El terrorismo es así, en cierto modo, una
forma peculiar de guerra cuyas acciones se diseñan y ejecutan con vistas a
lograr la renuncia de la sociedad a defenderse de las pretensiones de dominación
o de poder de las organizaciones que lo utilizan. Esta forma de guerra, cuyos
fundamentos y tácticas son opuestas a las de la guerra moderna que nace con el
desarrollo del Estado nacional, especialmente después de las innovaciones
napoleónicas, tiene su propia economía, su modelo singular de obtención de
recursos. En efecto, la guerra terrorista no trata de preservar el propio
territorio para asentar sobre su suelo unas actividades de producción con las
que sostener el esfuerzo bélico —como correspondería a una economía de
movilización o a la constitución de un complejo militar–industrial—, sino que
propicia su destrucción para facilitar la extracción de los recursos materiales
y financieros que requiere su mantenimiento. La profesora Mary Kaldor, de la
London School of Economics, ha mostrado, en una perspectiva teórica, que el
modelo de las guerras terroristas se ajusta al comportamiento de una economía depredadora de guerra cuyo
fundamento está en la transferencia de recursos desde los ciudadanos hacia las
organizaciones terroristas por medio de la extorsión, el saqueo y el pillaje,
los tráficos ilícitos —como la venta de drogas y de armas, o el comercio con
mercancías embargadas—, las
actividades económicas de naturaleza delictiva —como el blanqueo de capitales—,
y el control del mercado negro en el territorio que está bajo su dominio, así
como mediante la obtención de recursos exteriores —sean éstos aportaciones de
residentes en el extranjero, transferencias gubernamentales o fondos de ayuda
humanitaria—.
Lógicamente, ese modelo general tiene su
especificidad para cada una de las organizaciones terroristas. Las de carácter
yihadista que operan en los países occidentales suelen basarse en la explotación
de negocios de apariencia legal, así como en la práctica de la delincuencia
común —robos en pequeña escala, falsificación de tarjetas de crédito— el tráfico
de drogas y la recaudación de fondos para obras de caridad. En el caso de las
FARC colombianas, además de la extracción de recursos en el territorio que
controlan, es muy relevante su implicación en el narcotráfico, sea como
productores de cocaína, sea como proveedores de servicios de protección a las
organizaciones delictivas que se ocupan de este mercado. Y en el de ETA se
anotan estos cinco elementos: la extorsión, la captación de subvenciones
públicas, los negocios de apariencia legal, el saqueo y la participación en
tráficos ilícitos. Veámoslos con algún detenimiento.
La guerra terrorista es una forma de guerra barata que está al
alcance de cualquier organización que se proponga desencadenarla. Incluso en
conflictos que han adquirido cierta dimensión, la afirmación precedente sigue
siendo cierta, como es el caso de Colombia
La extorsión ha sido practicada por ETA, de
manera sistemática, desde la década de los setenta. Su objetivo ha sido la
obtención de pagos en dinero, principalmente de los empresarios, mediante las
amenazas y, en ocasiones, el secuestro. Con la información de que se dispone y
que he tratado sistemáticamente en un estudio
publicado por el Instituto de Análisis Industrial y
Financiero de la Universidad Complutense, se puede señalar que en la década
inmediatamente anterior a la ilegalización de Batasuna (1993-2002) la extorsión
produjo un rendimiento de 5,1 millones de euros al año. Sin embargo, en el
último bienio (2006 y 2007), debido a su debilitamiento, ETA no ha podido
recaudar más allá de 2,9 millones de euros anuales.
A su vez, la obtención de subvenciones
públicas se organizó mediante la constitución de entidades asociativas
destinadas a dar soporte a las actividades del entorno terrorista —de forma muy
destacada, a las de propaganda, captación de militantes y atención social a los
encarcelados— y que se convirtieron en receptoras
de los fondos asignados a múltiples programas de subvenciones, tanto del
Gobierno Vasco como de otras instituciones. Batasuna ha jugado en ello un papel
muy relevante, pues, al estar presente como partido político en el Parlamento
regional y en los Ayuntamientos, ha ejercido una notable influencia para que las
decisiones de carácter financiero favorecieran a sus organizaciones afines.
