombroso aún que la perra tuviera
fuerzas para atravesar la ciudad entera dos veces cada noche. Y el colmo de lo
asombroso es que no se perdiera. Piense que la habían llevado al Tibidabo en un
vehículo y encerrada en una jaula hermética, Bey. No conocía el camino.
Bey
se pasó un momento la mano derecha por los ojos.
—Es una historia triste
—dijo.
—Todas las historias de animales son, en el fondo, muy
tristes.
—Sí.
—Pero nos enseñan una cosa, Bey: que las grandes verdades de
la vida son muy sencillas, y ellos las conocen mejor que nosotros.
—¿Sabe
usted muchas historias de animales, Méndez?
—Muchas, ya se lo he dicho. Para
escribir un libro. Y es lógico, porque los perros me han acompañado por los
viejos barrios todas las noches. Cuando hago servicios de esquina (porque yo, a
mi edad, todavía hago servicios de esquina, y con un poco de suerte acabaré
cobrando a tanto la chapa) encuentro sus miradas que me buscan. No crea, son
miradas que preguntan cosas. Creo que le diré que sí a Palmira Rossell y acabaré
escribiendo el libro.
Carlos Bey metió las manos en los bolsillos y echó a
andar de nuevo. Llegaba un viento racheado, un viento de otoño que estaba
limpiando la ciudad, y a su rostro saltaron unas gotitas de lluvia.
Se volvió
de pronto hacia Méndez.
—Ya sé que no va a poder contestarme —musitó—, pero
¿qué fue del cachorrillo?
—Pues claro que puedo contestarle, Bey. La historia
que le he contado es muy reciente, y Palmira Rossell la supo por uno de aquellos
chiquillos que jugaban junto al cementerio. Conocían a la perra, sabían que se
la habían llevado al Tibidabo y les sorprendió muchísimo verla alguna noche
pasar como un rayo por allí. Fue Palmira la que siguió la pista y acabó
descubriendo la verdad. De ahí viene su idea de publicar un libro que contenga
historias de perros, una de las cuales, y sin duda la más brillante, será la
historia de mi vida. Pero usted me estaba preguntando por el cachorrillo. Bueno,
pues Palmira lo tiene. Sólo de conocer su historia le he tomado cariño, y creo
que me lo voy a quedar. Abrigo la esperanza de que se aclimatará al ambiente de
mi pensión antes de pensar en arrojarse por la ventana. Y es que el ambiente de
mi pensión ha mejorado mucho, Bey, no crea. Ya sé que está en pleno Barrio Chino
y que la mayoría de los huéspedes son moritos en edad de merecer, pero yo pienso
que el perro acabará encontrándose a gusto allí. El coñac es bueno.
—¿No quiere esperarme en aquel café, Bey? Yo sólo voy a estar en el despacho
de Palmira unos veinte minutos. ¿O tiene que ir al periódico?
—No, todavía
no. Hoy me toca turno de noche.
—La noche era la última amiga que les quedaba
a los periodistas —sentenció Méndez—. Ahora ni eso tienen.
Estaban en la
parte alta de la calle Urgel, cerca de la plaza de Francesc Macià, cerca de la
calle Buenos Aires, cerca de las pizzerías y otros lugares de comidas no a
precio fijo, pero sí a tiempo fijo.
—La ciudad está perdida —gruñó Méndez—,
fíjese en que la mayoría de los hombres salen de esos restaurantes mirando el
reloj. —Le señaló a Carlos Bey un café que estaba más lleno que el metro y se
alejó, pero no tuvo al periodista esperando más allá de veinte minutos. Cuando
volvieron a encontrarse, Méndez masculló:
—Maldita sea.
—¿Qué le pasa,
Méndez? ¿No va a escribir el libro?
—Claro que voy a escribirlo. Lo que ya no
está tan claro es que lo cobre. Pero lo que me fastidia es que Palmira Rossell
ya no tiene el cachorrillo.
—¿No? ¿Qué pasa? ¿Se lo han tenido que comer los
de la editorial a final de mes?
—El chaval que lo encontró es conocido de
Palmira, y vino a buscarlo. La verdad es que el cachorro no hacía más que llorar
porque echaba en falta a su madre. O sea que Palmira Rossell se ha quedado ahora
mucho más descansada, pero teme que el chaval acabe abandonando al perro. Por
eso he tomado una decisión: como ya había pensado quedarme con él, iré a
buscarlo.
—Joder, Méndez. Me ha demostrado que está en forma viniendo a pata
hasta aquí, pero a estas horas yo no voy al Cementerio Nuevo. Ni loco, vamos. Ni
loco.
—No voy a ir a pie, ni tampoco al Cementerio Nuevo. Sólo hasta la
Avenida de Icaria, que está cerca de las tumbas. Por cierto, ¿sabe que aquello
van a ponerlo patas arriba con la coña de los Juegos Olímpicos? Son capaces de
instalar un hotel, o quizá una oficina de recaudación, en el propio cementerio.