Durante el primero de los períodos antes mencionados, se han podido contabilizar
así 13,1 millones de euros anuales con destino a ellas. Y en el último bienio,
gracias principalmente a la recuperación por ETA de una buena parte de su poder
político, a través de la presencia del Partido Comunista de las Tierras Vascas
(PCTV) en la cámara legislativa de Vitoria y de Acción Nacionalista Vasca (ANV)
en los Ayuntamientos, se estima que este tipo de fonfos puede ascender a 1,7
millones de euros al año.
Los negocios de ETA se han basado en la
formación de diversas sociedades mercantiles, tanto en España como en otros
países, dedicadas a actividades muy variadas —hostelería, turismo, editoriales,
comercio mayorista, importación y exportación— y, de un modo particular, en las
herriko tabernas. De ellos se han
desprendido ganancias, a la vez que han servido como lugar de acogida de
terroristas huidos y de infraestructura para el blanqueo de capitales. Su
rendimiento no ha podido establecerse nunca con precisión, aunque se barajan
cifras del orden de los tres millones de euros al año en promedio desde los años
noventa. Actualmente ese flujo continúa, pues, aun cuando se han desmantelado
algunas sociedades y se han intervenido judicialmente las herriko tabernas, éstas siguen operando
en condiciones similares a las del pasado.
La economía del terrorismo no se agota con el estudio de las
formas de extracción de los recursos que sostienen a las organizaciones que lo
practican. Las acciones armadas de éstas tienen efectos destructivos sobre las
personas y los bienes, ocasionando costes económicos que pueden ser
cuantificados
Finalmente, el saqueo y los tráficos ilícitos
han tenido un papel menor en la economía de ETA. Los robos de vehículos,
explosivos y otros materiales, aunque con antecedentes en los primeros años de
existencia de la banda, sólo adquirieron relieve a finales de la década de los
noventa. Su rendimiento para el período 1993-2002 se estima en unos 245.000
euros anuales, aunque en el bienio 2006-2007 han podido alcanzar un promedio
tres veces mayor. En cuanto a los tráficos ilícitos, los datos de que se dispone
señalan que ETA ha participado esporádicamente en algunas operaciones de
contrabando de tabaco, tráfico de drogas, venta de armas y prestación de
asistencia técnica a otras organizaciones armadas. Pero no se conoce en cuánto
ha podido contribuir esa participación en el conjunto total de los recursos
depredados por la banda.
Si se agregan las cifras mencionadas y se
añaden algunos otros conceptos menores —como las rifas, los créditos bancarios
no devueltos o la recaudación de las txoznas instadas en los feriales de las
diferentes localidades vascas—, se llega a la conclusión de que la depredación
de recursos por ETA alcanzó un valor anual de 23,6 millones de euros entre 1993
y 2002, y de sólo 9,2 millones en el bienio más reciente. Aun cuando estas
cantidades no sean despreciables, a nadie se le oculta que su cuantía tiene un
tono menor en términos de la economía regional más afectada por el terrorismo.
Si se comparan con el PIB del País Vasco, se concluye que, en el primer período,
su valor alcanzó el 0,05 por 100 del tamaño de la economía vasca; y en el
segundo apenas superó el 0,01 por 100.