Pero no se preocupe, tomaremos un taxi. Al fin y al cabo aún no estamos en mi
límite de supervivencia, que suele caer sobre el día veinte.
El taxi les
condujo, en una larga carrera poblada de atascos, por la Vía Layetana, los
muelles y la Avenida de Icaria, calle evocadora de un país amable y utópico,
donde todo el mundo estaba invitado a cenar. Les dejó casi en las puertas del
cementerio, pero no hizo falta buscar a los chiquillos. Éstos estaban
persiguiendo a los gatos que corrían por los bordes de las tapias.
—Ese
cementerio está siempre lleno de gatos —gruñó Méndez—. A ver, voy a proceder a
la brillantísima detención de uno de esos chicos. Eh, tú, chaval... ¿conoces a
Pedrito Cuenca?
—Es aquél.
Pedrito Cuenca tampoco trató de huir, pese a
tener la oscura sensación de que Méndez acababa de salir de alguna especie de
domicilio fijo que tenía en el cementerio. Cuando le preguntaron por el
cachorro, señaló hacia una especie de almacén ruinoso que había al otro lado de
la calle.
—Se ha escapado —dijo—. Se ha metido por allí. Pero no se preocupe,
lo encontraré. Siempre se escapa allí porque aún huele a su madre. Oiga, ¿usted
lo quiere de verdad?
—Su madre se sacrificó mucho por él, y me parece que
vosotros lo acabaréis perdiendo.
—No crea, tío. Todo esto está lleno de
perros, y los encontramos siempre. ¿Quiere que vayamos a buscarlo?
—Hombre,
me gustaría. Te daré veinte duros.
—Se va usted a arruinar, tío.
—Pues en
mis tiempos, por veinte duros, tenías a una... Bueno, ya no sé lo que se tenía.
En fin, chaval, que serán quinientas pesetas. ¿Hace?
—Hace. Y es que si se
mete usted solo por ahí se mata, ¿sabe? Todo está lleno de cascotes y agujeros.
Hay montones de mierda. De día aún, pero lo que es de noche... Hala, venga,
vamos. ¿Vosotros qué? ¿Venís, cagaos?
Toda la tropa, formando una especie de
guardia mora en torno a Méndez, se metió entre los cascotes, donde a aquella
hora ya no se veía prácticamente nada. Sólo unas luces lejanas y macilentas
marcaban un poco los relieves del viejo edificio y sus paredes a punto de
hundirse para siempre. Los gatos maullaban en la penumbra, buscándose entre las
ruinas, y de vez en cuando se oía en éstas el ladrido angustioso de algún perro
perdido. Méndez cayó una vez, tropezó dos, renegó tres y acabó mencionando las
quinientas pesetas, al chaval y a la madre que lo parió. La verdad era que los
de la guardia mora se estaban riendo de ellos, al notar que ni Carlos ni aquella
especie de resucitado eran lo bastante ágiles para saltar entre los cascotes.
Dieron un largo rodeo, metiéndose en lugares más difíciles cada vez, guiados por
los gemidos intermitentes del cachorrillo. Uno de los chavales murmuró:
—Ése
se ha perdido de verdad. O ha encontrado algo. Ahí no es donde lo tenía su
madre.
—Ahí no podían tener ni a la cocinera del obispo —se volvió a quejar
Méndez—. Menudo sitio, leches.
Tropezó de lleno con los restos de un muro,
volvió a caer, alzó los brazos al cielo, se apoyó en Bey, evitando dar así una
vuelta de campana, y al fin resbaló sentado por una pila de cascotes, hasta
quedar espatarrado sin dignidad alguna en una especie de hoyo. Méndez tuvo tres
sensaciones desagradables e inmediatas: la sensación de su propia indignidad en
primer lugar; la de estar tocando algo maloliente y blando, seguramente un
animal muerto, y la de la angustia del cachorro que estaba allí mismo, gimiendo,
buscando meter el hocico entre sus piernas.
Méndez pudo decir
solamente:
—Hostia. Y todo por una historia de perros.
La sensación
primera, la de su indignidad, desapareció enseguida, tragada por otra más grave,
más excluyente que era la de estar tocando una especie de animal muerto. Con
gestos precipitados Méndez sacó su mechero, ahogó una nueva maldición y logró
que entre sus dedos brotara una llamita. La claridad rosada se diluyó por el
fondo del hoyo, donde en efecto brillaban dos cosas: una especie de pulsera de
metal y los ojos asustados del cachorrillo.
Méndez barbotó:
—Ya lo
tengo.
Pero lo que tenía era otra cosa. Tenía el sitio donde brillaba la
pulsera de metal, o sea la muñeca de un ser humano espantosamente inmóvil. Tenía
—según le mostró la vacilante llamita de su mechero— un rostro femenino de ojos
opacos y vacíos en los que parecía hundirse la soledad del cielo. Tenía a su
lado una muerta. Tenía el cadáver de una niña.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al comienzo de la
novela de Francisco González Ledesma, Historia
de Dios es una esquina (RBA Libros, 2008).
Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA
Libros por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.