Conviene añadir una reflexión sobre lo
anterior: la guerra terrorista es una forma de guerra barata que está al alcance
de cualquier organización que se proponga desencadenarla. Incluso en conflictos
que han adquirido cierta dimensión, la afirmación precedente sigue siendo
cierta, como es el caso de Colombia, donde el conjunto de las organizaciones
armadas que operan en ese país han obtenido mediante la extorsión, secuestro,
abigeato y narcotráfico, entre 1991 y 2003, unos recursos cuyo valor anual es
del orden del 0,4 por 100 del PIB nacional, según han mostrado sendos trabajos
publicados por el gobierno de ese país: Los
costos económicos de la criminalidad y la violencia en Colombia:
1991-1996 (1998) y Costos
generados por la violencia armada en Colombia:
1999-2003 (2005). Ello es así porque, como
acertadamente ha señalado Herfried Münkler esas guerras no se establecen «contra
un adversario armado … sino, antes bien, se trata de una prolongada violencia
ejercida contra grandes sectores de la población civil». Además, añade este
profesor de la Universidad Humboldt, «aún menores que los gastos de
reclutamiento y armamento son los que ocasiona la intervención de estos grupos
(terroristas), pues, de acuerdo con el principio de que la guerra alimenta a la
guerra, se procuran el propio sustento mediante la coacción, el saqueo y el
pillaje». Y concluye que el hecho de que sean baratas hace que las guerras
terroristas sean tan «amenazadoras, ya que con ello se amplía el círculo de
quienes están en disposición de emprenderlas».
Tal destrucción es esencial para el logro de los objetivos
políticos y económicos del terrorismo, pues la desolación que ocasionan los
atentados, con sus secuelas inseguridad, presión psicológica y miedo, es una
condición necesaria para asegurar la eficacia de las actividades depredadoras y
para inducir la adhesión ideológica de la población a su
causa
La economía del terrorismo no se agota con el
estudio de las formas de extracción de los recursos que sostienen a las
organizaciones que lo practican. Las acciones armadas de éstas tienen efectos
destructivos sobre las personas y los bienes, ocasionando costes económicos que
pueden ser cuantificados. Tal destrucción es esencial para el logro de los
objetivos políticos y económicos del terrorismo, pues la desolación que
ocasionan los atentados, con sus secuelas inseguridad, presión psicológica y
miedo, es una condición necesaria para asegurar la eficacia de las actividades
depredadoras y para inducir la adhesión ideológica de la población a su causa.
Debe señalarse a este respecto que, por lo general, los daños directos que se
derivan de los atentados suelen ser pequeños. Incluso en los casos de mayor
dimensión e impacto emocional ello ha sido así: el coste total de los atentados
del 11 de septiembre de 2001 sobre Nueva York y Washington se ha estimado en el
0,79 por 100 del PIB norteamericano; y el de los ataques del 11 de marzo de 2004
en Madrid lo
hemos valorado, desde la Cátedra de Economía
del Terrorismo, en apenas en el 0,03 por 100 del PIB
español.
Con respecto a ETA, aunque los datos
disponibles son incompletos, el balance económico de esos estragos señala que,
en promedio anual para el período 1993-2002, los daños a las personas (muertos y
heridos) se valoran en 8,7 millones de euros —la mitad de los cuales
corresponden a indemnizaciones por responsabilidad civil—, a lo que hay que
añadir otros 34,4 millones como consecuencia de las pensiones extraordinarias
pagadas a las víctimas; y por daños en los bienes, 289,4 millones de euros,
cifra ésta que incluye una partida muy importante —266,7 millones— que
corresponde al pago que realizan los consumidores de energía eléctrica para
compensar el cierre de la central nuclear de Lemóniz. A estos costes directos
del terrorismo se deben agregar los que se derivan del sostenimiento de un
importante aparato de seguridad para prevenirlo y combatirlo. Un estudio
realizado por los peritos de la Audiencia Nacional permite valorar estos costes
de seguridad, para el mismo período, en 338,6 millones de euros
anuales.
Por tanto, las consecuencias directas del
terrorismo nacionalista de ETA durante el período mencionado han tenido un coste
total de 671,1 millones de euros al año por las vidas arrebatadas, las
destrucciones ocasionadas y la necesidad de combatirlo policial y judicialmente.
Tres cuartas partes de esta cifra se pueden atribuir a las acciones que han
tenido lugar en el País Vasco, lo que significa que la economía de esta región
ha sufrido un daño que equivale al 1,2 por 100 de su PIB. Esto significa que los
costes directos del terrorismo han sido 24 veces mayores que los recursos que se
han destinado a su sostenimiento. Aún así la cifra es relativamente modesta,
como también lo es la del 1,1 por 100 del PIB que se ha estimado para
Colombia.
Los estudios sobre el País Vasco señalan que el terrorismo y la
conflictiva situación política de la región son factores que han influido
negativamente sobre las decisiones de inversión de los empresarios, a la vez que
han estimulado la deslocalización (...) Dicho de otra manera, el terrorismo ha
ocasionado una insuficiencia muy importante de la inversión en el País Vasco,
siendo sus efectos devastadores para la
producción
Sin embargo, hay que ir más allá de estos
costes directos o de los derivados de la economía depredadora. Cuando el
terrorismo se enquista en la sociedad y se convierte en un elemento permanente
de ella, cuando sus ataques se desgranan con cierta regularidad, entonces se
genera una incertidumbre continuada que rebaja las expectativas de los
empresarios y, en consecuencia, afecta negativamente a sus planes de inversión
y, a través de éstos, a la generación de valor añadido. La economía, entonces,
se aparta de su nivel potencial de crecimiento y no logra producir todo lo que
pudiera esperarse de ella. Todos los ciudadanos, sean o no simpatizantes de
quienes ejercen la violencia, acaban sufriendo este efecto indirecto del
terrorismo, pues el menor crecimiento se plasma en un nivel de renta personal
más bajo que el que pudiera haberse alcanzado sin el
conflicto.
Los estudios sobre el País Vasco que han
abordado esta cuestión señalan que el terrorismo y la conflictiva situación
política de la región son factores que han influido negativamente sobre las
decisiones de inversión de los empresarios, a la vez que han estimulado la
deslocalización de sus actividades. Ambos elementos han provocado que, como han
mostrado los profesores Myro, Colino y Pérez, las inversiones productivas reales
se hayan alejado progresivamente de su nivel potencial, de manera que, si en los
años setenta su cuantía fue un 30 por 100 inferior a ese nivel, en la década
siguiente este diferencial se elevó hasta el 40 por 100, y llegó en la de los
noventa hasta el 80 por 100. Dicho de otra manera, el terrorismo ha ocasionado
una insuficiencia muy importante de la inversión en el País Vasco, siendo sus
efectos devastadores para la producción. Así, esta última, también ha crecido
mucho menos que lo que corresponde a su nivel potencial, y así, sólo en la
última década, han dejado de obtenerse casi 9.000 millones de euros anuales, lo
que equivale a un poco más del 21 por 100 del PIB. Este resultado es similar al
que obtuvieron los profesores Abadíe y Gardeazábal, también para el caso vasco;
o autores que, como Gupta y Collier, en sendos estudios publicados
respectivamente por el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial, han analizado
simultáneamente muestras de varios países atravesados por los conflictos
terroristas; o, en fin, al que, con referencia a Guinea Ecuatorial y al
terrorismo de Estado, reflejó el profesor Juan Velarde en su ensayo pionero
sobre «La economía del terror».
Llegamos así al epílogo de la economía del
terrorismo. La economía depredadora de guerra en el País Vasco ha conducido a
una pérdida de riqueza que excede en 17 veces al coste directo de la muerte y la
destrucción. Es éste un quebranto de gran dimensión que reproduce la experiencia
conocida en un buen número de países en los que han operado distintas
organizaciones terroristas de forma continuada y durante muchos años. El
terrorismo es, por todo ello, además de un problema político, un problema económico de primera
magnitud al que deberían dedicarse mayores esfuerzos intelectuales y materiales
tanto para comprenderlo como para combatirlo.